Por: Ethel Ramos
En el París del siglo XIX, la tranquilidad de deambular por las calles se convirtió en el oficio de aquellos que contaban con la facultad para disponer sus días a la observación reflexiva de lo que acontecía en la ciudad. Sin prisas ni horarios, los flâneurs paseaban dentro de los pasajes entre las personas que, ante su mirada, eran percibidas como engranes de la modernidad.
1. El flâneur: de Baudelaire a Benjamin
En el año 1863, la figura de este paseante febril entró en el imaginario de la época de la mano de Charles Baudelaire, con su libro El pintor de la vida moderna. Encarnado en la figura del dandi, el flâneur se adentró en el terreno del arte convirtiéndose en un autor capaz de captar las imágenes de la vida citadina por medio de su tránsito urbano, plasmándolas en el papel “naturales o más que naturales, bellas o más que bellas, singulares y dotadas de una vida entusiasta como el alma del autor”.[1]
Para Baudelaire, la flânerie adquiría sentido sólo si se llevaba al terreno de lo sensible, por ello sustituyó el término artista, al considerarlo limitado para las exigencias de su tiempo, por el de hombre de mundo. Bajo esta perspectiva, el artista que no se asumía como flâneur vivía “muy poco, o incluso nada, en el mundo moral y político”.[2]
En aquel entonces, Francia emergía de una revolución que había derrocado a la monarquía absolutista para instaurar un nuevo régimen, y convulsionaba constantemente entre la República y el Imperio. La urbanización comenzaba a ganar mayor terreno y el contexto internacional demandaba la incorporación del desarrollo industrial y tecnológico como prioridad de las naciones.
Bajo ese escenario no resulta difícil entender por qué Baudelaire afirmó que la modernidad era “lo transitorio, lo fugitivo, lo contingente, la mitad del arte, cuya otra mitad es lo eterno y lo inmutable”[3], definiéndola así como un proceso caracterizado por relaciones dialécticas a consecuencia de los cambios de regímenes políticos y de las estructuras económicas y sociales de la nación francesa. En este sentido, la figura del flâneur, al formar parte de este imaginario, también encerraba dobles acepciones: era el centro del mundo y se encontraba ilocalizable; tenía la capacidad de asombro de un niño, pero la inteligencia analítica de un hombre; y vivía espiritualmente convaleciente y, a la vez, buscando descubrir algo nuevo a cada paso.
Por otra parte, cabe señalar que una de las cualidades constitutivas de este personaje fue la primacía de la mirada masculina sobre el cuerpo de las mujeres, encarnado por ello en la figura de un hombre-blanco-burgués-occidental.
En el siglo XX, Walter Benjamin se encargaría de resignificar a este personaje. En sus últimos años de vida –que terminarían en una afanosa huida de la brutalidad nazi que lo llevó finalmente al suicidio– Benjamin escribió una serie de reflexiones publicadas post mortem en el Libro de los pasajes, donde definía al flâneur como un sujeto en estado de ensoñación, es decir, como aquel que transitaba entre el sueño y la vigilia sin nunca despertar por completo. Para este filósofo alemán, las ensoñaciones que experimentaba el flâneur no eran más que espejismos que lo hacían transitar entre la consciencia individual y la colectiva, y le impedían llegar a un estado lúcido de ésta última.
Como ya se mencionó, el vuelco de la modernidad hacia lo industrial conllevó al desarrollo de la planeación urbana y el crecimiento de las ciudades, siendo esto un punto clave para el surgimiento del flâneur. Dentro de este contexto se recuperó la figura del artista como productor de imaginarios sociales que, desde mediados del siglo XIX en Europa, se había buscado instaurar como parte del discurso político del arte. Irónicamente, el grupo disidente del Realismo y defensor del “Arte por el arte” tuvo como fundador a Charles Baudelaire, quien, después de sus atisbos subversivos al lado de los rebeldes en la década de 1840, defendería la liberación del arte de toda connotación política. Sin embargo, con el surgimiento de las vanguardias históricas y las tendencias políticas del siglo XX, la imagen del artista con responsabilidad social resurgió en la vida moderna.
2. El arribo del flâneur al México decimonónico
El flâneur, siendo una figura idealizada, parecía sólo tener cabida en una tierra que por principios tuviera la libertad, la igualdad y la fraternidad. Sin embargo, contrariamente a lo esperado, adquirió rápidamente proyección internacional al ser un reflejo múltiple, cual caleidoscopio, de las dinámicas de la modernidad universal. Así, las crónicas de la flânerie traspasaron el continente europeo y llegaron a Latinoamérica con prontitud,[4] siendo México un notable receptor.
Las sublevaciones surgidas alrededor del mundo a finales del siglo XIX y a principios del XX, comenzaron a generar perspectivas y objetivos distintos a la idea de progreso enarbolada durante gran parte del periodo decimonónico. En México, la Revolución comenzada en 1910 cambió la concepción de la modernidad: de ser considerada una época que traía consigo progreso y orden, adquirió una noción crítica y se comenzó a promover la lucha antiimperialista como parte del nacionalismo característico de la primera mitad del siglo XX. Igualmente, la presencia del artista-flâneur en el territorio nacional se hizo presente, aunque de manera disímil, en el periodo decimonónico finisecular y en los albores del siglo XX.
Durante el siglo XIX, los personajes de la cultura mexicana buscaron entablar vínculos con las manifestaciones artísticas que por entonces surgían en Europa, especialmente con las provenientes de Francia, pues, desde la visión del gobierno porfirista, este país era aclamado por su sentimiento patriótico y liberal emergido de la Revolución francesa. Por tal motivo, cuando los ensayos y poemas de Charles Baudelaire llegaron al territorio nacional, el escritor francés se convirtió en un referente para los literatos e intelectuales de este lado del Atlántico, y las reflexiones sobre los fenómenos culturales que caracterizaban a París como ícono de la ciudad moderna, comenzaron rápidamente a hacerse presentes en las plumas de los mexicanos.
Un ejemplo claro de esto se encuentra en el trabajo de Manuel Gutiérrez Nájera, cofundador de la Revista Azul, considerada la primera revista de literatura moderna en México, quien escribió en el primer número de la publicación: “En Francia hoy por hoy, el arte vive más intensa vida que en ningún otro pueblo, y (…) es Francia la nación propagandista por excelencia.”[5]
El Duque Job, seudónimo con el cual firmaba Gutiérrez Nájera, reflejó a través de su pluma la bulliciosa vida de la ciudad decimonónica, el folklore de las fiestas mexicanas y el ajetreo del comercio en las calles. En su cuento Las misas de Navidad, el autor retrató las condiciones en las que se desenvolvían las clases sociales en México, las cuales tenían como punto de reunión la mercantilización que circulaba por las calles, aquellas donde la burguesía se mezclaba con la clase trabajadora, conformando una misma multitud. Esa multitud era la que el flâneur se complacía en habitar y en la que se sentía apartado de todos, incluso estando al interior de la misma.
Otro ejemplo es la crónica titulada La vida en México, donde el autor mostró la vida citadina nocturna en la que las avenidas y calzadas se vaciaban de gente, luz y sonido y se dejaba entrever cómo, en este escenario, no existía rastro de la clase burguesa que de día paseaba por las calles, entre las mercancías que circulaban esperando ser de su interés. De noche la única existencia que se percibía era la de la clase trabajadora, de la que su cansancio y tedio quedaban patentes.
La imagen de la modernidad durante el siglo XIX, al estar relacionada con la idea de “destrucción creadora”, permitió la reconstrucción de la figura del artista en un personaje que comenzó a adquirir libertad para montar, desmontar, y a su vez, construir nuevas formas de representación, adquiriendo con ello la imagen de un héroe capaz de luchar por una transformación social acorde a su consciencia política.[6]
3. José Clemente Orozco como artista-flâneur
Con el siglo XX vinieron otros cambios. El concepto de multitud, considerada en el siglo XIX como el dominio del flâneur, fue bifurcada por Walter Benjamin en dos estructuras antagónicas: La primera era una masa de gente sin significado social; esta era donde Baudelaire ubicaba al “héroe de la modernidad”, el flâneur del que la calle era su hogar y para quien la colectividad sólo era una apariencia en la que se fundía para contemplarla. Benjamin indicó que en esta multitud el individuo que se sumergía, en lugar de verla como objeto de fascinación, corría el riesgo de alienarse dentro de la masa.[7] La otra multitud era aquella en la que las clases sociales se separaban, se confrontaban y establecía una vía para la emancipación de la clase trabajadora, a la cual era necesario hacerle consciente de su potencial. Benjamin afirmaba: “El único contrincante irreconciliable que tiene el Estado, que en estos arduos esfuerzos representa al capital monopolístico, es el proletariado revolucionario. Éste destruye la apariencia de la masa mediante la realidad de la clase social.”[8]
Estas reflexiones llegaron al terreno de las artes plásticas. Un claro exponente de ello fue el artista José Clemente Orozco, quien representaba en sus obras a la sociedad mexicana de los albores del siglo XX que hallaba reflejada en las dinámicas de la ciudad a través de sus paseos. La idea de la multitud que no distingue entre clases ni individuos fue representada por el artista jalisciense en 1935, en su grabado Las masas. En esta obra la imagen de la colectividad fue captada por Orozco, quien no buscaba fundirse con la multitud sino, al contrario, mantenerse alejado de ella para reflejar la ferocidad de su naturaleza y la transformación de la integración colectiva en un agente alienado, donde los individuos a su interior no tenían rostro ni identidad.
Desde los comienzos de su carrera, José Clemente Orozco se interesó por representar la vida en las calles. Su inquietud por captar el espíritu de lo mexicano a través del arte llegó desde muy temprana edad, al comienzo de sus estudios en la Academia. En su autobiografía señaló que fue en las sesiones nocturnas de los talleres de dibujo y pintura donde se dio el primer brote revolucionario de las artes en México. El interés por buscar lo propio, por liberarse de la dependencia del juicio y las normas del arte europeo y de “las pasadas épocas (en las que) el mexicano había sido un pobre sirviente colonial, incapaz de crear”,[9] despertó en los jóvenes estudiantes un espíritu de rebeldía que, por aquel entonces, el Dr. Atl animaba con sus palabras y reflexiones sobre “el fin de la civilización burguesa.”
Fue en esa época, en el año de 1916, que Orozco tuvo su primera exposición individual titulada La casa de las lágrimas. La muestra estuvo conformada por 123 obras clasificadas en tres núcleos: colegialas, prostitutas y caricaturas. Estos trabajos tempranos, realizados entre 1913 y 1915, dejaron claro el interés del pintor por participar en la construcción de lo mexicano, no sólo en un sentido estético al liberarse de la tiranía extranjera, como él mismo la llamaba, sino también a través de la creación de imágenes que dieran cuenta de la vida del México contemporáneo por medio de la exploración de los barrios de la ciudad. Con esta intención, Orozco se arrojaba a la vida nocturna de las calles y se involucraba con los personajes que la habitaban. El artista escribió: “Por la noche, la ciudad era algo fantástico. Los numerosísimos centros de juerga estaban atestados de oficiales del ejército huertista y de mujeres ligeras.”[10]
De su primera exhibición, las críticas firmadas por José Juan Tablada y Juan Amberes dieron testimonio de la fuerza expresiva y el impacto que las obras expuestas causaron en los asistentes. Los retratos y las escenas de las “mujeres de la vida”, como les llamaban a las prostitutas, fueron para ambos autores las obras que destacaban por su expresión brutalmente realista, “si por brutalidad puede entenderse la fuerza victoriosa con que un artista arranca las miserias de las almas oscuras y las ostenta y las clava a flor de piel sobre los rostros macilentos y pintarrajeados, pálidos y ojerosos”[11] , en palabras de Taboada.
4. La flânerie y la primacía de la mirada masculina
El tema de la prostitución y la representación de la mujer en el espacio público eran concebidos bajo el predominio de la mirada masculina, otra cualidad constitutiva de la figura del flâneur. En el siglo XIX, la flânerie y la expectación de la modernidad eran encarnadas por los hombres, y la presencia de mujeres en las calles era considerada como un elemento de contemplación para satisfacer la mirada masculina y cobraba sentido mediante el filtro de la percepción del varón.
La mujer en el espacio público formaba parte de la política sexual del hombre, quien la hacía parte de la narrativa de su experiencia urbana. Deborah Epstein Nord afirma que la mujer “se podía representar diversamente como un emblema de sufrimiento social o degradación, como una proyección o analogía del yo enajenado del paseante masculino.”[12] Esto significa que, desde la visión del flâneur, la mujer era un objeto que representaba el poder que el hombre tenía sobre las “cosas”. Priscilla Parkhurst comenta que para el flâneur decimonónico, las mujeres que se encontraban en el espacio público conformaban su harén, del que no sentía la necesidad de elegir ni de pagar, aunque se sabía con la posibilidad de hacerlo. Parkhurst señala: “Esta ilusión de desinterés, de desincorporación con lo comercial, solo puede ser realizada por hombres ‘de ocio e ingenio’. Lo espiritual —el ingenio— enmascara la dependencia absoluta del material”.[13]
Como consecuencia, las convenciones sociales de la época imposibilitaban que las mujeres pudieran ejercerse libremente como paseantes en la ciudad; únicamente aquellas que se dedicaban a la prostitución podían mantenerse en los escenarios urbanos. Por entonces, la prostituta personificaba la naturaleza efímera de las relaciones urbanas y la falta de vínculos permanentes, ya que, mediante su sexualidad, encarnaba lo efímero, lo fugitivo y lo contingente, cualidades mismas de la modernidad.[14] Como corolario, estas mujeres eran vistas como una figura sexual que representaba un riesgo para los hombres y adquirieron la imagen de contaminantes sociales y contagios físicos.
Sin embargo, para Walter Benjamin el flâneur y la prostituta funcionaban bajo la misma lógica, ambos eran ejemplos de la conversión del individuo moderno en agentes del capitalismo. El primero era una figura de tránsito en los pasajes comerciales que, al caminar por la ciudad, se veía envuelto en una operación dialéctica que lo hacía sentirse visto por todo y por todos y a la vez creerse ilocalizable e incógnito, y quien a pesar de conducirse con una serenidad que se oponía al tiempo de la ciudad, que era el ritmo de la producción mercantil, circulaba junto a las mercancías convirtiéndose en una de ellas.[15] Por su parte, la prostituta era una alegoría de la transformación de los sujetos en el mundo de las “cosas” que, dentro de la dialéctica de la modernidad, era “a la vez vendedora y mercancía”.[16]
En las obras de Orozco, tituladas En acecho (1913-15) y En espera (1946), las mujeres se perciben en el ámbito público lejos del estruendo y algarabía con las que se les solía relacionar. Estas obras, ya sean interpretadas como imágenes de deseo o de decadencia, dan cuenta de una realidad del México moderno que vivía en las sombras de las calles nocturnas de la ciudad, y que sólo quien se aventuraba a explorarlas, cual flâneur, era capaz de percibir. En este sentido, Orozco, a través de sus obras, mostraba con crudeza la realidad de las mujeres que se encontraban en la calle, dando cuenta de la naturaleza de los personajes marginales que habitaban la ciudad moderna, una ciudad en la que el hombre era el único con derecho a la mirada.
Al respecto de este tema, Susan Buck-Morss señala que, si bien Walter Benjamin criticó a Baudelaire por considerar a las prostitutas como parte de su imaginario y de sus poemas, sin reconocer el sentido marginal que la mujer adquiría en las calles de la ciudad, el mismo Benjamin hace lo mismo al escribir sobre las prostitutas sin darle voz a ninguna de ellas.
En el caso de Orozco, el artista pareciera reconocer la precariedad y marginación que encerraba la vida de estas mujeres. Las conocía, e incluso, se podría decir que las llegó a comprender, pues la crítica Teresa del Conde mencionó que en una carta escrita por José Juan Tablada a Alma Reed, el escritor relató cómo durante una visita al taller de Orozco había presenciado a las prostitutas del barrio acercarse al pintor en estrecha amistad, confiándole sus problemas como si encontraran en él la comprensión que otros les negaban. No obstante, a pesar de la relación que el pintor entabló con las “mujeres de la vida ligera”, su representación de ellas no dejó de estar impregnada de una mirada masculina que observa, con cierta distancia, los cuerpos que se “ofertan” en las calles, presas de un voyerismo que manifiesta el control del que mira sobre el que es mirado. Así, la representación que el artista hacía de las prostitutas adquiría un carácter sombrío entre el agobio y la melancolía: ellas, desprovistas del ruido, las risas y los ademanes que en otras obras el pintor mostraba, se percibían, siguiendo la dialéctica de Benjamin, más que comerciantes, como mercancías.
5. Ecos de la modernidad del flâneur en el México actual
A través de la revisión presentada en este texto se puede afirmar que la escritura de Manuel Gutiérrez Nájera fungió como un reflejo de la transformación del México decimonónico finisecular hacia un proceso de modernización, concebido bajo la ilusión de alcanzar las metas asumidas por los países europeos. No obstante, también es claro que las ideas de igualdad, libertad y bienestar social, permeadas por la Revolución francesa, fueron para la gran mayoría de la población mexicana una fantasía que pronto se dieron cuenta que sería imposible alcanzar.
Igualmente, la práctica de la flânerie y las disertaciones sobre la figura del flâneur, impregnadas en la literatura mexicana finisecular, daban muestra de las condiciones y dinámicas de las clases sociales mexicanas, al igual que la ensoñación que sólo una pequeña parte de la población podía permitirse experimentar como disfrute de las dinámicas de la vida moderna.
Esto nos permite observar cómo, aún después de casi un siglo de independencia de la corona española, México siguió siendo un territorio que se desarrolló social y políticamente en función del imaginario euro-occidental, viviendo así un colonialismo reiterado que ha llegado hasta nuestros días, pues, aún sin poseer el territorio de los países invadidos hace más de cinco siglos, antes al igual que ahora, tal como afirma Peter Waibel, “las colonias nunca fueron un fin en sí mismas, sino siempre un medio para aumentar la riqueza de la madre patria. El surgimiento del sistema mundial capitalista moderno dependía de la colonización, y la colonización incluía la esclavitud.”[17] Una esclavitud que ha llegado a nuestro presente como una ilusión de autonomía en la que, al igual que el flâneur, nos sumergimos en la fantasía de que somos libres de administrar nuestro tiempo y nuestros recursos en función de nuestro beneficio, respondiendo con ello, en realidad, a las dinámicas políticas y económicas que establece el capitalismo neoliberal.
Por otra parte, las obras de José Clemente Orozco abordadas en este ensayo nos dejan ver cómo el artista, con una mirada más crítica a través del ejercicio de salir a las calles, reflejaba el proceso de mercantilización presente en la modernidad, la objetualización de las mujeres como sujetos marginales y la alienación del proletariado, a la par del fortalecimiento de un capitalismo que comenzaba a invadir todos los ámbitos de la vida urbana.
Resulta relevante enfatizar el tema de las desigualdades de género, pues este problema pervive en la actualidad, tanto en el espacio público como en el privado. La violencia sistémica que las mujeres hemos vivido y seguimos viviendo, es una situación que se necesita erradicar con apremio, pues hoy en día, además de demandar nuestro derecho al libre tránsito por la ciudad, la lucha se ha convertido en una defensa por la vida misma.
Finalmente, sirva este ensayo como una aproximación al imaginario de uno de los personajes que formaron parte de la construcción de la modernidad mexicana, para con ello, reflexionar sobre las condiciones coloniales, patriarcales y capitalistas que atraviesan nuestro presente.
Notas
[1] Charles Baudelaire. El pintor de la vida moderna, (México: Taurus, 2014), 22.
[2] Ibid., 15.
[3] Ibid., 22.
[4] Ejemplo del desarrollo de la flânerie en la literatura latinoamericana se puede encontrar en los cuentos El encanto de Buenos Aires de Enrique Gómez Carrillo (Argentina); De sobremesa de José Asunción Silva (Colombia), Croquis femenino de Julián del Casal (Cuba), o en las crónicas de viajes escritas por José Martí (Cuba). Una revisión detallada sobre el fenómeno de la flânerie en la América Latina del siglo XIX se puede consultar en: Julio Ramos, “V. Decorar la Ciudad: Crónicas y experiencia urbana” en Desencuentros de la Modernidad en América Latina, (México: Fondo de Cultura Económica, 1989), 112-142.
[5] Manuel Gutiérrez Nájera, “El cruzamiento en literatura”, Revista Azul, t. I, no. 1, (1894): 289.
[6] David Harvey, “Modernidad y modernismo” en La condición de la posmodernidad, p. 25-55.
[7] Walter Benjamin, Libro de los Pasajes, (J 81 a, 1) 377.
[8] (Ibid.) Es importante tener en cuenta que Benjamin escribe estas acepciones pensando en las condiciones que en el siglo XX adquirió la vida colectiva: por un lado, la amenaza del nazismo del que él huyó hasta el final de su vida, y por el otro, la política socialista que veía en la imagen de la multitud un símbolo de la fuerza proletaria.
[9] José Clemente Orozco, Autobiografía, (México: Planeta/Joaquín Mortíz, 2002), 19.
[10] Ibid., 35.
[11] José Juan Tablada, “José Clemente Orozco un pintor de la mujer” en José Clemente Orozco. Antología crítica, Teresa del Conde (ed.), (México: Universidad Nacional Autónoma de México, 1982), 18.
[12] Deborah Epstein Nord, “Introduction. Rambling in the Nineteenth Century” en Walking the Victorian Streets. Women, Representation, and the City, (Nueva York: Cornell University, 1995), 2.
[13] Priscilla Parkhurst, “The flâneur on and off the streets of Paris” en The Flaneur, 28.
[14] Deborah Epstein Nord, “Introduction. Rambling in the Nineteenth Century” en Walking the Victorian Streets, 5.
[15] Walter Benjamin, Libro de los pasajes, (A 3 a, 7), 77.
[16] Walter Benjamin, Iluminaciones II. Baudelaire. Un poeta en el esplendor del capitalismo, (Madrid: Taurus, 1972), 185.
[17] Peter Weibel, “The Global Contemporary and the Rise of New Art Worlds. Globalization and Contemporary Art”, ‘900 Transnazionale 1, 1 (2002): 13.
Bibliografía
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