Por: Obed González
Odiario, por Sandoval, Renato, Amope Libros, 2018, Perú, 77 páginas.
El poeta contracultural japonés de los años sesenta, Nanao Sakaki, escribe: “Si escuchaste cosas feas lávate las orejas/ Si viste cosas sucias lávate los ojos/ Si tuviste pensamientos ruines lávate el corazón/ Pero siempre déjate el lodo entre las patas”. Esto lo sabe muy bien Renato Sandoval y lo hace patente en Odiario, este caminar por el mundo donde tenemos que llevar los pies sucios para que no se nos olvide que hemos vivido.
Renato Sandoval en este compendio de poemas en prosa dividido en tres apartados y cincuenta y nueve prosemas, comulga con lo escrito por Sakaki y con la esencia del poeta maldito Charles Baudelaire quien decía que se debe ser poeta, aunque sea en prosa. El dolor en el poietai, es un motor que lo guía hacia la creación.
La melancolía, conocida en la antigüedad como bilis negra, es estrangularse con la soga de la contemplación desde la cima de la tristeza en la cual hay un gozo en el odio más no en la ira. Aristóteles, de una manera reflexiva, separa al odio de la ira porque, argumenta que la ira tiene un principio y un final, mientras que el odio se mantiene en el tiempo, es incurable. Etimológicamente odio proviene de la unión de los términos latinos odium y āre, que refieren a una conducta detestable activa, aquello que permanece vivo y que a la vez produce un efecto, similar a la emoción de donde proviene la acción y que funciona para crear el drama, la historia y que también refiere a ejercer algo sobre sí mismo como acontece a nuestro autor. En quien posee el odio, un fuego se vuelca sobre su ser como una forma de flagelarse por la impotencia de no poder excluirlo de la vida propia:
“Pero todos somos miserables; insignes representantes del recelo y de una justicia que, a fin de cuentas, nadie alcanza ni subsana. ¡Ah, madre, si al menos me dijeras por dónde va el amor curtido y dónde se encuentra el tobogán por el que todo el mundo se desliza hacia tu seno del que siempre hablo y me explico, pero que nunca me responde ni me da ya nada! (pág. 20)”.
Séneca decía que el odio abiertamente profesado carece de oportunidad para la venganza y esto es lo que se percibe en los poemas de Sandoval, este odio abierto que transfiere en contemplación del mismo y que permite un recogimiento donde el interior es el espacio desde donde se observa y, asimismo, se vive:
“Asediado por los acordeones de un pasado preterido; culpado de sueños y pesadillas que yo criaba libremente desde la infancia; abolidos el respiro, la riada de sangre entre mis pensamientos, ahora alienados por el odio y la náusea ajena como propia, heme aquí, recostado contra un espejo de piedra donde se proyecta la pipa de maíz que me cuida y me calienta el corazón yerto desde los doce años (pág. 17)”.
Para el poeta el odio se transforma en miedo y soledad. El odio es la demencia del corazón, decía Lord Byron, y esta demencia habita en los prosemas de Renato, esta demencia que lo arroja hacia el pasado, hacia el recuerdo, hacia la enfermedad, hacia las mujeres, hacia el sexo, hacia el principio, hacia su madre… hacia sí mismo y lo perturba hasta el cansancio, hasta el hartazgo: “No es posible cosechar respuestas si la mente sigue dopada y la cifra es un remedo de sequía (pág. 69)”.
En las páginas de este libro no queda fuera el amor en forma de desamor, porque no existe desamor sin amor, amor que intrínseco incluye al odio como manifestación del mismo amor. Perturbadora experiencia acariciante que, de manera personal, manifiesta Renato entre líneas en algunos momentos:
“¿Pero si fuera un billete de amor, unos dibujitos de corazones flechados, un beso de rouge, una infantil escena de papás con hijos extranjeros en una ronda de tortas y helados, un abrazo chino desde la cima del Aconcagua, el recuerdo que de mí tiene un castor amigo en Tierra de Fuego, una media de nylon de una coja amante…? Mejor no abrir ningún sobre. Es mejor colocarlos junto a muchos otros en el altar de fuego que atiza mi negro corazón (pág. 61)”.
Dentro de este compendio el tiempo es importante, ese tiempo interno y personal que al estallido de un atemporal instante de consciencia nos invade de terror y guía a descender de un solo golpe al inframundo, a ese oscuro y tenebroso hueco en el cual nos golpeamos contra las paredes hiriéndonos y supurando en cada desgarro la culpa, el deseo postergado, los hubiera, los por qué, los caminos no andados, los nunca amores que descansan en la escamosa espalda de la desbaratadora ilusión:
“Te has vuelto tiempo, y eso no es bueno. Por ello me he percatado de que un día naciste en el horizonte y por ti se desencadenaron el ocaso, la lluvia de horas, acequias con minutos rojos, taquicardia de segundos que se agitan cada vez más conforme se vuelven décimas, centésimas, milésimas. No tienes calma, te falta respiro (pág. 56)”.
En ese abismo que en un principio es el parir hacia la muerte, esa muerte que concibe a un bifronte ser donde un tercer Yo, observa yerto de una exacta confusión:
“Tomo mi cabeza con una mano y con la otra trato de atrapar la idea que tenía sobre el hijo de sombra asomada por un telescopio ciego (pág. 65)”.
Odiario, es un viaje órfico hacia las entrañas de las sombras, esas sombras a las cuales algunas antiguas culturas llamaban alma. Épico camino que tiene que transitar el poeta/héroe para alcanzarse a sí mismo, aun con las patas repletas de lodo.