Juan Luis Landaeta y Arturo Carrera
La conversación con Arturo Carrera (Pringles, 1948) estuvo recorrida todo el tiempo por la presencia de la pintura y por la obra de un pintor en especial, Egon Schiele. Curiosamente, luego de que hablara un poco sobre la concepción “fractal” que se tenía en algunos de sus textos, se remitió a la anécdota de Schiele detenido en una celda dibujando la misma desde cientos (indeterminados) puntos como utilizando algunos de los efectos de cámara que décadas después harían tan famosa a la película The Matrix. Hablamos de los elegantes trazos del pintor (que tan controversiales fueron) y de su poder exacto para la insubordinación. Por lo que podríamos imaginar la doble presencia, la de Carrera, delante de mí y la de nosotros, delante de la pintura misma.
Arturo Carrera es autor de una reconocida obra poética que incluye entre otras: Escrito con un nictógrafo (prologado por Severo Sarduy, 1972), La partera canta (1982), El vespertillo de las parcas (1997), El coco (2003), Potlatch (2004), La inocencia (2006), Las cuatro estaciones (2008). Su obra ha sido incluida en numerosas antologías y traducida al francés, italiano, sueco, inglés y portugués. Recibió el Premio Konex de Poesía en 2004, el Premio de Poesía Hispanoamericana Festival de la Lira en Cuenca, Ecuador, por su libro Las Cuatro Estaciones (2009) y el segundo Premio Nacional de Literatura- Poesía, por su libro Las cuatro estaciones, en Argentina, 2011, así como la Beca Guggenheim en 1995. Ha dictado talleres y conferencias en numerosas universidades del mundo, New York University, Princeton University, University of Pennsylvania, Université de la Sorbonne Paris III y la Universidad de Los Andes, por mencionar algunas. Es además, traductor de la obra de John Ashbery, Michaux, Agamben y Mallarmé.
—Hay tantas ganas de definir lo que precede y rige al poema como ganas de no saberlo. Casi tantas versiones como ars poéticas. Para Arturo Carrea prima el Imago. De imágenes, de percepciones, sensaciones, intuiciones, ¿de qué está hecho el poema?
—Está la famosa clasificación de Ezra Pound, de tres momentos: fanopeico, melopeico y el logopeico. El momento privilegiado para él, es quizás, el fanopeico, porque es el reino de la imagen, el melopeico es el reino de la música y el último es el logopeico, definido por Pound como la danza del intelecto en las palabras. Yo creo que el poema perfecto reúne esos tres elementos, pero se dan de diferentes maneras, lo curioso es que en mi obra alterna, hay momentos en que soy absolutamente logopeico, en otros melopeico, he llegado a incluir, canzonettas y filastroche, el ritmo es muy importante.
—Anoche volvía a revisar el texto de “La partera canta” y me volvió a llamar la atención la utilización del espacio, la disposición de esos largos momentos blancos y el uso de los guiones, como instrumentos. Recordé en un ensayo para una obra de teatro haber visto al director con un atril abierto ante sus observaciones. Usar el atril para sostener el texto era asumirlo partitura, libertad absoluta de creación. ¿Me podría hablar un poco del proceso de escritura de “La partera canta”?
—Todo parte con ese epígrafe de Artaud, traducido por varios autores, “hay que volver a hacer, a fabricar, a todos los niños continuamente, mediante el sexo canalizado e infinito: no de un sexo mundano”. La cita me dio pie, a partir de ese núcleo semántico, para abordar el tema de la fabricación de los niños decidiéndome entre dos alternativas. Podía ser una narración casi lineal del nacimiento de mis hijos (a quienes dedica la obra) y la otra opción, era la poética, digamos, la conversión al símbolo, la poesía. La verdad es que todo era una opción. Siendo evidente cual fue la decisión, me valí de un encantamiento-cuna de los indios del Panamá que de alguna manera tienen un famoso “canto de la partera” que fue tomado por Levi Strauss para su artículo famoso (por las consecuencias que tuvo) sobre la llamada eficacia simbólica: por medio del mito de una partera que avanza, que avanza minuciosa y minúsculamente hacia la choza de la parturienta, con muchísimo detenimiento, a tal punto de que se dice “la partera pone un pie delante del otro pie, la partera pone, otro pie delante”, la partera avanza, fue esa detención en el instante, su aliento, la manera rítmica de desarrollar el mito, lo que me guió fuertemente hacia lo que quería concebir. La partera mientras habla se encuentra con los “nichu” que son como duendecitos, diablillos, que interceptan su camino y todo el mito tiene eficacia, porque a lo que apunta es a suprimir el dolor de la parturienta.
—¿Termina el mito con la llegada de la partera a la choza? ¿Se calma el dolor? Entiendo a lo que se refiere con el retrato mínimo del andar de la partera. Sería muy distinto a decir “la partera avanzó y llegó a la choza” ¿el poeta tiene punto de llegada?
—El poeta llega a calmar el dolor. El poeta siempre cree que llega. ¿No hay allí un efecto inconcluso? Esa es la base de toda mi poesía. Hay una angustia. Claro, que la hay. Como una insuficiencia en el sentido que Paul Klee le daba al arcoíris, a los colores del arcoíris.
—Lo he escuchado hablar con respecto al neobarroco en cuanto al desarrollo o la atención en lo específico, más no en el detalle, tanto para esa obra de lo minucioso como para la trama del todo en el texto ¿qué sería para usted lo específico?
—El neobarroco, según yo lo entiendo, actuó o me hizo actuar, de una manera fractálica, es decir, son millares de puntos los que constituyen ese desprendimiento de una especie de materia, continente, que no ocurre, en el caso del ditaglio, pues en el fractal hay como una isla, algo desprendido, mientras que en el detalle hay un corte, pero no se desprende del volumen del continente, el detalle no es autónomo, el fractal le hace más sonoro mi nombre que es Arturo, el anagrama es rotura, despedazamiento, pero siempre con esa continuidad rítmica, que es a lo que alude la mayor parte de mis últimas obras.
—Usted ha dirigido durante varios años talleres literarios ¿cómo se ha sentido descubriendo, canalizando, orientando esas nuevas voces que se acercan a la escritura?
—“Transmitir” ha sido una de las tareas más gratas en mi vida. Lo que se transmite son voces o quizás, se ayuda a percibir voces, como si uno fuera nada más que un médium, alguien que puede hacer que el otro escuche, por eso agradezco tanto a mis alumnos, porque han oído voces que quizás yo no escuché, aquí al grupo de aforismos de Pound había que agregar la timopeia, es decir: el fluir de la poesía por medio de la emoción, o recibirla, darla. El conocimiento y la emoción se adentran a través de todos los sentidos. Mirando también se dice.
—En una entrevista hecha por John Ashbery a Michaux en 1961, éste le confiesa que realmente él hubiera querido ser músico, pues sentía que al final, pintando, dibujando o escribiendo no hacía sino perseguir ritmos. Michaux fue también un descriptor de los varios caminos de la tinta. ¿Cuál es su relación con la grafía?
—Yo comencé pintando, mi madre era una pintora naive y murió cuando apenas yo tenía 17 meses, su presencia en los lienzos, la pintura, los pomos de óleo y el caballete fue innegable a mi alrededor. Yo me relacionaba con ella a través de esa presencia, de hecho, mi abuelo me permitía pintar encima de sus cuadros, intervenirlos. Ella era una pintora de caballete, yo veía esa armazón cerca de mí, por lo que todo ese mundo de colores y caligrafías empezó a aparecer y se hizo mucho más intenso cuando yo empiezo a escribir con el nictógrafo, rasgo absolutamente caligráfico, páginas negras bajo escritura blanca, a utilizar el boceto de puntos suspensivos, bandas blancas y oscuras. Me interesaron de Henri Michaux aquellos libros de su experiencia con ciertas drogas, en las que él, bajo su influencia, debía apurarse en el trazo, yendo de manchas a líneas, de masas informes a palabras.
Imagen: cortesía de http://amargordtransatlantica.blogspot.com/
La máquina barroca: Argentinian poet Arturo Carrera from temporales NYU on Vimeo.