Aldo Martínez Sandoval
Ilustración por Jaque Jours
Para Edgar Darío. Por toda la compañía,
por enseñarme sobre los “regalos” de nuestra profesión.
Éste es para ti… si lo quieres. Bolita en el ombligo.
Nunca he podido acostumbrarme a que me toquen. Soy alguien que disfruta mucho abrazando a las personas, pero cuando ellas se me acercan, suelo retraerme o apartarme. A veces me pregunto demasiado la razón. Quizá se debe a que pocas veces ocurre que los otros quieran reconocerme con las manos, o con la piel.
···
Camino junto al Parque de los Venados. Durante toda la cuarentena no me había atrevido a llegar tan lejos. Procuro no acercarme demasiado a la gente, de hecho, desarrollé la manía de juzgar a las personas dependiendo de si puedo verles la cara o no: con el cubrebocas puesto, qué agradable sujeto; sin ninguna protección, seguramente te tiraron de chiquito; cubrebocas con válvula o mal puesto, ¿te gusta ser tonto? Las personas que beben agua o están comiendo algo, tienen el beneficio de la duda. Me pasa algo similar con los lugares. Si tengo que estar en un espacio cerrado, aunque éste sea amplio, lo siento hostil y quiero salir pronto, pero los parques son como grandes amigos en estos momentos, con sus plantas y sus árboles que demuestran que la vida no se detiene, que siguen reclamando su reino, aunque estén rodeados de autos y edificios. ¿Existirán las pandemias en el reino vegetal? He escuchado que sí, y que han causado hambrunas.
Recibo su mensaje: “Espérame, no te vayas”. Sigo avanzando. Terminé el compromiso que me trajo aquí hace unos minutos así que sólo deambulo entre las plantas y las banquitas. Se llama Edgar y hoy vamos a vernos por primera vez después de todos estos meses. Íbamos a empezar a salir justo cuando se desató la pandemia y nos mandaron a nuestras casas, así que tuvimos que renunciar a la posibilidad de los encuentros físicos. Al poco tiempo se fue al norte, para estar con su familia, para acompañarse; para cuidarse. Así que nos conformarnos con el zoom, los mensajes de texto y las llamadas —durante la primera, terminamos un poco borrachos juntos a la distancia—. En el fondo, me parece curioso pero al mismo tiempo agradezco que nuestro interés haya sobrevivido.
Mientras camino, me cruzo con la estatua de Francisco Villa. Una amiga me explicó una vez que, al inicio, este parque llevaba el nombre del caudillo, “y qué crees —concluyó—, no hay venados”. Al menos no de carne y hueso sino de piedra o bronce. Muchas estatuas de esos animalitos. La gente se apropia de los lugares. Pudo haber sido el Parque Francisco Villa mucho tiempo y, sin embargo, decidieron que lo más significativo eran esos cuadrúpedos; la naturaleza, el lado salvaje.
Entonces veo que junto a la estatua camina un hombre, moreno, muy esbelto, con pantalón raído, camisa tipo polo y una barba de un par de días sin afeitar. Yo te conozco. De hace mucho tiempo. No sabía que te conservaba en mi memoria.
Durante mi época en la prepa, conocí a este hombre, en las afueras del metro División del Norte, relativamente cerca de aquí. Yo tendría quizá 16 años y, aunque siempre he sido malo al calcular edades, él andaría en sus últimos veintes. Sabe que lo observo fijamente y me devuelve la mirada sin detenerse. Me pregunto si me recordará o simplemente su instinto sabe cuándo es el blanco de atención. Sonrío por los nervios. Qué curioso es sonreír cuando una tela cubre tu cara y, aun así, darte cuenta de que el otro comprende tus gestos.
De la misma manera lo conocí aquella vez: con una sonrisa. No es extraño que los códigos de ligue se aprendan muy pronto entre los jóvenes homosexuales. Las miradas fijas, los guiños y las sonrisas suelen ser los principales. En muchas ocasiones, poco importa el peligro cuando lo que necesitas es identificarte en otro, saber que eres deseado, conocer a los que hablan tu mismo idioma. No recuerdo si la charla duró mucho, pero sí recuerdo que él no se acercaba, manteníamos una distancia clara. Y también recuerdo su frase: “yo vivo en la calle”. No era un hombre descuidado, no parecía sucio, nada, salvo quizá cierta inseguridad, me había indicado que hablaba con alguien sin hogar. Algo debió cambiar en mi rostro o en mi cuerpo aquella vez, porque recuerdo que bajó la mirada. Dijo algo sobre que era normal que no quisiera tocarlo, que eso siempre sucedía, pero que no tuviera miedo, que no era malo. Empezó a decirme que conseguía algunos trabajos, que gracias a eso comía, aunque no siempre. Yo miraba sus tenis blancos con agujetas grises; no estaban más sucios que los míos. Ninguno de mis prejuicios estaba cumpliéndose con ese hombre, y al mismo tiempo era claro que no estaba mintiendo. ¿Por qué me contaba todo eso? Creo que él necesitaba hablar.
El celular vibra de nuevo y descubro un mensaje de Edgar preguntando en donde estoy, que ya viene en camino. Le envío mi ubicación y cuando levanto la mirada, el hombre ya se encuentra lejos. Aquella vez, sin que yo le preguntara, dijo que caminaba mucho para distraerse, que a veces estaba en el Parque Hundido. Me imagino que este parque también es uno de sus destinos. Nunca intentó tocarme, aunque quizá si yo hubiera querido acercarme, él lo habría permitido. ¿Y yo lo habría hecho si él no me hubiera revelado su situación? Una caricia en la mano, un leve roce de piernas. Cualquiera de las cosas que suelen suceder tan a menudo.
Se aleja y yo me arranco a caminar en la otra dirección. “¿En dónde dormirá?”, me pregunté la primera vez que me lo encontré y me lo vuelvo a preguntar ahora. “Espérame tantito”, dice el celular. Sí, yo te espero lo necesario. ¿Por qué me contó que trabajaba? ¿Por qué recuerdo tan claramente a alguien a quien sólo vi una vez?
Atravieso el edificio de la Alcaldía hasta llegar a Avenida Cuauhtémoc. Sólo camino, sin tener un destino mientras espero. Pienso en ese hombre, que probablemente me dijo cómo se llamaba y simplemente lo olvidé. Él no escogió caminar sin rumbo, sino que está obligado a hacerlo. Aún si no quisiera. Me imagino si va del Parque Hundido al de los Venados. ¿Tendrá una ruta fija o la modificará para hacer menos monótono su andar? ¿Las habrá probado todas después de tanto tiempo? ¿Lleva todos estos años sin hogar? ¿Cuáles son los trabajos que consigue? ¿Qué siente en la piel al amanecer?
Sigo sobre Cuauhtémoc y hay un edificio en construcción o remodelación. De entre unas varillas sale un gato que no tiene parte de una oreja. Lo saludo y no está asustado, no es de esos que huyen con el menor ruido. Se me queda viendo y yo pienso que ojalá tuviera algo para darle de comer. Como si la vida me leyera el pensamiento, se me cruza un Oxxo a los pocos metros. Lo dudo un instante… me quedo quieto en la puerta, veo que no hay tanta gente así que entro y le compro un sobre de alimento con sabor a “Sensaciones marinas”. Alguien se forma detrás de mí. No te acerques tanto. Este lugar debería tener una mejor ventilación. Pago los once pesos y después de una buena dosis de gel antibacterial, regreso junto al amigo felino. Por un momento pienso que ya no está, pero aparece saliendo de un arbusto. Vacío el contenido del sobre en el piso —plato no traigo—. Los ojos de una chica que pasa a mi lado se rodean de arrugas, y puedo adivinar que hay una sonrisa cómplice debajo del cubrebocas, mientas que otro hombre me mira con desdén. Yo le devuelvo una mirada dura, “ni se te ocurra quejarte”. Me despido del pequeño mamífero y sigo mi camino.
Muy cerca, otra mujer me observa. Ella parece, según mis aún existentes prejuicios, alguien que también vive en la calle. Paso a su lado esperando que me pida dinero. Ella vio que entré y le compré algo al gato. Vio que hablé con él. Que lo acaricié y después me despedí. Paso a su lado, pero no me pide nada. Sólo me observa. No recuerdo la última vez que compartí mi dinero con alguien de la calle.
Sigo avanzando y giro en la siguiente esquina, de nuevo en dirección al parque. Hay un cajero cerca, quizá pueda pasar. Di una vuelta innecesaria. Pienso en el hombre nuevamente. ¿Cuál es la noción de una vuelta innecesaria en una persona que camina para que la vida avance? Paso frente al Fondo de Cultura Económica y miro en la vitrina Viaje al oeste. Llevo un tiempo queriendo el libro, pero me niego a gastar tanto, aún no sé cómo viene el resto del año. “¿En dónde estás?”, me pregunta el celular, y le respondo con mi ubicación de nuevo. “¡Deja de moverte!” De acuerdo, aquí me quedo.
¿Cómo afecta la pandemia a ese hombre? ¿Qué cambió en su vida? ¿Cómo es su andar por el mundo ahora? Entonces caigo en cuenta que no traía cubrebocas puesto. Lo reconocí porque vi su rostro entero, identifiqué cada una de sus facciones. Quizá por el recuerdo que me trajo, no fue mi impulso inicial juzgarlo. No pensé “eres un irresponsable”, porque, además, ¿qué responsabilidad tiene con los otros? ¿Por qué tendría que preocuparle contagiar a quien sea cuando seguramente él ha estado expuesto a muchas otras cosas? Mientras veo una libreta con perritos estampados, recuerdo sus movimientos, que también reconocí, su cadencia, como cansada, como disculpándose. Si yo estuviera en su situación, ¿querría ponerme un cubrebocas? ¿Gastaría dinero en uno?
Entonces llega Edgar. Finjo no verlo porque me da pena no saber cómo reaccionar. Trato de ser consciente de si estoy encorvado o no. Me acomodo el pelo. Quiero gustarle. Me quedo mirando fijo los perritos de la libreta. Siento vibrar el celular, y finalmente se acerca a mí. Además del cubrebocas, trae una careta que me hace pensar en un astronauta, cosa fantástica para mí, que me la vivo en la Luna. Nos saludamos con la cabeza y me pregunta si puede darme un abrazo. Me da miedo. Si de por sí casi siempre pienso que el mundo es hostil conmigo, ahora con la enfermedad a la vuelta de la esquina, peor. “Es que hay COVID” … él sólo se acerca y me da un apretón rápido. “Déjame invitarte un café”. Yo acepto.
···
En realidad, tengo miedo. La segunda ola de contagios recién ha pasado así que, aunque estamos en un lugar abierto, sólo me quito el cubrebocas para lo indispensable. Veo a Edgar tomar su café, veo su barba que está creciendo lentamente y sus ojeras. Por fin te tengo en frente. Sí: por fin te tengo en frente. Está cansado y se nota, pero quiso aprovechar para encontrarnos, después de casi un año.
En vivo está más flaco de lo que la pantalla permitía ver, y seguramente él me ve más gordo. Tenía muy claro cuánto me gustaba, pero tenerlo aquí en frente lo confirma. No quiere decir nada, las relaciones virtuales son muy diferentes a las presenciales. Pero sí me gusta. Mucho. De hecho, creo que verlo tan cansado le da un toque particularmente atractivo. Nos levantamos y es momento de volver a nuestras casas. Caminamos de regreso al parque de los Venados, esta vez del otro lado de la acera. Nuestros brazos en algún momento se rozan. Quiero tomarlo de la mano. Quiero abrazarlo fuerte. Sentir su cuerpo. Guardar su olor fresco en mi memoria. Con la misma intensidad que deseaba tenerlo a mi lado, en mi cuarto, durante nuestras llamadas. Pero una parte de mí vive en el terror constante, como un gato miedoso que escucha el motor de un auto.
Volteo al parque y no hay más seña del hombre. Quizá mi vista no llega tan lejos, o quizá ya va camino a otro lugar, o a su trabajo. Edgar en algún momento se voltea hacia mí y acerca su mano a mi estómago. Yo instintivamente me echo hacia atrás, con cierta sorpresa.
—Quiero tocarte el ombligo—, dice.
—Perdón, me asusté.
—Cuánto daño te han hecho.
Nunca he podido acostumbrarme a que me toquen. Soy alguien que disfruta mucho abrazando a las personas, pero cuando ellas se me acercan, suelo retraerme o apartarme —impulsos que se han potenciado durante el último año. A veces me pregunto demasiado la razón. Creo que pocas veces me pasa que los otros quieran reconocerme con las manos, o con la piel.
El ombligo es la primera cicatriz de nuestra vida. Sí, quiero abrazarlo, rodear su cuerpo, rodear sus lunares como astronauta, que nuestras piernas avancen juntas, pero me sentiría un hipócrita haciéndolo ahora cuando durante meses yo me he negado al contacto con él, a siquiera tomarnos un café… hasta hoy. “No siempre se puede vivir con miedo”, me dice a veces mi madre. Pero en ocasiones el miedo es una consecuencia del amor. No quiero arriesgar a quienes me rodean. Y, aun así, hay un animal adentro, una parte salvaje que, cuando estamos por despedirnos y cada quien toma su propio camino, me hace darle un abrazo a Edgar. Rápido. Torpe. Ojalá durara un poco más. Pero es un abrazo al final de cuentas. Siento los ángulos de su cuerpo. Quisiera darle un beso, pero eso sería casi una emergencia terrorista. Después de hoy sé que no voy a quitarme el cubrebocas ni en mi propia casa hasta que hayan pasado doce días.
Lo miro marcharse en el trolebús, y me suelto a caminar. Echo un último vistazo al parque, pensando en ese hombre con camisa tipo polo. ¿Él sentirá que la gente tiene miedo de tocarlo? El día que lo conocí, se marchó cuando otro hombre llegó, se tocó la entrepierna, le hizo una seña y se fueron juntos. Pienso en mi miedo al contacto físico. Creo que ya era parte de mí desde antes del 2020. Tal vez haga falta que la gente me toque un poco más. Edgar vive cerca, a lo mejor debí acompañarlo a casa, dejarlo en la entrada, y tocar su ombligo.
Quizá otro día.
Inicio el camino a casa. El aire mueve las hojas de los árboles. Coloco un dedo índice en el centro de mi estómago, tocando mi ombligo. Quizá otro día.
Ciudad de México
Mayo, 2021
Aldo Martínez Sandoval (Ciudad de México · 1993) es egresado del Colegio de Literatura Dramática y Teatro de la UNAM. Becario de la Fundación para las Letras Mexicanas en el área de Dramaturgia en los periodos 2018-2020. Seleccionado como representante mexicano en la residencia Dínamo 7 de Interdram (Chile, 2020). Mención honorífica del III Premio Carlos Monsiváis de Crónica “Prosas de la ciudad” (2021). Entre otras, se han montado sus obras El dilema del erizo, (2016-2017, finalista del 24° FITU y el 13° Festival de la Joven Dramaturgia), Memoria en el Asfalto, (2018) y Que la vida iba en serio, (2020; publicada por la UNAM y la Universidad de Buenos Aires). Así llegó la primavera participó en el ciclo “Irrepetibles” de Teatro la Capilla. Su trabajo ha participado en distintos teatros, encuentros y festivales en México, Chile y Argentina y ha publicado textos en revistas como Este País y Tierra Adentro.