Lo demás
¿De qué se trata en realidad, esta necesidad de compararlo todo,
de hacer que cada cosa se parezca a otra cosa, de abrirse paso a fuerza de metáforas
hacia un tipo de calma que no sea parecida a un andamio construido alrededor del aire, sino concretamente eso?]
Me senté en una iglesia en Masaya, Nicaragua, mientras caía la tarde,
elegí el banco por la forma en que la luz bañaba el suelo, filtrándose a través
de los vitrales con reflejos rojos.
Pensaba, al observarla, que esa luz se parecía un poco a una mancha de sangre
que se fuera extendiendo sobre algo blando y luego se la dejara al sol; quizá se pareciera más]
al jugo de sandía derramado sobre sábanas blancas. Pero al final,
honestamente, se parecía más a una luz roja reflejada en el suelo de una iglesia en Masaya, Nicaragua,]
mientras caía la tarde. Y te pido perdón por apartar esa luz de sí misma,
por anunciarte que esta noche la luna es más delgada que una moneda sumergida en agua,
por decirte que cuando te ríes te pareces a un fósforo al momento de encenderse.
Yo, si pudiera, viviría de un fogonazo cegador a otro,
si aquello no entrañara alguna forma de desesperación, un debilitamiento
de la fe, si es que puedo tomar prestada esa metáfora; un desarmarnos a nosotros mismos como un rompecabezas,]
junto con cada vínculo que establecemos y pedimos; la plenitud, sin duda,
es algo secundario y más penoso. Puesto que cada vez que respiramos
es en verdad igual a la vez anterior; caso contrario, tengo que creer
que eso que se transmite, se comparte, o al menos se recuerda, es hacia dónde va esa respiración,]
por qué sucede, por qué la necesito; es todo, todo lo demás.
Traducción de Ezequiel Zaidenwerg
La metafísica de Pedro el heladero
Según lo veo yo, el cielo es otro mundo, nada más,
y yo no soy de ahí.
Vi un programa en la tele acerca de los peces de las profundidades,
que viven tan profundo que casi no son peces, sino apenas
pinchos y lamparitas que relumbran en un lugar extraño.
Nosotros no podemos bajar tanto, excepto en una máquina.
De intentar respirar, nos ahogaría el agua,
y nos aplastaría la oscuridad. Mientras que aquellos peces
se la pasan nadando por ahí, con sus luces de giro y sus dientitos,
comiendo lo que sea que ellos comen,
todas nuestras palabras y los planes que hacemos no nos sirven de nada;
y todas esas sombras y las cosas que brillan,
junto con la comida invisible de los peces,
tienen bastante más sentido que nosotros.
¿Por qué sería diferente el cielo?
Otro país por el que para entrar tenemos que morir,
y donde ya no importan la tierra ni la sangre ni los huesos,
y hay que aprender a parecerse al aire
después de caminar por tantos años.
Cuando a la noche prendo una vela al costado de mi cama,
eso es lo más que llego a parecerme
a los peces de las profundidades.
Se me voló el sombrero un día de viento;
quizá eso se parezca un poquito a volar
o a tener un espíritu o a ser uno. Jamás volví a encontrarlo.
Quizá llegue a algún lado antes que yo,
quizá me quede donde estoy sin él.
Traducción de Ezequiel Zaidenwerg
Luz
“Yo creo que al final es todo luz; creo que es aire”
-Larry Levis
Yo creo que al final es todo luz. Pero no, finalmente,
porque sea algo hermoso o temporario, ni siquiera solemne. Una vez,
con un hombre del que estaba enamorada, fuimos al bosque a caminar y de repente comenzó a llover.
No estaba en nuestros planes. Pero igual le encantó; él era de Wyoming,
y estaba acostumbrado a amar aquellas cosas que el mundo decidía que podía manejar sin previo aviso].
Sacudía los árboles la lluvia. Convertía el sendero en un riachuelo, levantaba la tierra,
y a mí me parecía que jamás volvería a estar seca. Pero cuando llegamos hasta un risco
y miramos abajo, en dirección al valle, vimos que el sol se abría paso a través de las nubes
que antes lo ocultaban: súbitamente, la tormenta era una tormenta de luz.
Se tiñó todo el valle de un naranja profundo, los árboles brillaban doblemente:
antes por el otoño, ahora por el sol. El hombre
contemplaba, asombrado, el barro reluciente ante nosotros.
Yo creo que al final es todo luz, pero no porque cambie lo que toca.
Yo creo que él creía que estar ahí
nos convertía a ambos en parte del paisaje –y me tocó la cara,
donde tenía lluvia todavía, y quizá algo de luz-; y también me parece que creía
que de algún modo éramos responsables, en el sentido, al menos, de que siempre
lo somos de las cosas que decidimos ver. Yo creo que al final es todo luz,
no, sin embargo, porque nos bendiga o nos borre: sentí, al bajar
por la ladera, una especie de incómoda ternura por el cuerpo
que tenía a mi lado, este hombre cuya mano había tocado mi piel,
como si de verdad todo esto se tratara de su mano y mi piel; cuyo amor por el mundo
siempre será más fuerte cada vez que pose la mirada sobre él y mire cómo el sol
resalta todo aquello que él sabe verdadero. Pasamos por al lado de un arroyo
salpicado por esquirlas de luz, como si fueran peces.
Vimos la luz filtrarse por el aire. Y así vimos el aire. Yo pienso que al final es todo luz, pero tan sólo
porque no guarda relación alguna con nosotros, no nos puede ayudar,
tan sólo iluminarnos, de la misma manera en que ilumina una fila de árboles,
una ruta desierta, sábanas arrugadas al amanecer tras la partida del amante.
Pienso que es todo luz, porque nos encendemos y después nos apagamos,
luego nos encendemos otra vez, le demos importancia
o no a ese hecho. Porque no. No podemos.
Traducción de Ezequiel Zaidenwerg
Publicado en inglés en Tupelo Quarterly
Alejandro en el medio del camino
Soy sensato y estoy decepcionado, y ya no sé qué más
podría ser. Las manos se me están reblandeciendo. Corro peligro de
cumplir cuarenta y tres. Soy terco y, además, inteligente;
me paso todo el día aquí sentado, quieto; planto eucaliptos en macetas,
y casi como un chiste, siempre crecen.
Aprendo rápido. Ahora mismo estoy aprendiendo francés. Creo que me enamoro
una vez por semana, por lo menos, y aun así me paso el día aquí sentado.
Cada vez más, pongo la cafetera pero me olvido de cargarle el agua.
A la noche me duele la espalda al admitirlo.
Quiero desaprender a manejar. Tendría mucho que decir acerca
de mi casa a las tres de la mañana. Abrazo fuerte a mi hijo
hasta que al fin se duerme, y él me ciega, me para el corazón.
Esto no es una broma, tampoco una amenaza, amar de esta manera.
Quisiera irme, pero ¿cómo podría hacerlo? Tardo en desaprender.
Ahora estoy aprendiendo que mi vida
va a parpadear, apenas, como una llama al viento,
y que no habrá un calor abrasador ni una helada aplastante,
sino que la tibieza que pude conseguir o absorbí de algún lado
o fabriqué yo mismo o entregué seguirá su camino por sí sola,
sin importar si yo lo quiero o no. Lo quiero menos y lo quiero más que nunca.
Voy a seguir diciendo estas cosas por siempre.
Traducción de Ezequiel Zaidenwerg
[Todo se está tensando sobre su eje…]
Todo se está tensando sobre su eje,
el denso mundo tira en direcciones imprevistas.
Los retoños de árboles se cimbran con el viento,
sacuden las raíces,
y luego vuelven a agacharse.
Los racimos de bayas y los limones cuelgan,
firmes y jóvenes, y aprenden
a convertirse en una carga, manchados por el agua
que hace que también
aprendan a cargar,
la extrañeza de hallarse suspendidos,
de llevar algo más que sus pequeños cuerpos
en el aire.
Todo se extiende, todo
soporta un peso. Los tallos de los jitomates
sucumben ante el aspersor,
derribados por lo que los mantiene vivos.
Tu propia espalda, que no puedes ver,
como el árbol no ve sus propias raíces,
se cansa de la gravedad,
la misma que tolera los tendones,
y deja que se asienten en la silla,
la segunda columna vertebral que te enseña sus fines.
Todo desea, todo se coloca
en posición de recibir.
En el jardín se forman las hormigas
en el borde de un plato hondo, para beber.
Son bien visibles, pero tan pequeñas que nunca nos ponemos
a buscarlas, y menos a imaginar que puedan tener sed,
y todavía menos que puedan saciarse.
Nada se sacia. Todo espera,
algunas cosas más pacientemente
que otras. En la calle, por ejemplo,
en el puesto de frutas que está abierto hasta tarde,
los melones están tan llenos como lunas,
las uvas resplandecen, las naranjas,
como si las hubieran detenido en su órbita,
siguen muy vivas, con las lamparitas
que las alumbran desde atrás,
mientras la oscuridad se cierne afuera.
Ellas tienen sus hábitos.
No son como las flores, que se cierran con el sol;
se aferra cada una a su color como si contuvieran el aliento.
Todas las cosas temen. Todo elige,
guarda, excluye, se aleja
del centro derretido.
*
Los cuerpos como el tuyo están
cambiando en todos lados la forma de las cosas,
torturan a alguien que no reconoce más
a sus hijas, extraen petróleo del océano
en tazas, les disparan a los barcos,
en la arena abren cráteres, dejan una infinita
estela rencorosa de bolsitas de plástico
que heredará la tierra, y llenan las noticias
de pronombres y fósforo blanco. Tú que te quedas
al margen, como todo lo demás, y que vives
en un lugar igual de luminoso o condenado
que todos los demás, y con las piedras para demostrarlo,
caminas por la calle y te salpican
con barro el dobladillo del pantalón, y eso
es todo: estás lo suficientemente cerca del horror
para sentirte horrorizada, y eso
es todo, tú, tu piel permeable,
tu dieta de disgustos y, de vez en cuando,
un cigarro, y tu deseo:
últimamente, haces el amor
con mayor insistencia y más coraje,
el egoísmo es algo que tienes que aprender,
lo mismo que el coraje; entonces, coges
de manera egoísta, necesaria,
mientras el eje hace que sigas dando vueltas,
como en el asador de tu elección,
y, lejos, más allá de ti,
estallan unos fuegos artificiales; después se precipitan,
cegados, a la tierra.
Los hicimos nosotros, por supuesto; por supuesto nosotros los hicimos
a nuestra semejanza, ruidosos y fervientes,
y empiezan a quejarse no bien la luz se va y se acaba la gloria,
y luego se repiten de inmediato.
Todas las cosas, todas las personas
son narcisistas amorosamente:
reclaman la importancia de los fuegos artificiales o del sexo,
y exigen que la misma
ventana los contenga con su marco.
Todo es inocente, todo está ofendido
por el silencio y por la dignidad de estar, una vez más,
desnudo, como carne palpitante
en sábanas raídas;
y luego la resignación de levantarse y de volver a incorporarse
al mundo vertical.
*
No vives sola pero a veces estás sola.
Vives cerca del centro.
Para llegar ahí, la gente espera
esos pequeños taxis blancos en la esquina.
En el camino, los olivos
no se tropiezan sobre sus laderas,
porque la tierra ha sido nivelada en terrazas
a fin de protegerlos y permitir que crezcan.
Los taxis son veloces,
y los postes de luz apenas se sugieren;
el viento es despiadado con tu pelo.
Nada es seguro,
¿pero no hay otra cosa que te dé seguridad,
si no su misma falta? ¿La forma en que los taxis
esperan a llenarse con cuatro pasajeros
hasta que en ellos pesa
el deseo suficiente de partir?
¿La forma en que el camino se va hundiendo en el valle,
así como las ruedas en la ruta,
y el viento canta por la ventanilla,
aun en días de calma? ¿O la certeza
que nos ofrecen dos puntos acá y allá,
una delgada línea sobre la que dan vueltas nuestros otros gestos,
regresemos o no?
¿Aquellas pérdidas elásticas y aquellos movimientos
que nos mantienen encerrados,
pero encerrados en el movimiento?
¿Estas cosas, las que nos hacen libres?
Traducción de Ezequiel Zaidenwerg
Antelmo a su hija, Norma (1991-2009)
Voy a ser como tú.
Llegaré tarde.
Voy a tener paciencia y voy a ser permeable,
un farol de papel colmado de polillas.
Voy a pasar las palmas de mis manos
sobre la sábana de mi emergencia.
Seré un anciano.
Mi belleza se echará a perder.
Voy a ser calvo y flaco, con la piel amarilla.
Mis venas dejarán de ser azules para ponerse negras.
Como tú,
naceré para nadar,
y para protestar contra el deber del sueño,
para rozar la espuma del mar con las manos,
pelarme las rodillas,
dar golpes en la mesa
y esperar.
Como tú, naceré.
Intentaré aprender
a ser tu padre,
y el mío propio.
Traicionaré a tu madre.
Recordaré
cómo salir de un cuarto.
El ruido de mi risa te sobrevivirá.
Te voy a perdonar.
No voy a permitirte
que me digas cuándo.
Traducción de Ezequiel Zaidenwerg
Publicado en inglés en Dogwood: A Journal of Poetry and Prose
Exceso
Hay un mercado acá que vende todo:
delineador, papayas, rosarios, carne cruda,
plantas en sus macetas junto a otras
retorcidas en ramos.
No sé muy bien cómo lo toleramos.
Hace ya varios años, vi una puesta de sol que duró horas;
o eso me pareció:
el resto de mi cuerpo acompañó a mis ojos
a mirar desde el techo
como si hubiera sido la primera
vez. Más tarde, en camión por las montañas, todos
los que subían en cierta parada
trataban con apremio de venderte algo, casi siempre cebollas.
Ayer me desperté con una angustia
clavada al corazón igual que una mordida sobre un hombro,
y a la mañana fui al mercado
y compré una canasta para el pan.
Me parece que esto es lo que busca la memoria:
no en sí la permanencia,
sino una relevancia
permanente.
Lo dispar todo junto
y luego una canasta para el pan.
Traducción de Ezequiel Zaidenwerg
Informe
El clima fue cambiando con los meses, pero nada más cambió.
Fumé y me dieron náuseas.
Me dieron náuseas sin fumar.
Piqué cebollas con un cuchillo sin filo.
Se me volcó la sal en la rejilla del desagüe.
El desierto se cubrió de llagas.
El bosque se cubrió de llagas.
Amé a un hombre que nunca supo cuánto.
Cada vez al pasar a la cocina le acariciaba el pelo.
Me compré un par de botas que me hicieron caminar
como si fuera a recibir algo a cambio.
Quiero decir, algo de parte del camino.
Compré menta en otro idioma.
En otro idioma enmudecí.
Se estropeó mi falda
en las barras fundidas de la estufa junto a la cual dormíamos.
Abandoné los platos pero hice la cama.
Me duché a oscuras.
Obsesiva busqué observar de a pares:
la piel de la cebolla muerta, trémula,
el sol descascarándose en el suelo.
Mucha gente me puso regalos en las manos apretándolas.
Muchas manos hicieron el gesto de esperar.
Las noches se extendieron.
Pedí disculpas.
De verdad.
Traducción de Alejandro Crotto
El destello
Cavamos muy adentro de la tierra, Nina.
La cortamos toda.
No intentamos repararla.
Damos tumbos en círculos debajo,
colgamos luces donde falta luz,
hacemos todo para ir más rápido
de lo que iremos nunca a solas.
Apuntamos con pistolas a la gente sin querer matar.
A veces la matamos.
Empellamos a un ring a nuestros hombres
y ellos se empellan hasta sangrar e hincharse.
Hervimos vivas las langostas.
Latigueamos al adúltero.
Cometemos adulterio.
Desollamos al venado.
Violamos monaguillos.
Embestimos a peatones que mueren al instante.
Morimos al instante.
Nos cortamos con láseres las córneas.
Quemamos los huertos del vecino,
nos rajamos los muslos con rastrillos,
damos la espalda a nuestras hijas sollozantes
cada día del primer mes del primer grado
para que aprendan a dejarnos.
Damos a luz, Nina,
damos a luz incesantemente.
Nos devastamos las cutículas,
explotamos montañas enteras,
olvidamos casi todo,
proporcionalmente hablando,
y decidimos quién y quién no vivirá
en el edificio nuevo de departamentos de lujo
e instalamos museos sobre ruinas
de aldeas masacradas, y paseamos con propósito
frente al convulso inhalador de pegamento al otro lado de la calle.
Inhalamos pegamento,
bebemos hasta decir cosas que no era la intención,
e introducimos sondas en las tráqueas de nuestras abuelas,
y encerramos a muchachas en las cajas de las trocas
encima de un colchón
y entintamos nuestra piel, y perforamos nuestras caras,
licuamos hielo en espumas, reventamos caballos,
desaparecemos, desaparecemos a otros, mutilamos verbos,
y dejamos las cosas de la infancia,
e ignoramos al hombre alguna vez amado,
y conjugamos el amor en tiempos que no son el presente,
y nos lanzamos de aeroplanos,
y fustigamos niños hasta que ya no pueden hablar lenguas nativas,
y desaguamos el drenaje en el océano,
y mentimos, Nina,
y apretamos en las manos la garganta de lo deseado
hasta que manos y garganta palidecen.
Lo hacemos.
Aunque también es verdad
que untamos mantequilla blanda sobre un pan
con un cuchillo blando.
Confiamos nuestros huesos a los conductores de autobuses,
nuestras nucas a los estilistas,
el lóbulo de la oreja a la nublada boca
de amantes que pueden o no amarnos
pero que nos tocan como si pudieran.
Rozamos la corteza del abedul con los
dedos al pasar.
Compartimos nuestra sangre,
distribuimos paletas entre hombres mayores
para evitar que se desmayen al terminar.
Vigilamos los brotes que retoñan de las papas,
quemamos el arroz, comemos el arroz,
doblamos las puntas de las páginas,
buscamos un único rostro en cada rostro pasajero
y lo encontramos o no lo encontramos,
remontamos arduamente una colina, y bajamos en trineo la colina,
y cantamos apretando los párpados,
y cerramos las ventanas al desfile
para recostarnos juntos y escuchar lo que decimos,
y dejar que el fuego doméstico haga lo que quiera
con lo que poseemos.
El no tener opción
no es el punto.
Anhelamos.
Confesamos hazañas que no hicimos.
Lavamos nuestros pies.
Reímos hasta la náusea.
Dejamos libre a una tortuga.
Tenemos la certeza de tener razón.
Venimos, que es una forma curiosa de decir
que nos alejamos,
con un gozo que sería desolador
de no ser tan gozoso.
Se nos dice que primero hay que aprender la alegría,
para luego soportar la desolación.
No.
Se nos dice que primero hay que aprender la desolación,
para soportar luego la alegría.
No.
Soportamos lo que podemos soportar.
No.
Ignoramos qué podemos soportar.
¿No es así?
No lo sé, Nina,
no lo sé.
He visto a un colegial tirarse de rodillas
en postura de oración,
o traición,
o lesión de cartílago en un juego de soccer,
¿entonces qué es lo que yo sé?
He visto una mujer de edad librándose a la fuerza
de un abrazo
en un gesto de rencor,
o desdicha,
o deseo rebasado,
o artritis reumatoide,
o por extrañar a su madre,
o por viejos terrores que regresan,
¿y entonces qué, Nina, podemos hacer?
Hacemos lo que podemos.
No –
Yo conozco
a un hombre que
hace años,
se demoraba al borde de una autopista
para sentir cómo los tráileres pasaban y aquel soplo
empujaba atrás su cuerpo, para sentir el campo de minas
entre la línea amarilla y sus propios pies.
La mina. El campo.
¿Cómo llega el cuerpo a donde el mundo
le ha dicho que no viaje?
Te pregunto.
Nuestras elecciones, al final, son pocas.
Amo a este hombre cuyo cuerpo dijo
que no deseaba
irse.
Y te amé a ti,
que te fuiste.
No en pasado, amiga. Todavía,
perdóname.
No sabemos lo que
hacemos,
así como pasmados ante
el maíz verde destellando en el plantío,
como un pie sobre la mina.
Nos vamos, nos vamos, nos vamos,
Nina.
Destellamos.