1
Vivo en un centro cínico.
Escogí el lugar con detenimiento.
Armé una carpa, clavé estacas y cuidé que una a una atravesaran mis pensamientos; luego cada idea sería una crucifixión y cada silencio el luto de una virgen.
Este es mi país, un territorio sin voluntad donde la intuición rige sobre las cosas.
Un sitio horrible, por cierto.
No tiene sol; una noche apenas interrumpida por gritos de pájaros y el tránsito de una opacidad a otra deja ver cuatro lunas que se ceden mutuamente el dominio de las tinieblas.
Yo, desde mi carpa, especto cada tres horas el cambio lunar.
(Las telas se abren cuando la luz del cuarto satélite refracta el amanecer del primero; días largos donde la única distracción consiste en buscar formas humanas en el juego de fosforescencias que regalan líquenes acuáticos).
El resto del tiempo esperamos que aparezca el mensajero.
Suele tomar el aspecto de Dodo; y le acompañan gansos, buitres, tornillos e insectos.
Vivo en un centro cínico.
Nadie me puede sacar de aquí.
2
Llego al abismo y pienso: siempre quise construir un puente, pero no sé cómo.
En otro tiempo hubiera bastado tener mucho dinero, contratar a un ingeniero o ser parte de una tribu que cada año teje y testeje una pasarela de cuerdas como ritual.
(O buscar en Internet cómo hacerlo. Pero aquí no hay ingenieros, ni computadoras, ni Internet.
Y tampoco hay puentes.
).
Cuando duermo, sueño que camino sobre una gran estructura de fierro sostenida por arcos que hacen las veces de columnas coronadas por frisos. No son simples motivos, son acertijos concatenados con la solución siguiente. El texto el legible aún si estoy narcotizado.
Este es el mensaje que reveló mi suelo ayer: “orden y contraorden”.
El juego de oposición no implica caos, ni anarquía, ni desconcierto; la palabra es “contraorden”.
Viejas barandas amarillas buscan retenerme a mí y a todo lo que tiende a caer. Yo tiendo a caer y conmigo cae lo que pienso.
El puente no, el puente permanece.
La altura es tan grande que el descenso funde la materia.
Abajo un océano verde.
Antes de perder la consciencia, antes de recuperarla, una pregunta me congela en la nada. ¿Qué plantas nacen en la caída? ¿Qué sueños embriagan a los que allí llegan?
La tienda se abre con Jápeto. Luz ciega, luar.
Mi cuerpo descansa sobre una cama de conejos muertos.
7
¿Qué hacer cuando no sabes qué hacer?
El corolario de N. Jira a la Ley de Godwin: “Si todo viene hacia ti, es que vas en la dirección opuesta”.
Es una buena pista, pero presenta un problema: el postulado se alimenta de dos presupuestos:
1. Que hay un camino trazado
2. Que dicho camino es recorrido por grupos distintos en direcciones contrarias.
A pensar de su nomenclatura geográfica y de su espíritu orientativo, el mundo donde funciona dicho corolario no es un mapa, es una línea. Por otro lado, a veces la gente abunda y otras falta, ¿qué hacer cuando no tenemos información suficiente para utilizar esta brújula?
Stefan Zweig: “El que obra heroicamente tiene que obrar, por fuerza, contra la lógica”.
Es un apoyo excelente, más refinado, una sentencia tan genérica que puede ser aplicada en cualquier momento. Como ahora, que soy una hormiga que camina al borde de un naipe.
Sin embargo, hay determinados estados en los que no nos sirve en heroísmo ni la lógica, y el sentido común no es cosa clara (después de todo, Zweig pensaba en Magallanes, no en ti, que jamás subiste a un bote porque le tienes miedo a cualquier cosa que sea mayor que tus piernas). Y de hecho, la mayor parte de las veces nos enfrentamos a situaciones ordinarias en las que el heroísmo solo pasa por estupidez y la lógica está descartada por el corolario de N. Jira a la Ley de Godwin.
En tal caso, sólo nos queda aplicar una de dos alternativas:
1. Volver a Séneca: “Para quien no sabe adónde va, no hay buen viento ni mal viento”.
2. La siempre útil Navaja de Ockham: “Ante soluciones equiparables, prefiérase la más simple”. O como sea.