Entrevista a Andrés Felipe Escovar
Por Tamym Maulén
Andrés Felipe Escovar (Bogotá, Colombia, 1981)
Autor de novelas colectivas, coordinador de talleres de escritura creativa y sobre todo escritor, Andrés Felipe Escovar (Bogotá, Colombia, 1981) aparece como una figura distinta dentro de la narrativa colombiana contemporánea. En esta entrevista, nos cuenta de su último trabajo “Aniquila las estrellas por mí” y habla de su oficio en la ciudad de Chiapas, México, donde reside desde este año.
Entre sus obras stambién se encuentran “Tríptico de Verano y una Mirla” (2011), “Arrúllame Ramona” (2014) y “The Lola Verga´s big band “(2016) con Luis Cermeño. Ha publicado relatos en revistas como Axxon, Letralia, Minatura, entre otras. Ha publicado reportajes y reseñas sobre ciclismo en diferentes medios de comunicación. Es coeditor de milinviernos.org y forma parte del equipo de coordinadores del Laboratorio de Escritura de las Américas (LEA).
Comenzaste estudiando Derecho en Colombia, ¿cómo fue tu acercamiento a la literatura, que te llevó a estudiar Letras en Argentina?
Ignoro si el acercamiento fue a la literatura, prefiero referirme a la escritura. Aunque esto lo hago desde el lugar en que hoy lo veo: por esos días creía en parnasos e inmortalidades de las que sólo quedan las mortajas. Tampoco tengo un momento claro en el cual me acerqué a un libro; me imagino que lo abrí y empecé a ver cosas en él (más allá de que, la caja de resonancia que tenía en mí, viera una sucesión de trazos que se repetían y configuraran sentidos que, luego, cuando me dijeron que eran letras y me instruyeron con una forma propia para verlas, constituyó mi lectura). Lo que sí recuerdo – hoy creo que fue así y quizá todo se trastoque si alguien o tú mismo me preguntaras esto dentro de unos días, horas o años- es que jamás quise ser abogado y, de hecho, no deseé ser un “profesional” en algo, con lo que supuse que escribir cosas o historias colindaba con no hacer nada. Mis fatalidades sociales, propias de una clase media sudamericana, me trazaron la obligación de estudiar algo que fuera una herramienta para convertirme en un ganapán encorbatado; decidí estudiar derecho para imitar algún destino, sin pensar muy bien por qué. Luego de cinco años áridos, me fui a Buenos Aires con la idea de lograr lo que no pude, en ese momento, en Colombia: un espacio vital en el cual pudiera escribir. La maestría que aludes fue, más bien, el pretexto de mi huida. Hoy día sigo pensando que, más que ir a Argentina, escapé de Colombia. Más bien: intenté escapar.
Tú primera novela “Tríptico de verano y una mirla” fue colectiva, hecha a dos voces, lo que me parece un gesto muy interesante al dejar de lado la vanidad del “yo” en pos de una escritura múltiple. Háblanos de ese gesto, que hoy resulta más rupturista que nunca.
La novela fue un punto más en la sucesión de escritos que he hecho con Luis Cermeño (Colombia, 1981). Nuestra escritura es a tres voces porque apareció Julián Andrés Marsella, coautor de nuestro primer libro de relatos, justo cuando nos sentamos frente a la pantalla de una computadora. Ocurrió una mañana en la que decidimos ir a la biblioteca Virgilio Barco de Bogotá porque allá se había suicidado un señor después de sentarse y abrir un periódico. Pese a nuestros intentos, no pudimos escribir en la biblioteca y nos marchamos a un Café internet” aledaño; allí apareció Marsella, inmerso en ese primer relato que él escribió con nosotros y , desde entonces, irrumpe cada vez que nos reunimos para inventar algo, aunque hemos tratado de ponerle distancias porque su voz es más contagiosa y opaca las nuestras al punto que ya no sabemos si Marsella se ha diseminado como un virus.
Con Luis nos hicimos amigos muchos años antes; jamás pensamos en escribir juntos salvo la tarde anterior a nuestro encuentro en la biblioteca. Parece que el suicidio nos emparentó: a él lo conocí en un curso llamado “Borges y el laberinto del tiempo”, en donde los dos intercambiamos pareceres en torno a los ojitos de suicidio que tenía el profesor de la cátedra. El docente jamás se mató, aunque la fantasía de que hubiera sido él quien abrió el periódico y se descerrajó la cabeza de un balazo, fue uno de los motores para empezar a escribir juntos en un lugar así. Después de esos primeros relatos- que constituyen nuestro primer libro publicado y otro que está por publicarse-, apareció la idea de un personaje que se llamó Lola; era la cantante de una banda de reggaetón que viajó en Zeppelin a a distintos lugares de Colombia e, incluso, a cruzó las fronteras con Venezuela y Ecuador. Eso fue antes de que a este género musical lo anegaran las reivindicaciones y las miradas académicas que lo han utilizado para justificar tesis doctorales. Toda esta escritura ha sido hecha con un amigo, sin más propósito que encontrarnos y escribir.
En ese sentido, ¿cómo ves que ha evolucionado tu escritura?
Me es difícil percibir los cambios en mi propia escritura y, por el contrario, empiezo a advertir repeticiones e influjos que, en un comienzo, no había notado. Cuando hablo de influjos, me refiero a palabras, a formas sintácticas y a expresiones que me contagian, también a personas con las que hablo o con las que supongo que lo hago. Sólo después de que termino algo o, mejor decir, que me agoto de escribirlo, empiezo a ver esas reiteraciones en algunas circunstancias, imágenes y recursos. En ese sentido, más que evolución, veo una prolongación que apenas se desvía de su origen.
Has viajado por el continente haciendo clases de escritura colectiva con el LEA (Laboratorio de Escritura de las Américas), cuéntanos de esa experiencia.
Todo comenzó en 2009, en Buenos Aires. Empecé como asistente del primer LEA que se hizo en esa ciudad, en la facultad de letras, más exactamente en el sótano del edificio. Después de participar, los coordinadores me invitaron a hacer las clases con ellos, de modo que he trabajado en diferentes ediciones hechas en Chile, Paraguay, Bolivia, México y Colombia. El Laboratorio se convirtió en un espacio para encontrarse con personas que, de alguna manera, abdicaron también de una carrera literaria. En suma, han asistido personas que quieren escribir y escriben; recuerdo a un jardinero canadiense que trabajaba para millonarios paraguayos: en las sesiones, solía envolver su rostro con una bufanda y leía poemas de su autoría en los que abundaban miradas tristes hacia hombres guapos que no reparaban en su deseo. O un gringo que estaba muy desorientado en Argentina que sólo asistió a un par de clases donde sonrió y buscó con quién emborracharse después de terminadas las reuniones. Además de conocer personas, me he puesto en contacto con diferentes construcciones del castellano y los conflictos con la corrección idiomática, la cual se metamorfosea para terminar materializada en una “lengua neutra”. Por lo tanto, el LEA es un espacio donde uno, como coordinador, también puede pensar en lo que escribe, lo que se escribe en el contexto y lo que tiene pensado escribir o no escribir.
Hablemos de Colombia, un país con una inmensa tradición literaria, tanto en poesía como en narrativa, pero que se ha dado a conocer al exterior, hablando muy en general, por su narrativa. Para los que quisiéramos acercarnos a esa literatura, ¿cómo ves tú el panorama y línea de tiempo en la literatura colombiana desde el siglo XX hasta nuestro siglo XXI?
Mucho lector de Cien Años de Soledad se plantea que, lo que ocurre en la novela, también pasa en su pueblo. Esa forma de encontrar una correspondencia entre lo real y lo escrito implica una obligación que se le impone a la literatura de reflejar la realidad. Y el reflejo exige fidelidad con lo que se refleja, lo cual es ingenuo pues, por más que un escrito busque narrar de manera objetual, se cuelan miradas parciales. La forma de leer que se instituyó fue la de darle la espalda a lo fantástico y en justificar cualquier ficción por ese efecto especular que se espera. Puede que escribas sobre seres voladores o niños que se ahogan en una avalancha de luz, pero si le buscan a esos textos una explicación desde lo real, esto desemboca en una alegoría. Estas formas de lectura se han problematizado en los últimos años, principalmente por la llegada de una pléyade de escritores con una formación académica forjada en Estados Unidos y Europa. En esa revisión que hacen, se instalan nuevas prescripciones de lo que es un buen lector, con lo que emergen nuevos contenidos que apoyan la definición de un buen escrito o una buena novela. Esta irrupción ha erosionado las formas propias de cada género y ha permitido que muchas multinacionales de la literatura editen libros que no sean de ensayos, relatos o una novela sino que pueden ser todos ellos y ninguno. Pienso que ha llegado una nueva forma de escribir que ocupa esos espacios de la industria cultural y se instalarán nuevas formas que dominarán en los próximos años. La estructura, sin embargo, prevalece: hay unos que ascienden y otros que descienden o que siempre estarán fuera; quizá sea necesario que existan escritores exitosos, buenos y reconocidos (que no es lo mismo que los best Sellers) para que perviva el sistema literario o “ecosistema”, como le dijo un reputado editor a una periodista para referirse al campo ocupado por los escritores. También está muy presente un trabajo con la memoria y la violencia, el cual se exacerbó con los acuerdos de Paz firmados hace un par de años; el acercamiento no se agota en el relato de unos hechos sino que problematiza al lenguaje y, por lo tanto, ha interpelado a esa tradición de las llamadas novelas de La Violencia que se escribieron en los cincuenta del siglo pasado. Mi visión es parcializada y, mientras la explicito, se me aparecen excepciones y trabajos que sí han tensionado a la realidad; esto ocurre, por ejemplo, con la narrativa de Hernán Hoyos cuando hizo a un diablo de la colonia que tenía cuerpo y cara de español pero un pene de negro: si bien no buscaba hacer una novela histórica, sí discutía todo lo que entrañaba la colonización.
Cuéntanos dónde se ubicaría tu literatura, si da, en esa tradición.
A partir de lo que dije, lo que escribo responde a una forma de leer que puede considerarse, incluso, paranoica. Es decir, en libros como Santuario de Faulkner, por ejemplo, entreveo que los pájaros que cantan, acompasados con ciertas notas, son piezas artificiales que constituyen el discurrir de cada uno de los personajes que aparecen y desaparecen en esa historia. Esto también lo aplico al caso colombiano: escribo desde un lugar en el cual Alfonso Palacio Rudas, un conocido burócrata y coleccionista de libros, es un germen de booktuber pues hablaba, frente a una cámara de los ochenta, de los elementos paratextuales y las historias particulares de los volúmenes que adquiría y solía eludir el contenido del mismo. Hay escrituras que han irradiado en mí los arrestos para escribir a partir de lo que creo haber hallado en las mismas. El caso concreto es el de los libros que ha hecho Hernán Hoyos, un escritor de Cali al que han adscrito a formas como el “Folklorismo pornográfico” o a simples humoradas de un viejo verde, quizá para no ver que él tiene toda una forma de narrar en la cual interpela a la tradición más rancia de la literatura colombiana, producida en los espacios ministeriales y consulares. Hoyos se plantea como un cronista de la vida sexual de su región, además de instituir a sus libros como medicinas que curan el enfriamiento entre las parejas. Este carácter terapéutico que él adjudica a sus volúmenes, me ha hecho pensar que no entiende a su escritura como algo vinculado a la elaboración de la literatura.
¿Qué lecturas o acontecimientos vitales e históricos han marcado tu vocación?
No encuentro hechos concretos pero, a partir de tu pregunta, me figuro ciertas sensaciones que han alimentado eso que llamas vocación… pensé en que, al no ser una persona que vive de lo que escribe ni anoto en los formularios que mi profesión es la de escritor (lo cual implica “ser escritor”), la idea de oficio se tambalea y no queda otra que llamarle vocación a lo que hago. Dentro de los acontecimientos vitales, creo que el hecho de que la persona que me enseñó a leer fue mi mamá, en casa, y no en una institución educativa, me indujo a cuestionarme si leo bien o si la forma como lo hago responde a lo que se puede considerar acorde con lo que se dicta en las aulas. Mi lectura, que estalló cuando quise leer todos los avisos publicitarios que aparecían en las calles de Bogotá mientras iba en un automotor, se convirtió en una manera de hacer esos viajes tediosos en algo más corto. Si presumo a la vida como un viaje -quizá hacia el trabajo y no como esa aventura que hoy día nos imponen para ser turistas o convertirnos en personas que se comen al mundo o lo tienen en la palma de la mano-, escribir es una consecuencia más de leer esos avisos para así acortar o aminorar el aburrimiento que media entre este día y el último que viviré.
Respecto a los hechos históricos -supongo que cuando dices histórico te refieres a sucesos de impacto social y mediático-, no tengo alguno concreto en mi cabeza, pero sí hay imágenes que me marcaron, no para verterlas en un papel. Creo que ha sido más una situación y una sensación de ambiente predador en el que crecí y que pervive.
Háblanos de tu nueva novela “Aniquila las estrellas por mí”, que se ha publicado hace muy poco y de a cual se hará una re-edición en la Argentina.
Ignoro si es una novela: esa etiqueta la colocaron los editores en Colombia (Uniediciones, con el sello Textos Cautivos). Ellos también la han adscrito a la ciencia ficción pero, cuando escribo, no tengo claro lo que haré, no me encierro en un género ni me propongo abordar una temática concreta sino que me sumerjo en atmósferas y, dentro de ellas, la verosimilitud que se exige en ciertas posturas sobre lo que es literatura o, al menos, buena literatura, se diluye. Por eso, más que de una historia, en ese libro hay un ambiente afrosoviético que envuelve lo tecnológico, lo bélico y lo emocional (ahora que escindo esto, veo que es, más bien, un magma o una masa informe en la que todo se mezcla). De ese espacio brotaron personajes y desdoblamientos que dialogan con un viaje a Plutón, la travesía de un maestro que dice sus parábolas en lugares casi desérticos y ciudades empobrecidas y un despresador de pollos que piensa en las diferentes posibilidades de existir que tendría si su nombre cambiara a partir de diferentes ubicaciones geográficas. La idea es que el libro también sea editado por la editorial Pornos (leapornos.com) y que así empiece a circular por el cono sur y se incrementen las posibilidades de que se lea.
Ahora te has trasladado a México. ¿Cómo ves la literatura que hoy se escribe en Latinoamérica y su relación con México?
He llegado hace poco y recién empiezo a encontrarme con otras formas de escritura. No estoy en la capital, vivo en un lugar que es periférico dentro de las lógicas de la industria cultural, pues vivo en San Cristóbal de las Casas (Chiapas). Por lo tanto, mi visión está muy segmentada y aún tengo como referente aquellas historias de escritores sudamericanos que han venido a México a guarecerse de dictaduras o a buscar una redirección de sus carreras literarias. Ahora bien, creo que la literatura sudamericana, salvo algunas excepciones que aparecen en suplementos y editoriales de circulación iberoamericana, no se lee acá, y también ocurre lo contrario. Percibo un desinterés mutuo y las razones pueden ser motivo de diferentes conjeturas porque van desde la dificultad de encontrar trabajos que no estén contratados por las multinacionales literarias, ya sean grandes o pequeñas, hasta por ese filisteísmo que alimenta una mayor curiosidad por lo último que se escribe en New York o Londres que por lo que se hace en Tapachula o Colón, pasando por una confianza remitida a los grandes centros urbanos.
Con esta salvedad, siento la persistencia del hechizo de Bolaño. Sus referencias a México y sus proclamas de agradecimiento y pertenencia a este país, han ocasionado ese influjo. También he visto que los beat tienen una gran influencia, sobre todo por su relación ambivalente con México.
¿Te identificas con alguno de esos modelos literarios??
No sé cómo identificarme con algún modelo pero tampoco puedo soslayar que no viene acá como un “detective salvaje” que haya entregado todo por la poesía. Al no vivir de lo que escribo, debo negociar en ciertos contextos y tratar de hacer algo con lo que me han dicho que sé hacer. Creo que más que modelos literarios, aparecen formas de encarar la escritura y ellas no responden a decisiones estrictamente personales: hay hechos externos que van marcando determinados rumbos. En mi país, si tienes un apellido de renombre y una tez más clara, cuentas con más posibilidades de ser un escritor y pronto te invitan a conferencias o a dictar clases; si careces de esas cualidades, también puedes lograrlo, quizá a costa de cosas que está fuera de mi alcance, bien sea porque me da pereza o no tengo las agallas o la inteligencia, o quizá el hígado no me da para hacer ciertas concesiones.
Esto último para mí es importante porque cada vez descreo más de la proclamada desaparición del autor y la remisión exclusiva al texto. No digo que lo que hay en el afuera de lo escrito estén las explicaciones – no creo que la comprensión sea un elemento excluyente para leer palabras escritas que no tengan una intención segmentada a lo informativo- pero tampoco creo que todo se circunscriba a lo que hay dentro de las palabras. Con la eclosión de escrituras hechas por máquinas, la clasificación en las librerías se hará a partir de la división entre lo humano y no humano; eso transformará la configuración de los departamentos de estudios literarios y, entonces, el enunciador empírico será central. En el caso concreto de Chiapas, he leído trabajos que cruzan al Tzeltal y el Tzotzil con el castellano. Al escribir en dos lenguas, se pone en crisis las nociones de lengua original y de traducción traicionera: los propios autores se traducen y, en esa traducción no aparece una aspiración de fidelidad a un texto base. Las ediciones de estos libros son bilingües y, por lo tanto, cada volumen contiene otra versión que no desvirtúa sino que entabla una relación que aún está por dilucidarse.
Me he preguntado, a partir de esto, por el proceso de creación que tienen estos escritores, sobre la manera como van auscultando en el discurrir propio de la escritura y las formas que tienen para solucionar entuertos narrativos y poéticos. Y, en el fondo de todo esto titila la presencia de lenguas que no son puras ni obedecen a ideales de perfección propios de lugares donde se suponen ciertas correcciones lingüísticas. Junto con este proceso creativo, los escritores contemporáneos, que también trabajan en lenguas originarias en Chiapas, han planteado una distancia con ese compromiso antropologizador que se les suele poner a los autores indígenas: ya no se ocupan de seguir reproduciendo el ideal de seres bucólicos, libres del mal y portadores de una sabiduría arcana.
¿Cuáles referentes literarios o artísticos han marcado tu escritura?
Te he mencionado algunos en el decurso de la entrevista. No sé si me identifique, pero sí veo en Hernán Hoyos a un escritor que hizo más de treinta novelas de forma independiente; sus libros aparecen en puestos de revistas y es, en ese sentido, un escritor popular y no simplemente alguien que extrae de lo popular para apoltronarse en el pop. También recuerdo a Aquilino Velasco, autor de los Espejismos de la Oscuridad (el título sugiere que no sólo los humanos alucinamos); lo conocí una mañana, mientras comía empanadas. Él se me acercó, vestía un traje de paño y una corbata y llevaba un maletín de cuero del que sacó un libro llamado La consagración a la soledad, se lo compré y hablamos un rato. Él tenía una herida en su cabeza, la cual estaba tapada con una gaza y supuró, al menos en mi memoria, cuando vi a un profesor de la universidad donde estudié burlarse de ese libro. El tipo carcajeaba mientras señalaba errores de impresión y sintaxis, lo hacía con la suficiencia de quien se sabe formador de escritores que hoy día publican columnas en los diarios de más amplia circulación del país y en multinacionales de la literatura; ese docente había forjado un aura de geniecillo tímido del que todo mundo aún sospecha que esconde en un cajón una obra maestra pero es muy inteligente y tiene un filtro tan implacable que jamás se permitiría correr el riesgo de publicar textos como los escritos por Aquilino: yo me identifico con Velasco y temo mucho terminar como ese profesor, es decir, burlándome de alguien que escribe porque simplemente lo hace “mal”. Estos dos son sólo nombres a los que puedo sumar los de René Rebetez, Víctor Hugo Vizcarra u Osvaldo Lamborghini, Alberto Laiseca, Balam Rodrigo o Pedro Sánchez Merlano. Más tradiciones, me titilan nombres y sólo después de escribirlos me aparecen más, como Joyce o Dick.
Desde México, pasando por Colombia y llegando a Argentina, recorremos gran parte del continente Americano, ¿qué similitudes y diferencias encuentras en estas culturas diversas has tenido la oportunidad de observar?
No creo que las haya conocido. Apenas me he encontrado con ellas y procuro no exotizarlas. Creo que no podemos dividir este asunto con el criterio nacionalidades; me parece más apropiado el de las regiones aunque, claro, cómo se hace esa división también sería un problema. Las similitudes las encuentro, al menos hasta la gente de mi edad, en la fatalidad de que aún nos enamorábamos y éramos proclives a hacer melodramas con boleros o tangos o vallenatos. También en el filisteísmo que nos conduce a despreciarnos entre nosotros y a ser muy obsecuentes con lo que no sea tan latinoamericano. Y, sobre todo, en cierta ampulosidad en el mundo cultural, persiste la idea de que, quien escribe o compone música, es diferente, tocada por los dioses y, con ello, surge toda una cadena de favores y reverencias que confluyen para hacer burbujas en las que terminan encerrados los llamados creadores. Las diferencias van desde la comida hasta el sentido del humor. En lugares como México, sobretodo el centro, se juega con el doble sentido de las palabras. En el cono sur, hay una gran capacidad para el insulto directo, una creatividad que puede desembocar en construcciones delirantes.
Por último, háblanos de tus próximos proyectos.
Como dijo mi amigo Nelson: no tengo proyectos, sólo pretextos. Pretextos para escribir y hacerlo mientras pienso en escribir, aunque no termine escribiendo.