Lucía Caleta
Ilustración: Camila Arango Echeverri
¡Hermosas musas de bastón y peinados punk plateados, abran el cielo, sonrisas de perlas! Altar de rosas preciosas, descorran el velo… ¡Recuerdo, oh recuerdo! Misterioso tesoro, ¡Oh, querido linaje! Lengua materna, ancestras, tías, amigas: rocíen de bellas palabras la trama de esta conversación, ¡Oh, precioso el hilo que seguimos forjando entre nosotras!
Siempre me acuerdo de cómo empieza El común olvido cuando vivo situaciones de mucha luz y oscuridad a la misma vez. Daniel, el protagonista, acaba de llegar a Buenos Aires y lo que describe Sylvia es ese pasaje de la oscuridad del aeropuerto a la intensidad de la luz porteña de diciembre. Está medio enceguecido y perdido, se queda en ese estado casi todo el libro, a tientas moviéndose en una niebla gris, queriendo hacer pie en un recuerdo elusivo y misterioso. Algo así siento ahora en la ventana del café donde escribo, El británico, un poco guiño a Sylvia, y a esta oscuridad fresca y tranquila de café y al sol de verano de parque Lezama en la vereda de enfrente. Puedo sentirme un poco Daniel ahora para el que la tarea de recordar es asir recuerdos que se me ahuecan en cuanto procuro darles sentido. Recordar a Sylvia, sus clases, conversaciones; la forma en la que caminaba hasta el aula, cómo se sentaba y dónde dejaba el bastón, una vez dijo “mamarrachientos” y fue muy graciosa, me acuerdo cuando pedía que le sacaran fotocopias, le gustaban las fotocopias con ganchito, o cuando decía: “¡Es lindo lo que escribiste!, vayamos a comer una pizza”. Sylvia, pedacitos de poemas, fantasmas, nubes.
Un recuerdo común, les escribo a mis amigas para preguntarles qué se acuerdan de las clases de Sylvia que tomamos juntas. Amelia dice que en la clase siempre nos daba ejercicios, Eli también recuerda eso, yo también. Una gimnasia colectiva de escritura. Escribir sobre equívocos, tías, accidentes, palabras inventadas, alguien que tuviera amnesia. Todo lo que escribíamos a Sylvia le parecía interesante, siempre preguntaba algo. Una gimnasia de escritura cariñosa. Una ceremonia: leíamos en voz alta, todes escuchaban. Después empezaban las preguntas de Sylvia. De dónde había salido la historia, cómo se te había ocurrido. Una entrevista de radio, un diálogo de preguntas simples y geniales: ahí empezaba la literatura, una conversación entre el texto leído y lo que se recordaba del comienzo, de la fantasía, de esa chispa que te había hecho empezar a cantar.
El año que tomé taller con Sylvia estaba obsesionada con escribir la historia de un pastor que viajaba por Estados Unidos con una mujer, su hijo y toda una gente muy fan. El pastor viajaba en una camioneta, los fans atrás en caravana, iban por diferentes pueblos a predicar ideas de un nuevo comienzo; era una historia medio de apocalipsis. Además, el pastor era pirómano y le faltaban las manos. La mujer también cargaba con mil desgracias y el hijo de la señora, que también se llamaba Daniel (recién me doy cuenta), era el único feliz porque se había hecho nuevos amigos. Igual la historia iba de mal en peor y al final a todos les iba terrible. A pesar de lo perdida que estaba yo y de lo confuso que era por momentos el hilo conductor de tantas desgracias, a Sylvia le gustaba la historia y siempre me preguntaba de dónde la había sacado.
Una vez le llevé a Sylvia una revista que contaba que una señora se había fanatizado con un cura y lo habían seguido con su hijo, Owen, en un tour medio satánico por Estados Unidos. Me pidió si podía hacer fotocopias y se llevó para leer el artículo de la revista a su casa. Un tiempo después, en uno de sus ejercicios, nos pidió que escribiéramos algo sobre el lugar al que íbamos de vacaciones de chicxs. Yo escribí sobre un verano en las sierras en el que mis tías de Santa Fe se pelearon con mis tías de Córdoba; al final aparecían unos sapos blancos tipo calabaza que sólo estuvieron ese verano y hacían unos ruidos rarísimos y lograban que mis tías se amigaran, por fin. Un tiempo después cuando la historia del pastor se me hacía cada vez más difícil, a Sylvia se le ocurrió que todo este tour podía pasar en las sierras en vez de ese lugar extraño que era para mí Estados Unidos. Siempre me preguntaba qué animales había en Córdoba, qué árboles, si pasaba el río cerca de la casa de mis tías, si había monjas. Yo siempre sabía qué responder y engordaba barrocamente mis recuerdos. Ya, me dijo, tenés mucho que contar ahí.
El año pasado Lila me invitó a su clase de poesía para compartir unos poemas que había publicado hacía poquito. Leímos juntes, les estudiantes me hacían comentarios, me mostraron lo que estaban escribiendo y hablamos un montón de escribir, de poner títulos, de hacer versos cortitos o largos, de hacerle flequillos a los poemas. Hablamos de la luz, de la oscuridad de las palabras en las hojas. Lila también dijo que le gustaba que mis poemas fueran de las sierras y que todo pasara en un mismo lugar, un lugar que yo conocía, el lugar donde había nacido y al que siempre quería volver. Después me di cuenta que en los poemas también aparece una pastora, pero una pastora a la que no le pasan tantas desgracias, todo lo contrario, una pastora con un súper poder, una pastora que camina sobre el agua.
Hace unos días en una lectura en Buenos Aires, Nati Romero leyó un poema de unos duraznos, de un postre que le hacía su mamá cuando era chica. Pienso que, como a mí, a Sylvia le hubiese encantado escuchar ese poema en donde se recuerdan los duraznos de un naranja muy intenso y se prefiere dejarlos así, en el color que quiera el recuerdo, que la memoria caprichosa tonalice el poema con libertad. Cuando volvemos en auto, hablamos de lo lindo de tener maestras, constructoras del espacio seguro, generoso de la amistad, conversadoras, punks; cabellos plateados cabalgan el hilo de la historia y enhebran la sensibilidad. Lo que hace sentido, la deriva personal, el cuarto propio. Volvemos agradecidas en un cielo de duraznos, perlado, naranjo, furioso. Sylvia, tu nombre escrito en el cielo.
Lucía Caleta nació en Córdoba en 1981. Estudió Letras (UBA) y Escritura Creativa (NYU). Fue becaria de Mildred’s Lane, residencia de arte y estudios de la naturaleza, donde estudió botánica. Publicó los libros de poesía Adam G y Nieva en todas las estaciones (Ed. Cencerro) y Una reacción en cadena y un conjunto (Ed. Palabras Amarillas). Es profesora de Literatura Latinoamericana (UNGS) y desde 2020 coordina el taller de literatura y ecología “Las cosas naturales”.