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04 · 2023

Nueve fases, de Astrid López Méndez

Foto de Daniela Duque Rincón

Foto de Daniela Duque Rincón

Un día voy a abrir los ojos y no voy a poder distinguir la muerte de la realidad. Eso fue lo que pasó por mi cabeza después de meterme una variante de Ayahuasca en un hotel de Xalapa. Se sentía muy real el orgasmo, en extremo vívida nuestra primera cita, reales todas las personas haciendo de las suyas con mi cuerpo. Luego supe que por fuera estaba muriendo. Me iba, decía el chamán a Cata, al hijo del rabino y al amigo del hijo del rabino. Los tres ayudaron un poco. Cata pasaba un huevo por todo mi cuerpo, con más temor de que se reventara en la palma de su mano que de lo que estaba haciendo. El hijo del rabino me agarraba la cabeza mientras decía en voz baja oraciones que supuestamente nunca había rezado. Su amigo soplaba el caracol de mar con dificultad, para intentar que apareciera un sonido que me llevara de vuelta.

En el cuarto todo se veía distinto, mucho más ligero, con menos carga. No como los pesares con los que se veía Cata, quien me caía bien, pero era una apretada. Desde el inicio sabía que ella no seguiría las instrucciones. Tenía que creer y eso era pedirle demasiado. Yo estaba desesperada, así que no dudé, me abrí como me pedían, me entregué como antes me había entregado. Inhalé, exhalé y le di una fumada profunda a la mezcla de raíces de árbol de Tepezcohuite. No me supo a nada. Cata había pasado antes que yo, pero desde el inicio me di cuenta de que mentía, no le había dado ningún pegue. Sus párpados temblaban de que los quería abrir y a su lado el amigo del hijo del rabino se retorcía porque la estaba pasando bomba.

Cuando me puse frente al espejo, había cambiado el brillo de mi piel, como que me hubieran dado un tratamiento con crema de concha nácar después del Tepezcohuite. En el hotel no había masajes ni mascarillas, pero fue muy barato y en el baño había una tina reluciente. Mi cuerpo tan diminuto cabría en una de cualquier tamaño, aunque esta contrastaba muy bien con mi piel morena que se iba poniendo morada.

De querer que despertara, me habían movido tanto que parecía fruta magullada. Luego, como si me hubieran echado de ese líquido morado que les ponen a los perros para curar sus heridas. Voy a aprender y voy a ladrar, vas a ver, te voy a ladrar. Me pregunto si te atreverías a destrozar las cuatro patas de un perro para que se viera igual a mí, tumbada boca arriba con los brazos pegados al cuerpo como si no hubiera mordido ningún plato.

Cata, por supuesto, se fue con el amigo del hijo del rabino. Tenía sus propias marcas moradas en el cuello. Su propia sangre escurriendo de la entrepierna. Al amigo del hijo del rabino chupándole todo. A mí me empezaron las goteritas. En los codos, las rodillas, el vientre nunca cortado. Nada por delante, nada por detrás, nada por ningún hoyo hoyito hoyote. Eran las fugas abriéndose paso por la piel, marcando sus nuevos brotes y caminos. Los ojos a punto de reventar, a punto de liberarse.

Mi cuerpo estaba hecho mierda, pero no me dolía. Antes se me caía el pelo y me quedaban unos huecos que el dermatólogo curaba como incendios. Usa esta pomada para contener el fuego, para que vuelvan a crecer los árboles. Mi tío decía que los pelones eran personas a las que se les había ido la gente del estadio. Yo prefería ser un bosque talado. Tus ojos hubieran visto la mierda y la sangre, el pelo grasoso y maloliente, las articulaciones agotadas. No hubieras podido sostenerme la mirada.

En cambio, mis huesos, quién hubiera adivinado que iban a hacer juego con la tina percudida. Es curioso cómo las calaveras siempre se dibujan con tonos blancos. Nadie abre la boca para ver detenidamente sus dientes. La próxima vez que comas pozole no te pases después el cepillo. Saca con la yema de tus dedos los pedazos de maíz y los restos de carne, olisquea el resto de la comida que te queda cerca de las muelas del juicio. Observa cómo sangran tus encías y cala el sabor a fierro con chile guajillo. En tus bocados me veo, en tus bocados me veré.

No siempre tuve miedo de morir. Antes del Tepezcohuite, la vida se me había acabado en el funeral de mi abuela. El día que la enterraron me extirparon también todas las lágrimas. No sé por qué se me olvida que tenía siete años, pero siempre digo que fue cuando tenía ocho. Ha de ser porque se supone que los humanos no entendemos la muerte antes de los ocho años.

Ahora creo que morir es un concepto humano. Pues claro, tontita, somos humanos, apuntarás. Pero lo que quiero decir es que no estoy dispuesta a conceder que mi muerte sea contada como la de una humana. Menos llena de hormigas y moscas y ratas y la humedad de Xalapa. De mí que digan que me comieron los pollos, las gallinas, el perro de mi abuela que se tragaba su vómito o el guajolote que después murió entre tus manos.

Llévame al tepetate de mis cerros, pónme debajo del maguey que te enseñé en la esquina de la carretera. Cuando me visites, cuando veas sus hojas podridas, estira la mano. Y aunque no te guste señalar, dile a la nueva mujer con la que vayas, allá está.

Nueva York, diciembre de 2021


Astrid López Mendez es una entusiasta de las aves de corral, de la vida práctica y de las ruinas en general.

Filed Under: Ficción, Narrativa, Uncategorized Tagged With: Astrid López Méndez, Escritura Creativa en Español, MFA, New York University, NYU, Revista Temporales, Temporales

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