Cuatro poemas de la boliviana Anahí Maya Garvizu, que conjugan la pérdida y lo onírico, así como la fuerza (y fragilidad) del instante; de aquel instante, casi palpable, en el que la cotidianidad se ve interrumpida por una tormenta o una aparición, un paisaje detenido donde los ausentes muestran sus formas.
Traslación
Recojo flores para el nicho de mi amigo,
grandes mariposas revolotean sobre el pantano.
Escogimos la madera, medimos juntos el ataúd,
dimos un sorbo de singani
y nos despedimos con tranquilidad.
Se nos ve zigzaguear en busca del porvenir
bordeando el sueño
con la epidermis tornasol
vagando distantes, tan débiles
como bichos bioluminiscentes
atascados en un charco inesperado.
Una especie de siesta donde hay música
y -extrañas- guirnaldas balanceándose entre los dos.
Sueño en plano fijo
Contabas que un jinete blanco
se interponía en el sendero sin dejarte pasar,
intentabas gritar, pero tu voz se perdía en la garganta.
Te sujetabas con fuerza a las riendas,
el caballo relinchaba anclado en la humedad.
Te vimos llegar tras la colina,
traías la noche en el pecho,
humintas en febrero,
sandías en diciembre.
La abuela sigue mirando el bosque,
esperando que alguien la salude.
Como el sombrero, abrigo y alforjas
que aún cuelgan del perchero,
los ausentes muestran sus formas.
Tantas veces lanzaste al río tus redes
devolviendo los peces pequeños al agua,
quizá te gustaría ver
que lograron nadar contracorriente.
Por esta colina galopó tu caballo
a esta hora tocó la campana y
viste caer del nogal las nueces sobre el tejado.
En el pueblo pronto será navidad
algún camión llegará con gaseosas
apiladas según el sabor,
un avión distante pasará, los niños correrán
tratando de alcanzar la estela
y las mujeres dejando de mover el mortero
levantarán la mirada.
Qué haremos sin ti,
heredé tu sueño blanco,
el temor oculto bajo la almohada.
Y tus hijos. Ellos querían decirte tanto.
Los ecos de la supervivencia
No importa cuán estricta sea una reconstrucción,
pasados los años recordar conlleva una pérdida.
Mi madre me tomaba la mano y se sumergía entre la multitud
buscando una porción de pescado
a través de un mercado donde no hay edición de gestos
ni de sagacidad de supervivencia.
La vendedora escogía las caras de las monedas
pegadas a un imán en su bolsillo
y entregaba el cambio en sincronía a las manos extendidas.
Al recorrer esas calles
con suerte podías ver de vez en cuando
un ekeko que al pasar por las patas apiladas de los cerdos
hacía una mueca y luego volvía a sonreír.
Ahí las grietas eran más reales,
distraerse con un gato llevando un ratón en la boca
bastó para tropezar dejando caer los huevos
que tres perros lamieron rápidamente.
De noche la lluvia y el mismo ekeko
escondido bajo el techo de la iglesia.
Cada uno se limita a sobrevivir
en el suelo que pisa a medida que avanza.
Nuevamente los perros
caminando sobre los restos de las escamas,
lo demás de la existencia fue secada por el sol.
Allegro
Durante la tormenta nocturna
los relámpagos dibujaron
el contorno de los árboles sobre el cerro.
Una gama de lilas estalló en el cielo,
el gallo confundió el día y cantó.
Un trueno surgió entre las nubes y regresó a ellas.
En la sala, coloridas banderas adornaban el pastel
y la arena fue ligeramente desordenada
por el paso de los perros que olisqueaban la comida.
El número de sillas era menor
pero nadie mencionó la fragilidad de ese instante.
La música recorría en las gotas del tejo al lastre,
la sombra de las hojas del ceibo se agitó en la pared,
el caballo silencioso sacudió la montura.
Era un fragmento único de tiempo y espacio
similar al rayo que agrieta y vuelve a la opacidad
dejando seres partidos o con una nueva apariencia.
El agua corría turbia por las calles de tierra.
Hasta los opas, los jorobados, los añorados ausentes
y las nanas con bocio en el cuello y trenzas blancas
desfilaban al borde del camino
rozando las flores que crecen en forma silvestre
como si tuvieran un lugar a donde ir.