Gabriel Martínez Bucio
Foto: Martina Abello
“No te trepes sobre los hombros de los fantasmas que es
ridículo caerse de trasero with music in your soul”.
Blanca Varela
El autor de este libro le pidió al que aquí escribe, su ex suegro, licenciado Matías Fuentes, servidor, que prologara las experiencias y encuentros que narran estas páginas. Experiencias que, por cierto, no me han gustado para nada. Y no es que sus relatos carezcan de cierta gracia. Eso se lo reconozco. Incluso algunos han dicho que hasta tiene talento. Lo dudo. Lo que sí es cierto es que la primera impresión de una persona es algo que no se borra jamás. Mucho más grabada se queda si ha sido desgraciada.
Verán, conocí hace muchos años a Odilón Redón. Era la noche del 24 de diciembre del 2002. Lo recuerdo bien. Y, contrario a su glamoroso nombre del que tanto se regodea, no me pareció para nada encantador. Al contrario. Quise matarlo. Lo recuerdo bien. Porque lo encontré sentadito en la sala de mi casa, acariciando a un cachorro, haciéndose bien güey. Todo parecía en orden, pero tenía el cabello empapado. Le chorreaban las patillas. Respiraba agitado. ¿Tan rápido de vuelta, don Matías?, se atrevió a decirme, el muy cabrón. Yo sostenía el pavo que habíamos salido a comprar con mi esposa al Costco; y fue ese pedazo de pollo lo que me impidió romperle el hocico. Se los juro. La vida de un chamaco salvada por el cadáver de un ave. Es para reírse. Pero me enfureció. Me había costado tanto trabajo encontrar un puto pavo a las diez de la noche que no pude tirarlo al piso y ahorcarlo hasta la muerte.
Ahora bien, a la distancia, puedo decir que Odilón es un suertudo. Siempre se sale con la suya. Y cada vez que se escapa por un pelo, dice que al cobarde le basta con escapar o no sé qué chingaderas. Y luego sonríe, el muy sinvergüenza.
Pero volvamos a esa noche.
Se preguntarán por qué estaba tan enojado con un joven que acariciaba a un cachorro. Pues verán, había sido el inocente regalo de Navidad que le dio a mi hija esa mañana. Inocentes mis huevos. Apenas llevaban un par de meses juntos y el tarado se presentó con un cachorrito. Con el moño rojo en el cuello y la bolsa enorme de croquetas y toda la cosa. Me van a perdonar, pero es una exageración un regalo así. Al parecer, y por lo que he escuchado, esa ha sido una constante en la vida de Odilón. No los cachorros. Los actos exagerados. Y también su desgracia. Ya lo van a ver en sus relatos. Pero que se los resuelva su psicólogo. O su editor. Yo vuelvo a esa mañana de Navidad. Mi esposa se puso muy contenta. Juzgaba la relación de sana y tierna. Pobre pendeja. Si yo conozco bien a los chavitos. Si yo fui uno de esos. Pero lo que más me encabronaba era que a mí me tocaría limpiar las cacas del perro. Pero no dije nada. Ese fue el problema.
No… decir… nada.
Mira papá, te presento a mi novio. Mucho gusto don Matías. Le estreché la mano con repulsión. Se va a quedar a cenar con nosotros, papá. Mi hija ya había llegado a esa edad donde no se pregunta, se informa. Y todos, enseguida, se pusieron en cuclillas a jugar con el cachorrito. Como era de esperar, mi esposa se olvidó de cocinar el pavo. Se quedó ahí seco dentro del horno. Yo también me quedé seco en la casa. Porque teníamos invitados. Ya saben, primos, tíos, más primos, la abuela. Y nadie se acordó de la cena. Por ese pinche cachorro. Y por eso tuvimos que salir a las diez de la noche al Costco por un pavo ya cocinado y listo para servirse. Era el último que quedaba. Hasta el cajero bromeó algo que no me causó gracia. En fin, que habíamos vuelto diez y media. ¡Sólo media hora nos habíamos tardado! Y ese cabrón sudado. Y ni rastro de mi hija por la sala.
Mandé a mi esposa a la cocina y todavía tuvo la chispa de preguntarme si se iba sola o acompañada del pavo. No toques el puto pavo y haz el favor de terminar de preparar lo que falta que ya van a llegar todos, le contesté.
Cuando me quedé cara a cara con ese adolescente cagado, llamé a mi hija. ¡Pina, baja de inmediato, carajo! Papá, no grites, se asomó por el descansillo de la escalera, ¿qué pasó? Que bajes, te digo. Ahorita, contestó la muy irreverente y agregó: que-me-estoy-terminando-de-arreglar. Esas palabras me hervían la sangre. Si ya estaba arreglada cuando nos fuimos. Pero mejor no pensar en eso. Regresó a su cuarto y se tardó un poquito en salir. Le clavé la mirada al chamaco. Encima de nosotros sólo se escuchaban cajones que se abrían y cerraban. La llave del agua. Más cajones. Cómo me retumbaban esos ruidos en mi cerebro. Y Odilón tan campante acariciando al cachorrito sobre sus piernas. Y yo, yo sosteniendo el cadáver del pavo como un pendejo.
Cuando por fin bajó mi hija, se terminaba de hacer una trenza. Traía puesto un vestido naranja impecable. Pero las mejillas chapeadas. Como se le ponían cuando hacía gimnasia en la escuela. ¡Jijos de la chingada! ¡Qué coraje! Uno como güey yendo por la comida y estos aprovechando la casa sola. Estos eran los pensamientos que me ardían en la cabeza. Pero me contuve. No tanto por ser un padre responsable, sino porque comenzaron a escucharse las portezuelas de los coches de los invitados, el motor que se apagaba, uno que otro haciéndose el chistoso de pitar como loco.
Como les dije allá arriba, Odilón Redón siempre ha conseguido escabullirse de este tipo de situaciones.
Sabía que no tenía mucho tiempo. Así que les advertí muy seriamente: este cabrón no puede estar en la casa solo contigo. Siempre tenemos que estar tu madre o yo presentes. Si por mí fuera se quedaba sin pinche cena. Nomás porque es Navidad. ¿De qué estás hablando, papá? ¿A dónde querías que se fuera media hora? ¡Cómo se hacen tarugos los adolescentes! Siempre desviando el meollo del asunto. Mira, no nos hagamos tontos, Pina. ¿Por qué chingados están sudados?, pregunté sin ganas de saber la respuesta. Los dos se quedaron quietecitos, bien asustados. Y namás porque en eso sonó el timbre. Si no, la cagotiza que les hubiera puesto. Ya, ya, ya, vayan a lavarse las manos y se vienen directitos a sentar. Pero esto no se me olvida. Y no se me olvidó. Los señalé con el pavo y los amenacé con que al día siguiente iría a hablar con los padres de Odilón.
Como ya se imaginan, la cena giró en torno al cachorrito. En ningún momento estuvimos todos sentados en la mesa. Siempre estaba alguien arrastrándose por el piso. Hasta la abuela se encogió más de lo que ya está para darle un pedacito de pavo al peluche ese. Pero carajo, eso tiene que contar como canibalismo o algo por el estilo, ¿no? Es como si a un moreliano le dan de comer, digamos, no a otro moreliano, pero al menos un uruapense o un patzcuarense. Bueno, en fin, para mí ni un pinche gracias por salvar la Navidad a última hora. Nadie. Ah, pero eso sí, antes, todos mis primos hacían fila para venir a cenar y pedirme un autógrafo para no sé qué amigo que veía todos mis partidos, para no sé qué novia que era mi fan número uno. Y yo los recibía con gusto. Y se iban bien contentos, con la barriga llena y la firma en sus pinches balones. Yo, que había sido seleccionado nacional y estaba acostumbrado a ser el centro de atención, ahora que me había retirado no podía competir ni contra un cachorro que apenas sabía caminar sin tropezarse.
Pero la gota que derramó el vaso fue lo que sucedió a continuación. Alguien preguntó cómo habían bautizado al perro. En primera, esa es una pinche majadería para nosotros los católicos. ¿Cómo que cómo lo habían bautizado? Hazme el perro favor. Ya no hay respeto. Y, en segunda, la respuesta fue como un pelotazo en pleno hocico a la mitad del colegio. Odilón Redón me miró fijamente, con esos ojos saltones y soltó despacito: Maldini, le pusimos Mal-di-ni. ¡Y todos aplaudieron y qué bonito nombre! Yo sé que lo hizo por chingar. Dijeron que porque les gustaba el fútbol. Fue por molestar. Y mi hija toda una cómplice. De pronto llegan a una edad donde te conviertes en el enemigo. Maldini, ese pendejazo italiano fue el que me rompió la pierna en el mundial del 94. Los comentaristas de mi propio país dijeron que había ido al balón. Que mi rodilla se había roto al caer en el césped. Mentira. Cerdo italiano. Fue directo a la rodilla. Y si no lo salto, me hubiera reventado las dos piernas. El profe Mejía Barón me sacó por Juan Chávez. Y ahí se terminó. A la vuelta de Estados Unidos todo se vino abajo. Nadie quería contratarme. El único equipo que se interesó fue el Celaya. El pinche Celaya. Y ahí fui a dar, con el Hugo Sánchez y el Butragueño versiones ridículas. La pura decadencia. Una vergüenza cada que salía al campo. Si hasta nos tiraban carrilla que la mascota ya no debía ser un toro, sino un perro oso. Yo que había jugado en las Águilas, en el Cruz Azul, en los gloriosos años de los Canarios del Atlético Morelia. Y me tocó retirarme en el Celaya. Peor, en la banca del Celaya. Porque no podían banquear a la leyenda Hugo Sánchez. Españolete de mierda. Pero bueno, el caso es que le pusieron Maldini y todos estaban sonriendo mientras yo sabía, yo sabía. Y miren, que le intentara quitar la virginidad a mi hija me encabronaba. Pero que se burlara de mi carrera como futbolista me reventaba los huevos. Y no pude más:
¡Te prohíbo que vuelvas a ver a mi hija, hijo de la chingada! Le grité a media cena. Te recuerdo que ella es menor de edad y tú ya tienes dieciocho. ¿Sabes lo que significa? Te puedo meter al bote, cabrón. Sé que se orinó. Ahí ya no me sostuvo la mirada, ¿verdad? Todos se quedaron en silencio. Y namás porque la abuela me tomó del brazo no fui hasta su lugar para darle unos buenos putazos. Se levantó, le dio un beso en la mejilla a Pina, y partió.
Nunca volvió por mi casa. Mi hija no volvió a verlo. Tuve el cuidado de dejarla en la puerta del colegio y recogerla puntualmente a la salida. Le revisaba su celular cada que podía. Durante un tiempo tuve que aguantar sus berrinches pero yo le decía que sólo la estaba cuidando, que ya me lo agradecería algún día. Luego me aplicó la ley del hielo y no me dirigió la palabra durante su último año de la prepa. Hasta que llegó el momento de la universidad y ahí tuvo que ceder para pedirme pagar su carrera. A lo cual acepté gustoso. Luego permiso para mudarse a Guadalajara. Y ahí dije que ni madres, que Morelia ya tenía buenas universidades. Y lo entendió de buena forma.
Quizás, entonces, ustedes se preguntarán por qué acepté escribir este prólogo. Pues verán, después de diez años de aquel fatídico encuentro navideño, Odilón Redón fue el único que acompañó a mi hija cuando falleció en el hospital. Ni siquiera su esposo tuvo la valentía de permanecer a su lado. Se escudó tras el divorcio. Se la pasaba platicando en la cafetería del primer piso con las amigas de mi hija. Un culero. Pero Odilón fue el único que estuvo ahí. Tomó un avión desde la Isla de Encanta, con el miedo que todos sabemos que le tiene a volar, y cruzó el Atlántico. Se había ido ahí para convertirse en zahorí. Ni puta idea si lo consiguió porque a mí me parece que cada vez hay más lagos secos por todo el mundo. Aquí al ladito, basta asomarse a Cuitzeo o Chapala. Unos perros desiertos. Así que rastro del éxito de los estudios de Odilón, no hay. Pero en cuanto supo la noticia compró su billete y fue directito al hospital donde se postró, como una estatua, al lado de su cama.
Una neumonía. Por culpa de un pinche pollo. Y luego dicen que las cosas no pasan por algo. Después de su divorcio, a Pina se le ocurrió irse de misiones a la meseta purépecha. En pleno enero. Fue cuando cayó la famosa nevada de cuatro días en Paracho, que cubrió a todo el pueblo de blanco. En la tercera noche se fue la luz y el pequeño refrigerador dejó de funcionar. Pues se le hizo fácil agarrar el pollo, salir al patiecito trasero y meterlo en la nieve para que se conservara. La puerta se cerró y no traía llaves. Así de cotidiano. Así de simple. La tormenta de nieve no dejó que los vecinos escucharan sus gritos de ayuda. Hasta al día siguiente, cuando amainó un poquito, un vecino la encontró. Y entonces, las llamadas, la ambulancia, el hospital. Todo por otra ave.
Y bueno, Odilón no se despegó en los cuatro días que estuvieron tratando de salvarla. Ni para bañarse. Decía que las moscas eran sus mascotas. Y mi hija murió cogiéndole la mano. Pero la hizo sonreír unas horas antes. Pues sí, el muy cabrón tenía esa habilidad. Te sacaba risas hasta en los funerales. Muchos lo han llegado a odiar por eso. No sé si es virtud o vicio. Un zahorí con humor. ¿Dónde se ha visto eso? Pero a mí me conmovió ver a mi hija con los tubos, con la bata azul, en medio de esa habitación de luz mortuoria, sonreír con ganas unas horas antes de partir. Como si todo estuviera bien. Un hilito de esperanza a la mitad de la noche. Y ya está. Eso es todo lo que me atrevo a contar. Porque podrán compartir mi angustia. Pero no se comparte la muerte de nadie.
Unas semanas después del entierro nos vimos en un café. Odilón debía regresar a la isla esa misma noche. Teníamos algo de tiempo. Conversamos un poquito. Me enterneció saber que lo había asustado tanto aquella Navidad que no pudo acercarse de nueva cuenta a mi hija. Al menos es lo que me dijo. Pero se ve honesto el muchacho. Hasta que se enteró que estaba en el hospital. ¡Y habían pasado diez años! Pues sí, don Matías, pero jamás la olvidé, me dijo.
Nunca he sido chillón pero les juro que sentí unas ganas terribles de soltarme a llorar. Me contó que a los pocos meses se mudó a la isla. Sus andanzas en esas tierras surrealistas aprendiendo el olvidado arte de los zahoríes. Se levantaban tempranito para internarse en páramos en busca de pozos de agua. Cuando lo conseguían, las fiestas eran inmensas, pues todo el pueblo les agradecía. Había conocido otras mujeres, otros amigos. Se dejó la barba. Y me confesó algo que necesitaba sacarse de encima. No sé por qué lo hizo. Quizás fue el momento. La muerte de un ser querido puede llegar a unir hasta a naciones enteras. Pero ahora sé que lo del humor es sólo un escudo, una pose como dice él. Como Jorge Campos, mi compañero de cuarto en las concentraciones de la selección, que siempre aparecía riéndose en las entrevistas de televisión pero luego pasaba semanas enteras acurrucado en su sillón.
Pues sí, lo ha envuelto una pena que por respeto no voy a contar aquí. No lo voy a hacer. Pero que sus lectores sepan que yo no tuve nada que ver con eso. Ni Pina, ni Maldini-perro. Que quede claro. Me dijo que le venía de otro lado ese desasosiego. Le encantaba esa palabreja. La mencionó como cinco veces haciéndose el intelectual. Así que respetaré su secreto. Los sé guardar muy bien. Al final de cuentas, sus actos exagerados hicieron que lo apreciara. Aunque eso no sea suficiente para perdonarle haberse agarrado a mi hija en Navidad. De hecho, tratando de romper un silencio incómodo, le pregunté por esa noche. Quería saber, quería corroborar que tenía razón porque mi esposa siempre me reclamó que me había pasado, que ellos eran tan inocentes y que cómo se me ocurría. Y pensarán que soy un obsesivo. Pero ustedes no se tragaron meses de reproches. Sin embargo, el muy joto se había vuelto dizque caballero en esa isla. No lo recuerdo, don Matías. Claro que se acordaba, si el cabrón se tragó tres platos de pavo y me rechazó la ensalada de manzana porque le causaba náuseas. Pinche delicadito. Eso no se te ha quitado, ¿verdad?, le pregunté. No, la ensalada de manzana sigue siendo asquerosa, don Matías.
Nos despedimos con un fuerte abrazo y le deseé lo mejor en la Isla de Encanta, desde donde nos envía, cada Navidad, un nuevo cachorrito. Ya tenemos ocho. Casi un equipito completo. Yo le digo que pare pero no hay forma. Ya ven su afición por la desmesura. Llegan en cajitas amarillas con agujeros y moños rojos. Y en sus cuellos viene colgada una tarjetita con el nombre: siempre un defensor italiano.
Con el primero me encabroné. Éste nomás no aprende. Con el segundo lloré como un niño. Y ya con el tercero me encariñé con la idea de tener amarrados en mi jardín a todos los grandes defensores italianos. Junto al viejo Maldini, tenemos a Cannavaro, Costacurta, Baresi, Nesta, Zambrotta, Mancini, y Chiellini. Y ya no me importa si lo hace por humor o por melancolía, porque hay que aceptarlo, es bonita la tradición. Pinches perros, cómo los quiero
Gabriel Martínez Bucio (Uruapan, Michoacán, 1989). Premio Nacional de Ensayo Punto de Partida (UNAM) por su trabajo sobre Macedonio Fernández. Actualmente realiza su doctorado en Estudios lingüísticos, literarios y culturales en la Universitat de Barcelona. Sus textos han aparecido en publicaciones como Letras Libres, The Barcelona Review, Animal Político, Escritores que nadie lee, Le Miau Noir, El Barrio Antiguo, La Santa Crítica y Periódico de Poesía, entre otros. Vidrios en el parque (La Equilibrista Editorial, Barcelona, 2018), es su primer libro.