Por Luiz Henrique Moreira Soare
A la sombra de los árboles en el Parque Sarmiento, en Córdoba, despliegan cuerpos marcados por deseos y cicatrices. Solo los ojos más atentos y salvajes pueden ver. Los cuerpos travestis,en la oscuridad, emprenden el baile del sexo pagado. Entran y salen de los autos de los clientes, caminan alrededor de la estatua de Dante, corren ejercitando sus piernas al sonido y luz de las sirenas del primer vehículo policial que apunta. Juntas cruzan los jardines y pisan las flores. Tratan de devolver la primavera al mundo: los árboles y las travestis saben mucho sobre la resistencia y la soledad.
A partir de este placer y recuerdo, nacen las historias de la comunidad de travestis-heroínas en el libro Las Malas, publicado en 2019 por la escritora, actriz y dramaturga argentina Camila Sosa Villada. Narrada en primera persona, la novela intercala diferentes tiempos para representar la condición históricamente subordinada de las travestis y elaborar un proceso discursivo y afectivo que reclama una vida habitable. La historia estructura una red que conecta la infancia violentada de la narradora, con un padre autoritario y una madre oprimida por las responsabilidades domésticas, los ritos de iniciación, los años universitarios y la organización del grupo de travestis y prostitutas que, entre los años 1990 y 2000, trabajan en el Parque Sarmiento con sus códigos de pertenencia, su solidaridad, sus dolores, alegrías y decepciones.
Escrito por Villada, los cuerpos curados de travestis ganan densidad poética. Marcadas por un pasado y una memoria violenta, las personajes aparecen impregnadas de magia y espiritualidad. Cuestionan lo imaginario colectivo en torno de roles de género, un lenguaje fluido que produjo un espacio de enunciación y legitimidad:
“Todo puede ser tan hermoso, todo puede ser tan fértil, tan imprevisible, cuesta creer que sea obra de un dios. El lenguaje es mío. Es mi derecho, me corresponde una parte de él. Vino a mí, yo no lo busqué, por lo tanto, es mío. Me lo heredó mi madre, lo despilfarró mi padre. Voy a destruirlo, a enfermarlo, a confundirlo, a incomodarlo, voy a despedazarlo y a hacerlo renacer tantas veces como sean necesarias, un renacimiento por cada cosa bien hecha en este mundo.” (p. 112)
El acto de escribir, el realismo mágico y la reconstrucción mitológica de travestis en Córdoba, enfatizado por la narradora, no es solo un producto o un medio de memoria, es una estrategia estética para revelar las fisuras del binarismo de género y construir una vida digna y posible: “Yo me hice travesti porque ser travesti es una fiesta”. Para toda enfermedad lanzaba ese antídoto, y así vivía. Supongo que había nacido así. Como una flor en medio del desierto. (p. 95)
Una de las personajes más emblemáticas en los relatos de la narradora es la figura de La Tía Encarna, una especie de travesti-matriarca de más de cien años que parece representar la tensión simbólica de las nociones de “maternidad” y “feminidad”. Dueña de “la casona rosa” (p. 17), un espacio pintado “del rosa más travesti del mundo” (p. 17), La Tía Encarna protege a las travestis abandonadas por la familia de sangre.
La personaje llega a Argentina huyendo del franquismo español y, a pesar de las cicatrices y los moretones, “era la ferocidad de la belleza. No la belleza entera, sino una fracción doliente e inolvidable: la más feroz.” (p. 38). Ella está enamorada de un “Hombre Sin Cabeza”, figura que fue decapitada, a través de muchas guerras, y ahora solo puede pensar con el cuerpo. Marcado por el horror de la guerra, el Hombre Sin Cabeza ve en La Tía Encarna, por su condición de travesti, una manera de enfrentar el dolor histórico, “porque a nuestro lado era más fácil compartir el trauma, dejarlo trepar por las paredes o recluirlo cuando hacía falta.” (p. 25)
La complejidad de La Tía Encarna, el pájaro multicolor que, por sus hijas, enfrenta la muerte y las protege de los golpes del mundo, como la construcción conmemorativa de la narradora sobre una solidaridad histórica y la resistencia de travestis, es llevada a la escena inicial, en el momento en que encuentra un bebé abandonado, con una campera inflable verde, en una de esas noches trabajando en el Parque. El niño fue dejado en una especie de tumba de espinas y ramas que impiden su retirada. La Tía Encarna pone sus manos en el medio de la rama por el impulso de salvar al niño y las espinas se pegan a la piel. La sangre comienza a manchar las mangas de la blusa, como “una comadrona que mete las manos dentro de la yegua para extraer el potro” (p. 14). La escena reelabora la imagen del parto y el “instinto de maternidad” bajo el prisma de travesti y la construcción de vínculos basados en el afecto y la responsabilidad con el otro.
Al ser adoptado y llevado a la casa rosada, el bebé, llamado El Brillo de los Ojos, se convierte en un motivo de alegría y fiesta. Quizás la imagen más sensible y poderosa de la novela de Villada es precisamente la escena en la que La Tía Encarna lleva sus senos de silicona a la boca de El Brillo de los Ojos, para establecer una potencia para celebrar la vida y lo otro, incluso cuando la muerte camina al lado:
“María, una sordomuda muy joven y un tanto enclenque, pasa a mi lado como un súcubo y abre la puerta de Encarna sin preguntar, pero com muchísima delicadeza, y se encuentra con aquel cuadro. La Tía Encarna amamantando con su pecho relleno de aceite de avión a un recién nacido. La Tía Encarna está como a diez centímetros del suelo de la paz que siente en todo el cuerpo en aquel momento, con ese niño que drena el dolor histórico que la habita. El secreto mejor guardado de las nodrizas, el placer y el dolor de ser drenadas por un cachorro. Una dolorosa inyección de paz. La Tía Encarna tiene los ojos derribados hacia atrás, un éxtasis absoluto. Susurra, bañada en lágrimas que resbalan por sus tetas y caen sobre la ropa del niño.” (p. 17)
La eliminación de ciertos límites fundamentales de organización de las desigualdades en la sociedad contemporánea también se introduce desde otras personajes travestis, compañeras de la narradora. La figura de María La Muda es sintomática en la escritura de los sentidos en torno a lo que se considera “humano” y “no humano”. La personaje es una prostituta sordomuda que pasa la mayor parte de su tiempo encerrada en el espacio de la casa rosada, porque se está convirtiendo en un pájaro. La metáfora contenida en tal imagen sugiere la condición de exclusión y confinamiento a la que las travestis están sujetas, con una corporalidad negada y tocada por la mirada del otro:
“En la pizarra mágica que usaba para comunicarse con nosotras, escribió: KIEN ME BA QUERER ASI. Qué podía responderle. El hombre que no quisiera a una mujer que prometía ser pájaro era un hombre estúpido y olvidable. Ella borro en la pizarra y escribió: KOMO BOY ATRABAJAR. Le dije que yo trabajaría por las dos, aunque la promesa fuera completamente falsa. Ella negó con la cabeza y enterró su rostro en las almohadas ribeteadas con puntillas de plumetí. SOI UN MOSTRO, escribió casi sin mirar la pizarra. Yo le saqué la pizarra de la mano y me quedé a su lado acariciándole el pelo y diciéndole que era peor demorarse, porque La Tía Encarna subiría a ver qué mierda pasaba y la expondría al frente de todas con sus gritos de matriarca.” (p. 56)
Villada, al materializar la violencia y la vulnerabilidad de las travestis, de una manera sensible, también dibuja una oposición política al Estado que subordina las experiencias de las travestis, organiza una táctica discursiva de resistencia a la hostilidad. Las Malas permite construir una experiencia estética, ética y política que evita la muerte y los discursos de la tradición patriarcal, al tiempo que amplía, con afecto, las opiniones sobre las travestis: “Me preguntaron cómo era ser travesti en un pueblo y yo contesté que era fatal, que era igual a morirse, pero que no había nada más alucinante en el mundo. Ser única, eso era alucinante.” (p. 56)
El lenguaje poético con el que Villada produce su novela rescata el pasado, construye un presente e imagina un futuro. Porque el futuro es un trabajo de preparación y la literatura es uno de estos posibles caminos, con la tarea de afectar al otro, de resignificar cuerpos, epistemologías e imaginarios: “Yo le repetía una y otra vez, Camila, Camila, y ella sonreía y decía que era un nombre muy bonito, muy de mujer, aunque yo sabía lo que significaba mi nombre: la que ofrece sacrificios.” (p. 51)
Tener un nombre y una historia es estar aquí y ahora.