Ilustración: Gabriela Mayorga
Me confunde aún el recuerdo de mi piel brillante, cubierta de otro tipo de sudor, de una humedad luminiscente, prolífica. Estoy mareada. Veo las figuras dobles, siento el peso pegajoso en los brazos, el calor. Me confunde esta carne incómoda con la que ahora cargo, antes elástica, ahora expandida, deformada. La luz es brillante, se me pega la bata al cuerpo, alrededor hay voces, figuras blancas. El bulto ya no llora, pero su piel me roza y siento cómo me llama, cómo me absorbe de a poquitos mientras su dermis se adhiere a la mía. Cuando intentan quitármelo de encima, la separación me arranca pedacitos de cuero. Lo requiero cerca para respirar, necesito tocarlo, alimentarlo. Necesito que el proceso de compaginación termine, que me acaricie su piel blancuzca, parasitaria y llena de sangre. Debo sentir esa textura lechosa y caliente por siempre en mis brazos.
Me miro en el espejo, tengo el cabello opaco, como si me lo hubiera lavado con jabón para ropa. El azul de mi saco hace que mis ojeras se vean moradas. Tengo la piel gris, arenosa. Cuando me vi esa mañana en este espejo parecía bronceada, brillante, mi cuerpo delgado, firme. Salí corriendo y solo me observé por un segundo, el uniforme se me pegaba a las piernas y el abdomen. Cuando entré en la cancha escuché los gritos, la cola de caballo golpeaba mis hombros mientras trotaba hacia mi posición.
Flexiono mis piernas, bajo la pelvis, estiro los antebrazos y espero el balón. Llega, lo recibo con fuerza, sube metro y medio, Camila lo acomoda y Mariana pega el remate. Empiezo a rotar, golpeo el balón y giro un poquito de lugar con cada punto. Disfruto el momento hasta que me tengo que ubicar frente a la malla. No me gusta recibir con los dedos, no sé colocar las manos. El balón se me escapa dos veces y cuando van a ser tres acomodo los antebrazos, abro las piernas, me pongo casi en cuclillas, observo la pelota y la mano de mi oponente sobre la malla a punto de rematar. Es solo un segundo, veo un destello y siento dolor en la pelvis. Estoy en el suelo, escucho un pitido, ganaron otro punto. No tengo aire, me levanto con dificultad, empiezo a posicionarme, pero la luz es muy brillante, astringente. El pitido no se me quita de los oídos, veo manchas negras en la malla.
Abro los ojos y observo mis pies. Me levantaron las piernas. Siento la cara caliente, doy las gracias, pido disculpas por el partido y me voy. En el camino de vuelta me duermo un rato, sueño que estoy en la oscuridad y camino para llegar al otro extremo, a la otra acera de un lugar donde el suelo poco a poco me traga entera.
Ya estoy en mi cama, me duele el culo, las piernas, el estómago, tengo mareo. Me empiezo a quedar dormida, pero me despiertan unas ganas horribles de eructar, tengo el vientre un poco inflado, tenso. Me incorporo, siento cómo escapa calor de mi cuerpo, trato de llevarme las rodillas al pecho a ver si el dolor son gases. Entierro la cabeza entre mis piernas, no ayuda. Me empiezan a dar picadas en la espalda baja como si me estuvieran pegando puños en los riñones, uno tras de otro, cada vez más fuerte. Los puñetazos son codazos, son palmadas, son desgarres. Creo que estoy gritando porque la puerta de mi habitación se abre de par en par, escucho el azote de la madera contra la pared y entre mis párpados cerrados adivino una luz. Después no oigo nada, solo el pitido del partido, otro punto perdido. Siento que estoy en la cancha y que me voy a desmayar de nuevo, pero el dolor de los puñetazos reverbera en mi ombligo y no me deja perder la conciencia. Recibo el golpe, me atraviesa toda, abro los ojos del dolor y solo veo piel, grande, estirada, como un tambor. Abro los ojos y el puente de mi nariz se estrella contra mi estómago inflado. Ahora sí sé que grito, grito y entre las piernas se me escurre un líquido que hierve, que me quema. El vientre se me extiende y se me extiende y se me va a explotar. No sé cuándo empecé a sudar, pero donde no me emparama el calor lo hace un líquido frío. Me retuerzo, sé que de mi garganta sigue saliendo ruido, pero todavía escucho solo el pitido. Alguien me está deshaciendo desde adentro, intento patalear, correr del dolor, dejarlo en esta cama, encerrado y no volver nunca. Una de mis patadas acierta en un cuerpo ajeno que me sostiene y me embute una cosa en la boca. Se me estalla el estómago, muerdo algo cauchudo. Hay más calor, me quema el abdomen y de él supuran líquidos que se mezclan con el sudor y la sustancia hirviente de mi entrepierna. Quiero seguir pataleando, retorciéndome, negando, escapándome, pero no me responde el cuerpo. El dolor me contorsiona la tripa y me cuesta respirar. Estoy catatónica, siento el bochorno y el frío, escucho el pitido, le subieron el volumen, la luz se hace más brillante, me cargan, entro a un carro.
Llego a un espacio abierto, blanco. Creo estar muerta, me inyectaron algo y ya no siento nada. Veo solo luz y escucho un sonido rítmico, cada dos segundos boom, boom, boom. A veces va más rápido, a veces más despacio, pero cuando el sonido es lento me voy y dejo de escucharlo. Alguien grita y veo rojo, solo hay rojo, escurre el rojo y todo sangra. Me extrajeron un cúmulo, bulto sangriento que me estaba comiendo entera, que me mordisqueó hasta que me dio fiebre, que infló el espacio vacío de mi abdomen con aire y agua, que casi me mata a puñetazos. Pienso que el rojo es de mi sangre y de la suya, que lo van a sentenciar por intento de homicidio. Pienso que van a coger un bisturí y a disecar ese animal que escupí, que con un golpe seco van a exterminarlo y antes de entender lo que está sucediendo me lo ponen con cuidado sobre el pecho.
Me reacomodo el saco, jalo un hilo que se sale del tejido, se está dañando. Lo escucho llorar, me pongo en movimiento. Me agarro el pelo en una coleta y giro para entrar a la habitación donde ahora está la cuna. Observo mi reflejo por un segundo. Casi me veo bronceada, casi me siento elástica, en posición de recepción. La cola de caballo golpea mis hombros mientras troto a alimentar a mi hijo.
Laura Duarte (Bogotá, 2000). Le encanta contar historias y la crítica literaria. Trabajó como promotora de lectura para la Universidad de Los Andes de donde es egresada Cum Laude en Literatura con formación complementaria en Artes Plásticas y Escénicas. Exploró por años el ámbito teatral como actriz, traductora, asistente de dirección y tallerista con figuras como Pedro Salazar, Alain Maratrat, Juan Luna, y Jorge Hugo Marín. Inició su labor como escritora desde muy pequeña, pero empezó a perfeccionarla en talleres con autoras colombianas como Pilar Quintana y Andrea Salgado. En su quehacer creativo explora la figura de la mujer desde el horror y la animalidad.