El Fedón de Platón relata la última tarde de Sócrates, pasada en su celda con sus amigos, discurriendo sobre el alma.
En el texto de una cátedra que dio hacia el final de su vida, Borges dice que Max Brod asegura que un enunciado en este diálogo es el más conmovedor que Platón escribió jamás. Es dicho por Fedón mismo mientras enumera a los amigos que han compartido las últimas horas de Sócrates: “De los atenienses nativos estaban, además de Apolodoro, Critóbulo y su padre Critón, Hermógenes, Epígenes, Esquines, Antístenes; igualmente Ctesipo del demo de Paiania, Menéxeno y algunos otros; pero Platón, si no me equivoco, estaba enfermo”.
“Platón, si no me equivoco, estaba enfermo”. ¿Por qué escribió Platón esta frase inexplicablemente demoledora? Seguramente debemos concluir que, incluso si él mismo estuviera muriendo, Platón hubiera encontrado una manera de compartir los últimos momentos de su maestro. Entonces, ¿por qué dijo no haber estado ahí? Borges ofrece varias lecturas. Entre ellas, que pudo haber sido para permitirse mayor libertad creativa, como si Platón estuviera afirmando “no sé lo que Sócrates dijo la última tarde de su vida, pero me hubiera gustado que dijera esto”, o “puedo imaginármelo diciendo estas cosas”. También podemos tomarlo como un gesto de autoborramiento, una sugerencia de que Platón mismo era portavoz, amanuense. La conclusión característica de Borges es que Platón sencillamente sintió la “irrebasable belleza literaria” de decir “Platón, si no me equivoco, estaba enfermo”.
Su breve tratamiento de este pasaje es uno de esos raros momentos en que al Borges cazador (o a Brod) se le va la liebre, al afirmar que este es el único punto en toda su escritura en que Platón se nombra a sí mismo. De hecho hay otros ejemplos, como cuando en la Apología de Sócrates Platón hace que Sócrates lo cite como uno de los jóvenes que habrían sido corrompidos por su enseñanza, o después en el mismo texto, cuando Platón es mencionado como uno de varios hombres que ofrecieron pagar una multa para abrogar la pena de muerte de Sócrates. Lo que es cierto, sin embargo, es que este enunciado es la única ocasión en que Platón usa su propio nombre para lograr cierto efecto narrativo.
La naturaleza de este efecto está y siempre estará abierta a indagaciones. Pero hay dos observaciones que podemos hacer sin reservas: que Platón lo emplea como un eje simbólico en su obra, la descripción de la muerte del hombre cuya enseñanza conforma la obra vital de Platón; y, en segundo término, que sirve para crear una sensación de su propia ausencia, su propia invisibilidad, o al menos problematizar su rol como narrador: si Platón no estaba ahí, ¿de dónde obtuvo su información? ¿Qué le da autoridad para hablar? Esto anticipa in nuce una de las cuestiones centrales de la literatura occidental, la de la voz autorial, de los infinitos dialectos de la presencia y la ausencia que el acto de escribir engendra.
Hay un eco curioso de este efecto en el penúltimo monólogo de la segunda sección de Los detectives salvajes de Roberto Bolaño. Como se sabe, la segunda sección de la obra maestra bolañiana es un pastiche expansivo de lo que parecen transcripciones de monólogos, cada uno de los cuales retrata un momento diferente en las desarraigadas vidas de los dos antihéroes de la novela, Arturo Belano y Ulises Lima. Muchos, pero ni por asomo todos los que hablan son poetas, o por lo demás están vinculados al mundo literario; varios han vivido muy plenamente.
El narrador en el monólogo que vamos a ver aquí es más bien un personaje banal, áspero, un tal Ernesto García Grajales, académico que asegura “con toda humildad” ser la única autoridad en el mundo sobre los realistas viscerales. Algo ocurre en su discurso, cosa de la cual, variando según el criterio, sólo hay otros veinticinco breves ejemplos en el libro: aparentemente, el personaje repite una pregunta de un interlocutor.
Ahora, en el curso de toda la larga segunda sección de Los detectives salvajes, intuimos pero vemos poca evidencia de una presencia que conduzca las entrevistas. Los entrevistados a veces se dirigen a ella como “señor” por ejemplo, o al hacer preguntas retóricas, o verificando que se están dando a entender. Sólo rara vez encontramos la técnica periodística de poner la pregunta del entrevistador en boca del entrevistado, como si la estuviera repitiendo para clarificar que escuchó correctamente. (Esta técnica es empleada generalmente por quien transcribe una entrevista para evitar romper el texto con una pregunta subsidiaria: “Nos vimos después. ¿Era mi amigo? Supongo que era amigo.”)
García Grajales está dando un balance de lo que los distintos realistas viscerales terminaron haciendo cuando el entrevistador aparentemente lo interrumpe para preguntar por Juan García Madero. Su respuesta es inequívoca: “¿Juan García Madero? No, ése no me suena. Seguro que no perteneció al grupo.” El entrevistador evidentemente persiste, consiguiendo una réplica indignada de García Grajales: “Hombre, si lo digo yo que soy la máxima autoridad en la materia, por algo será… Hubo un chavito de diecisiete años, pero no se llamaba García Madero… se llamaba Bustamente”. (551)
¿Qué debemos colegir de este detalle? Los lectores perspicaces lo notan, pero aún busco un tratamiento crítico integral de sus ramificaciones. Consideremos a Juan García Madero. Él es el narrador, en un sentido, de la primera y tercera secciones del libro, y juega un papel central en su decurso. Pero él está totalmente ausente de la segunda sección de la novela, salvo aquí. Su nombre no es mencionado en otro sitio.
Esta ausencia podría explicarse en parte por el hecho de que su involucramiento con el realismo visceral fue, en estricto sentido, extremadamente breve— del 2 de noviembre de 1975 al 15 de febrero de 1967, después de lo cual se separa de Belano y Lima, ellos dejan México, y el movimiento se desmorona. Aunque García Madero experimentó un involucramiento intenso con algunos de ellos, podríamos imaginar que para gran parte de los realistas viscerales él era otro acoplado, un joven poeta inédito más que entraba y salía a la deriva del círculo y, como tal, olvidado pronto y o simplemente inmerecedor de una mención.
El “chavito” Bustamente, el muchacho en el que García Grajales asume que su interlocutor está pensando, parece haber sido otro de esos acoplados. Otro personaje también recuerda a Bustamente pero lo llama Bustamante y no es nombrado en ningún otro pasaje de la novela. Parece que Bolaño quiere darnos a entender que Bustamente y García Madero fueron dos de un número de poetas jóvenes esencialmente intercambiables que orbitaron a los realistas viscerales principales. El involucramiento de García Madero con Belano y Lima, más relevante, pudo por lo tanto haber sido una simple consecuencia de estar en el sitio correcto en el momento correcto.
Debemos preguntar por qué es que quien entrevista a García Grajales le preguntó sobre Juan García Madero, particularmente teniendo en cuenta que éste último nunca publicó nada (al menos no a lo largo del libro) y aparentemente se desvinculó de todos los miembros del grupo después del episodio en el desierto (de haber estado presente, seguramente habría participado en los vanos intentos de reformar el realismo visceral tras la partida de Belano y Lima). ¿Por qué le da Bolaño tanta prominencia a este detalle, que quebranta el estilo narrativo que define la mayor parte de la segunda sección de Los detectives salvajes, en un momento clave?
La respuesta es que es precisamente Juan García Madero quien entrevista al académico Grajales. Podemos tomar la mención de su nombre —y la negación de su involucramiento— como una pista dejada a plena luz del día por Bolaño. Incluso podríamos esbozar ciertos detalles de lo sucedido, de cómo progresó la entrevista: atizado por la insistencia de Grajales en que él es el único académico interesado en el realismo visceral, y por lo tanto la autoridad mundial ipso facto, García Madero le pregunta sobre su propia existencia, la cual Grajales niega. El indignado “Hombre, si lo digo yo…” sólo pudo obtenerse por la insistencia de García Madero sobre este punto. Y luego está el “¿Eso no lo sabía?”. ¿Sería demasiado imaginar el irónico “Oh, ¿en serio?” cuando el académico le habla sobre los realistas viscerales originales en el norte? García Madero estuvo ahí, él conoció a la realista visceral original, y luego ella murió protegiéndolo. Y ahora este académico de mente estrecha trata de establecer su superioridad al compartirle a él este hecho. Imaginémonos a García Madero, su voz desbordante de sarcasmo al que el otro hombre es inmune, diciéndole que debió haber sido una coincidencia (¿cómo hubiera podido ser una coincidencia?).
Hay dos conclusiones que sin duda se nos pide inferir de este detalle. Primero, que García Madero condujo esta y, posiblemente, alguna otra de las entrevistas que constituyen la segunda parte del libro (aunque no pudo haberlas realizado todas). Segundo, que los tres meses que pasó con Belano y Lima en 1975-76 lo marcaron por el resto de su vida: el monólogo de García Grajales está fechado en diciembre de 1996.
Basándome en estas conclusiones, aventuraré una tercera: que García Madero está, de hecho, presente a lo largo de todo Los detectives salvajes, pero no como protagonista. Es él quien rastrea las peregrinaciones de Belano y Lima, es él quien realiza la mayoría de las entrevistas, volviendo los textos monólogos mediante la edición y retirando escrupulosamente todas las menciones de su nombre (si, de hecho, hubiera alguna), sólo permitiéndose aparecer en esta sección crucial.
La tragedia inherente al testimonio de García Grajales es que anuncia el fin del realismo visceral: el movimiento ha sido cooptado finalmente por todo lo que combatió y despreció, el mundo de la academia rancia y provinciana. Grajales mismo es el antirrealista visceral por excelencia, un fatuo académico autocomplaciente sólo interesado en publicar su librito. La ira de García Madero es doble, por lo tanto: contra lo que Grajales representa, y contra su ignorancia del hecho de que en realidad es él, García Madero, quien es la autoridad mundial en el realismo visceral, habiéndole dedicado su vida a documentar el movimiento y a sus miembros, sobre todo a los héroes de su juventud, Roberto Belano y Ulises Lima. Es esta irritación la que lo conduce a alejarse de la meticulosa técnica editorial que utilizó en el resto de las entrevistas y permitir que su nombre aparezca, breve grito de desafío, autoafirmación y angustia, fácilmente pasado por alto. Como un arquitecto medieval, esculpió un pequeño retrato de sí mismo en el corazón de su vasta catedral anónima.
Es este detalle, combinado con las distintas esquirlas de evidencia que ya hemos visto, lo que demuestra concluyentemente que, lejos de desaparecer, García Madero de hecho está presente en la totalidad de Los detectives salvajes.
Ahora. Desde luego no hay duda de que Bolaño conocía el Fedón. Otra cuestión es si esta familiaridad es base suficiente para hipotetizar que la interjección “¿Juan García Madero?” es un eco consciente de “Platón, si no me equivoco, estaba enfermo”. Podrá constituir un salto de fe, pero por varias razones creo que es en verdad una referencia deliberada.
Primero, mencionemos que el crítico mexicano Oswaldo Zavala ha esbozado con gran elegancia las correspondencias que existen entre las secciones de Salvatierra de Los detectives salvajes y, precisamente, el Simposio (nótese, no obstante, que incluso un crítico tan perceptivo como Zavala concede poca atención a la cuestión del “entrevistador anónimo” [sic] de Salvatierra ).
Luego están los paralelos entre los dos “narradores”, los curadores de estos textos. Como Platón, García Madero aparentemente se borra a sí mismo de su propia escritura— su trabajo es rastrear la biografía, documentar y re-presentar el ejemplo de su(s) maestro(s). Como Platón, era un joven cuando encontró la autoridad espiritual que habría de dar sentido a tu vida entera; Sócrates, como Belano y Lima, fue considerado una influencia corruptora por la sociedad, y se le persiguió como tal. Como Platón, Juan García Madero sólo permite que su nombre aparezca cuando la muerte es inminente— en el caso de Sócrates es una muerte literal, mientras que para el realismo visceral es la muerte conceptual arriba perfilada. En ambos casos, el uso del nombre sirve para subrayar mediante la negación el nombre de la única persona que realmente estuvo ahí, la única persona que realmente entendió el mensaje del maestro moribundo. Otro detalle sustenta esta posibilidad. Inmediatamente antes, García Grajales ha estado enumerando los nombres y destinos del núcleo central de realistas viscerales, justo como Fedón enumeró los nombres de los seguidores de Sócrates presentes durante su muerte.
Estas son más o menos conjeturas veleidosas. Su valor principal yace en el mostrar que, sea o no que este comentador la haya comprendido, hay una maquinaria conceptual vastamente compleja funcionando bajo la superficie de Los detectives salvajes. Las conjeturas sugieren también el grado al que Bolaño es un autor tan sofisticado como brillante, un hecho que ciertas lecturas de su escritura desestiman.
El crítico catalán Josep Massot ha alegado que las similaridades de Bolaño con Kerouac están en la raíz de su éxito en los Estados Unidos. Esto me parece un argumento más bien facilista. La escritura del misógino, racista y nacionalista Kerouac ha sido en gran parte consignada al purgatorio de las listas de lectura de varones adolescentes, mientras que Roberto Bolaño, el más grande novelista de su generación en cualquier idioma, ahora está sentado con Sterne y Voltaire en el Valhalla de los pacifistas. La reputación artística de Kerouac está basada en un truco, una voz; Bolaño es tan cosmopolita y enciclopédico como Borges o Joyce. Los libros de Kerouac son flácidos, sin dirección, episódicos; el proyecto filosófico y creativo de Bolaño funde toda su escritura en un arco pasmoso, una declaración total de poder, visión y complejidad únicos. En breve, comparar a Kerouac con Bolaño es un poco como poner a los Sex Pistols contra Pink Floyd. Es verdad, sin embargo, que es como el “Jack Kerouac latinoamericano” que se ha mercadeado a Bolaño (y se ha explicado su éxito sin más) en el mercado anglófono. Esto sería risible de no ser tan insidioso.
El hecho de que la cultura literaria estadounidense mainstream siga siendo incapaz, en lo fundamental, de procesar a un autor latinoamericano en sus propios términos, reduciéndolo a menudo a un ingenioso exotificador de un modelo gringo establecido, representa una señal pintoresca de lo que pasa cuando los extranjeros juegan a ser estadounidenses, como un cover salsa de My Way.
Afortunadamente, la estrella de Bolaño comienza a menguar en la industria editorial anglófona. Quizás una vez que el encanto se haya desvanecido, los críticos regresarán a su obra con el rigor que demanda, y probarán a los lectores anglófonos lo que los lectores en español ya saben: que la inteligencia de Bolaño es tan versátil y poderosa como cualquiera de los mejores escritores del siglo XX, en Europa o en América. Tanto la vida como la obra de Bolaño encarnan un universalismo, una generosidad de cultura, que lo vinculan a las tradiciones más antiguas y más humanísticas de la literatura universal, y es bajo esta luz que su obra debe ser abordada.