Nueva York -Sevilla , diciembre 2012
Juan Bonilla (Jerez de la Frontera, 1966) es autor de diversas novelas, libros de cuentos (el último, Tanta gente sola, recibió el Premio Mario Vargas Llosa al mejor libro de relatos) y los siguientes libros de poemas: Cháchara (premio Villa de Rota en el 2009), Buzón vacío, El Belvedere, Partes de guerra y Multiplícate por cero.
Su obra ha sido traducida a diversos idiomas, colabora en prensa de forma habitual y es director literario de Zut Ediciones.
¿Cuándo empezó a escribir poesía?¿Y a leerla? ¿Quiénes eran entonces su autores preferidos?
Empecé como usted, como todo el mundo, en la adolescencia, tratando de hacer una descuidada transfusión de mi exasperado y rico interior al exterior, es decir, de las venas del laberinto de perplejidades que era a las venas del áspero mundo que estaba necesitado de oír mi voz. Empecé para tratar de decirme lo que sentía ante algunos hechos milagrosos y desconocidos (¿qué es eso que sientes por la vecina del quinto cuando la ves que va a pasear a su perro? ¿qué es eso que no te deja dormir por las noches?) y necesitaba estamparlos como si fuera consciente no tanto de su belleza dramática como de su fugacidad. También empecé a hacer letras de canciones para un grupo de amigos formado por uno que tenía una guitarra pero no sabía tocarla, uno que tenía un tambor pero no sabía tocarlo y uno que tenía un violín y tampoco. Yo tenía un diccionario, y tampoco sabía tocarlo. En la high school leímos a algunos poetas de la Generación del 27, a Borges y a Vallejo, y por esa época, en las librerías españolas se había empezado a oír hablar de un nombre que con el tiempo se convertiría en imprescindible: Fernando Pessoa. Es curioso que a mis autores preferidos de entonces no haya añadido después casi ningún nombre, o por lo menos no sea consciente de que algún nombre que vino luego dejara su impronta en mi propia poesía, tal vez la única excepción sea el expresionista alemán Gottfried Benn, cuyo libro Morgue considero la primera gran obra de las vanguardias. Yo diría que el poeta que más me ha impactado nunca ha sido Fernando Pessoa, sobre todo en sus heterónimos Alberto Caeiro y Álvaro de Campos, pero también en el Libro del Desasosiego. Luego hay muchos poetas que me parecen excelentes o que me gustan mucho, pero que no creo que hayan ejercido influencia sobre mí. Dada la época que me tocó vivir y el lugar donde me tocó vivirla, era difícil escapar a la influencia de tus mayores directos, en este caso la generación del 50 –Gil de Biedma y Ángel González sobre todo-.
Usted ha traducido a Housman y a TS Eliot. ¿Cómo afronta la traducción de un poema, busca ser fiel o una versión más libre?¿Cree que es preferible ser poeta para traducir poesía?
Son ejercicios de estilo. Housman escribe unos poemas muy concentrados, con el uso de la rima, lo que te obliga a afinar mucho, y lo traduje por una sola razón: no estaba traducido y merecía la pena que lo estuviera, sobre todo ese poema impresionante A un atleta muerto. En cuanto a Eliot, cuya primera etapa me fascina, y cuyo Prufrock es para mí uno de los momentos más altos de la poesía contemporánea universal, traduje un libro para niños, el libro de los gatos, que está lleno de rimas rebuscadas y juegos de palabras y me reportó no sólo mucho trabajo sino también mucha diversión. Estoy en contra de las leyes generales sobre traducción y sobre cualquier otra cosa, y a las pruebas me remito: hay poetas que traducen excelentemente poesía y otros que hacen tartamudear a grandes poetas, hay traductores que nunca han sido poetas y sin embargo consiguen traducir limpiamente poesía y otros que siendo grandes poetas son incapaces de quedarse aparte cuando traducen y convierten al poeta al que traducen en un “alias” suyo. Creo que cuando se traduce hay que ser todo lo fiel que se pueda al texto, pero eso no significa traducirlo palabra por palabra, literalmente, sino que la fidelidad debe atender también a la forma empleada por el poeta, y si ha escrito un soneto, el resultado de la traducción debe ser un soneto.
¿Es disciplinado para escribir o espera a que llegue la inspiración? ¿Dónde escribe? ¿cuándo? ¿tiene manías, horarios o un lugar especial?
No. Nada disciplina. No sé qué es la inspiración, sólo sé que hay días mejores y días peores, como en todo. Escribo a salto de mata, donde puedo, cuando puedo, o mejor dicho, cuando las ganas de escribir me pueden, sin forzarlo. Debe tener en cuenta que la mayor parte del día soy un mercenario, escribo por dinero, para ganarme la vida, reportajes o crónicas, periodismo de opinión o crítica, lo que hace que el mismo instrumento donde ejerzo de escritor o poeta sea el instrumento que me esclaviza para entregar un reportaje. Debería comprarme otro ordenador para distinguir el lugar de trabajo del lugar de creación, por decirlo así. Pero de momento no hay conflicto. Sólo soy disciplinado cuando se acerca la hora de entrega de algo. Con respecto a la poesía, al no haber hora ni fecha de entrega, no hay disciplina posible. El poema madura lento, viene de una ocurrencia –en su doble sentido, de algo que se te ocurre o de algo que te ocurre- y va expandiéndose de forma mental, sin rebajarse a texto hasta que está muy claro donde quiere ir y por qué. Tiene algo que ver con el parto. Lo llevas dentro un tiempo y cuando le toca salir, lo expulsas. Luego hay que limpiarlo un poco, esperar a que se calme, y por fin, una vez que esté dormidito, enseñarlo a las visitas.
¿Cómo evitar caer en lo transitado, decir de otro modo lo que ya se ha dicho tantas veces?
Tratando de decir cosas que no se hayan dicho tantas veces. Eso de que todo está dicho puede que sea verdad, pero sólo en términos generales, y a la poesía le repugnan los términos generales. Sí, la vida es corta, el amor duele, el amor te eleva, el amor te hunde, la muerte qué miedo, un día no existirás, el poder corrompe. Todo eso está dicho, sí, pero no son más que ideas generales que no tienen que ver con la poesía: lo que queda de la poesía son detalles, imágenes, giros del idioma que de alguna manera encapsulan alguna de esas ideas generales fortificándolas. Ah, el cansancio de la vida cotidiana, se ha contado tantas veces que ¿para qué seguir contándolo? Y sin embargo, llega Nabokov y escribe ese poema impresionante sobre el ruido del frigorífico de noche, la cocinita de ensueño de la pareja, y el frigorífico se convierte en un monstruo que parece sacado de la Odisea, y se repente sabes que aunque el fondo del poema se haya dicho antes, nunca antes se ha dicho de esa forma precisa que se te clava en una pared de la memoria. La poesía busca ser memorizada, está en sus genes: busca perpetuarse más allá de la página donde la encuentres. De ahí que elija formas y maneras que aspiren a quedarse en el interior de quien lee el poema. Y esa es la búsqueda esencial, decir algo, lo que sea, lo que tengas que decir, de una manera memorable.
¿Qué autores considera que han influido en su poesía? ¿A qué poetas le gusta leer?
Ya dije al principio que me parece que los poetas que me hicieron desear escribir poesía son los que más me han influido, es decir, los poetas de mi adolescencia y primera juventud: Pessoa en primer lugar, Maiakovski, que es brutal y atrevido, Pedro Salinas de la generación del 27. Por la época de estos tres nombres se entenderá que mi parcela favorita en la historia de la literatura es la de las primeras décadas del siglo XX, pero porque es también mi época predilecta históricamente, ese momento dramático de la primera guerra mundial que da paso a una especie de algarabía que se extiende por todo el mundo y da pie a una belle epoque sin saber que va a caer en el abismo de una segunda conflagración mundial. Me gustan los poetas que son capaces de zarandearme de alguna manera. No me van nada los cromos bonitos, los suspiros de ciudadano desasosegado por la mirada de una muchacha en el metro. Me gustan los poetas que se atreven a indagar en la perplejidad de existir y no consideran que su trabajo consista en hallar un teorema que explique esa perplejidad, sino más bien elevar una pregunta a una autoridad invisible que, muy probable y kafkianamente, ni siquiera existe. Me gustan los poetas que celebran esa magia de estar aquí. Y esos poetas pueden ser apenas conocidos pero deslumbrantes como el peruano Alberto Hidalgo, magos del lenguaje como César Vallejo, o narradores que desprecian lo que el resto de gente entiende por “lenguaje poético” como Raymond Carver.
Me llamo Juan Bonilla/ y vivo a las afueras de New York/ (para ser más exactos en Sevilla): ¿Qué significa ese “vivir en las afueras” en su obra, en su vida?
Una manera de ubicarse desubicándose. No estar en el centro permite ver lo que pasa en el centro, a la vez que se aleja uno del ruido característico del centro. En el fondo sólo es un acto de defensa propia, porque más a gusto me siento cuanto menos expuesto esté.
¿Para qué sirven los premios?
Para que en unos cuantos meses uno pueda decirle al mercenario que lleva dentro y lo mantiene: descansa, muchacho, descansa.
Algunos temas recurrentes en su obra son la identidad, la intimidad, el insomnio, la enfermedad o los viajes. ¿Cree que hay temas más apropiados para la poesía que para la prosa?
No, no lo creo, o más bien depende de lo que entendamos por “tema”. Si el tema es específico –el derrumbe de la ideología burguesa en una época de crisis de valores- puede que sí, no sé. No voy a decir que los temas no son importantes porque lo son, sin duda, son fundamentales. Pero como es fundamental el trampolín para el salto de trampolín: es un objeto necesario, pero lo que importa, lo que se valora, lo que cuesta, es hacer el salto. Los temas de mi poesía son, más o menos, los temas de mis cuentos. Lo que cambia es la altura a la que está colocado el trampolín.
A menudo utiliza la ironía y el humor como contrapunto del pesimismo en su poesía. ¿El humor, en su caso, es un modo de mirar la realidad o un escudo protector?
Las dos cosas: un escudo para protegerme y para mirar alrededor. Pero es que me parece que el tono de la poesía del siglo XX, del que evidentemente procedo, lo impuso necesariamente la ironía, cuando no directamente el humor. Después de los estragos del romanticismo, era necesario ese golpe de mano que trajeron las vanguardias y que todavía hoy tiene sentido. Pero si busco en las raíces, compruebo que casi todos los poetas que me gustan son en el fondo grandes humoristas, desde Catulo y Marcial, por no hablar de la Antología Palatina, hasta el ya citado Pessoa o Maiakovski. Así que también, además de un escudo protector, es una herencia.
Aunque escribe haikus, en narrativa sus textos no suelen ser breves. ¿Por qué?
Mis cuentos suelen ser indagaciones o informes periciales de sucesos más o menos extraordinarios que les suceden a seres más o menos ordinarios, y por lo tanto necesito de un espacio y un ritmo que me permita crear atmósferas para poner en pie a mis personajes. Pero me parece que la pregunta tiene un poco de trampa, porque todos hacemos cosas que no tienen porque ser contradictorias aunque si se las pone juntas lo parezcan. Es como decir, te gusta tirarte en paracaídas y sin embargo también escalas montañas. Pues sí, no hay ninguna contradicción, aunque en un caso el viaje sea hacia abajo y vertiginoso y en el otro sea hacia arriba y lento. No hay contradicción, las sensaciones son distintas, las necesidades también.
Háblenos de Aviones plateados, la antología de poetas futuristas latinoamericanos que usted seleccionó.
El futurismo empezó a interesarme cuando me fui a vivir a Roma en el año 2000. Me interesaba narrativamente, es decir, quería escribir una novela sobre toda aquella época, sobre aquella algarabía, sobre unos poetas que querían ser algo más que poetas y cambiar la vida, y cambiar la forma de comer y de vestir de la gente, y estaban enamorados de la velocidad y del vértigo y del amor libre y de la guerra. Pero poco a poco fui descubriendo que aparte de las anécdotas esplendorosas que procuraban, de las vidas veloces de los protagonistas, fue dejando piezas de espléndida calidad poética en los lugares más insospechados. A pesar de su cosmopolitismo primero, el futurismo sólo pudo triunfar en lugares más o menos atrasados: no podía triunfar en Londres o París o Nueva York, porque en esos lugares los ascensores y los coches y las fábricas eran instrumentos cotidianos, nada espectaculares. Así que triunfó en lugares a los que la modernidad apenas había llegado, por eso en Italia creció enseguida, y por eso se transplantó fácilmente a lugares más lentos que las capitales del mundo. Entre esos lugares, estaba Latinoamérica, donde el futurismo tardó en llegar, pero lo hizo con mucha fuerza, e influyendo en muchachos que estaban hartos de Rubén Darío y las princesitas modernistas y los crepúsculos bañados en oro viejo. Poetas de Chile, de Uruguay, de Nicaragua, de Ecuador, de México, poco o nada conocidos y sin embargo excelentes. Ese fue mi propósito, restituir en la medida de mis posibilidades unos cuantos nombres que me parecían importantes y que no aparecían en las listas oficiales de grandes poetas del idioma. Poetas a menudo alegres, que descubrían que el mundo es una eterna novedad, y escribía cantos encendidos a una nueva manera de vivir, de estar en el mundo. Entre ellos destaco a uno de los grandes poetas que hayan escrito en español en el siglo XX, Alberto Hidalgo, al que no me canso de reivindicar.
¿Qué es poesía, dónde encuentra poesía Juan Bonilla?
Hay un poema mío que responde a eso. Está en el libro Cháchara, es el último poema. Se titula En todas partes.
En todas partes
En los prospectos de medicamentos
-la luz intestinal, el suelo pélvico, el gran simpático-
en la carta de postres de un restaurante chic,
en dos o tres renglones de la crónica
del partido de ayer,
y en un eslogan de unas aerolíneas
o de un refresco
-DESTAPA LA FELICIDAD,
CADA VEINTE SEGUNDOS, AEROLINEAS ARGENTINAS-
y en algo que le dice una muchacha a otra
mientras aguardan en la cola del supermercado,
-me siento más vacía que el azucarero en casa de un diabético-
encuentras poesía.
Encuentras poesía en todas partes.
El mundo es una plantación de versos.
En expresiones hechas
-hacer tiempo,
ganarse la vida-.
En la pintada que sobre una tapia nos exige:
Dejad el pesimismo para tiempos mejores.
En todo lo que nos transforma en criaturas sinestésicas
-esos colores que huelen a limpio,
las melodías que nos saben a fruta de la infancia,
esos melocotones
en cuyo sabor oímos las voces ya apagadas de los padres-
y en la ficción de los deseos
– tantos cuerpos que pasan
sin que siquiera puedas darles nombre -.
Ahí está siempre,
radiante y misteriosa,
en la grada en la que gritamos gol
junto a cientos de desconocidos
y en lo hondo de la noche
cuando nadie puede ayudarnos
y las horas llevan grilletes
en los tobillos.