Debiera ir así, aunque no es fábula: “Hace unos años el joven volvió a la ciudad y fue a pedir empleo a su viejo maestro, un librepensador republicano. Este le pidió noticias de su anterior empleo en la ciudad vecina. El joven respondió: ‘Era de profesor en una universidad rural, grande, de buena paga. Pero ahí los libros de los profetas y de los sabios se guardaban en un arca cerrada con siete candados porque los profesores pensaban que su conocimiento podía corromper a las gentes. Por ese motivo decidí renunciar y volver a mi ciudad natal’. Su viejo maestro alabó el gesto idealista, elogió el desapego del dinero y prometió hacer lo más que pudiera por su antiguo discípulo. A los pocos días, el joven supo que su maestro había ido a ofrecer sus servicios a la universidad vecina, el que se pagó con buen oro, y naturalmente, jamás le ayudó a conseguir empleo en su ciudad natal”. Entonces entendí cómo funcionaba la universidad en mi país.
La fábula, o lo que podría serlo, no acaba ahí; podrían añadir más episodios como las fotografías de un álbum siempre incompleto. Algunos incluirían mi propia miseria: cuando acepté puestos por debajo de mi calificación, cuando hice de nuevo de asistente de cátedras inútiles y vigilaba que los alumnos no copiasen en los exámenes de facultades remotas por pagos miserables. Hasta que supe que mi viejo maestro estaba lo suficientemente senil para no decidir nada, y que los nuevos reyezuelos en ascensión con su decadencia no entendían bien qué hacer con el detalle de sus viejas deudas, zancadillas y traiciones. Entonces volví haciendo todas las ceremonias de un novato tardío, e hice todo lo que no hice la primera vez por virtud de juventud. Guardé silencio hacia la componenda por becas, me puse de perfil ante las preferencias por razones de sexo, raza u orientación política, me limité a criticarlas a espaldas de otros, como hacían con fervor cívico los jóvenes maestros de mi nueva puesta en vereda. Alguno de los nuevos reyezuelos, ante mi cultivada grisura, señaló con entusiasmo que yo había madurado.
Me sentí en paz, porque al fin podía dedicarme con un sueldo magro, pero estable, a las dos cosas que me satisfacían más por sobre las otras: leer y enseñar. Entiendo que enseñar requiere de alguna cuota de idealismo, y, con seguridad, creo que él sobrevive intacto en la letra de mis clases (a veces, solo la letra queda para decir la verdad, pero, al mismo tiempo, hace de ella un gesto póstumo y, por tanto, cobarde). Pero, como sucede siempre, todo paraíso, aún construido a fuerza de fingir la invisibilidad, tiene su serpiente y esta vez llegó bajo la forma de uno de los reyezuelos, una de mis jefas rotativas, que paulatinamente entendió lo que mi viejo maestro librepensador había entendido siempre: que la falsa amistad consigue más triunfos en la rivalidad, que los rivales son mejores cuando no saben que lo son, y que la única lealtad posible es una sonrisa de cinco segundos y un buen apretón de manos.
No me dedicaré mucho tiempo a ella. Pero conviene un poco conocerla para saber por qué llegué a este punto, a esta cátedra un poco siniestra, un exilio dentro del voluntario exilio del mundo vivo que existe fuera de la universidad. La víbora con sonrisa casi auténtica para un día de sol hizo un movimiento inesperado. Consiguió hermanar a viejos adversarios de los tiempos prehistóricos de la crítica formalista con la promesa de mejores presupuestos, recurrió al cariño de viejas compañeras de promoción para que la apoyaran en una serie de votaciones, invitó a amigos suyos de destierros dorados a postularse a flamantes cátedras que mezclaban el exotismo con la novelería. Y con los votos de los dinosaurios consiguió la incorporación de los exiliados, y con la suma de los votos de las compañeras de confianza consiguió una mayoría arrasadora en el consejo de los profesores, a tal grado que reunió una preeminencia sin antecedentes incluso en los años de mayor lucidez de nuestro patriarca senil, a quien, dicho sea de paso, jubiló con un profesorado emérito y un dulce beso en la frente. A continuación, organizó encantadores refrigerios en cafeterías de un gusto exquisito para sus nuevas estrellas docentes; se reunió infinitamente con rectores, decanos y autoridades, exhibiendo con alternada destreza finura y probidad; y cuando hasta sus amigas de los tiempos de la licenciatura reclamaron por el sutil, pero imparable acaparamiento de cátedras principales por ella y la panda de noveleros del exilio, las cerraduras del poder estaban tan aseguradas en las jerarquías celestiales, como en las terrenas, que solo quedaba imitar su sonrisa casi auténtica para despedirse de esa víbora, mientras se agradecía, mentalmente, que le permitiera a uno seguir siendo su empleado.
En lo que a mi respecta, debió darme lo mismo. Debí seguir siendo insensible a todas sus taras de una afición al poder que la mejor literatura ilustra con más señas que yo. Debí ignorar su tragedia de melodrama televisivo nacional: ese privilegio y nombradía que ella, con un anacronismo entre mísero y conmovedor, otorgaba al alumnado con apellido extranjero o linajudo, como malvada rancia de Corín Tellado. Debí tener más fe en la justicia poética. O en mí mismo. O en mi estrategia de grisura que se confundía con la oscuridad de los muros de la facultad, o al menos lo suficientemente lejos de ella para que ninguna seña de mi libre opinión la afectase.
Sé que no ocurrió. Sé que no he aprendido nada, como es obvio que aprendemos muy poco luego de que el temperamento se fija en nuestros genes. La culpa de todo esto también es de los genes. El asunto es que con cortesía una tarde de verano me comunicó que mi formación profesional no encajaba con la que promovía el departamento (recuerdo que sonrió comprensivamente ante mi desazón) y que, en todo caso, mi continuidad quedaba condicionada a mi desempeño en un curso optativo de horario insufrible, nueve de la noche, en un pabellón medio destartalado, que debía corresponderme por mi “apego a la ortodoxia en estos tiempos de sorprendentes revoluciones”. En resumen, me asignó un curso de Rítmica y Métrica española, un curso del que los noveleros corrían por arcano, y que los estudiantes, embobados por cómo el sexo y los malvados capitalistas cobraban tanta relevancia en la lectura del Quijote, no querían tomar. Es decir, no solo era un destierro en el destierro, sino una muerte lenta: eventualmente el curso desaparecería del plan de estudios por falta de alumnos y yo sería despedido, pero la incertidumbre radicaba en cuándo. Debo confesar que llegué a apreciar las finuras que la víbora, convertida en anaconda satisfecha, se tomaba con mi ejecución (mi antiguo maestro, probablemente, las hubiera dedicado a alguien de más alto rango; pero no hay que negar que, incluso en el momento de castigar, mi jefa lo hacía con consagración de mujer).
Me dediqué a preparar mis clases y resucitar el viejo curso de Oldřich Bělič, quien entendía la música de los pies rítmicos españoles que ya nadie apreciaba. Hechas las metáforas del caso para mi situación, convenía morir con el uniforme puesto, dando una lección. No tengo que decir que impartiría mi cátedra con el mayor respeto por mis alumnos, por su compromiso con las viejas letras hispánicas, sus melodías sentidas y sus cacofonías siniestras. No creo que por otro motivo escriba. La tirana me tiene sin cuidado. Su intervención final solo fue una manera adicional de confirmar que la universidad de mi país, que mi país y mis genes fueron como siempre los conocí, a tientas y por ratos.
A Mario Venza lo conocí el primer año y quizá fue el más inteligente de todos. Se había trasladado del programa de Derecho, una disciplina que sus padres le obligaron inútilmente a estudiar. Al final, se salió de ella porque se convenció de que no era lo suyo en un taller de narrativa que tomó con Paco Trigoso, un viejo ex alumno que le habló de mí. Vino con fe. Yo no sé si los alumnos iban con fe a las otras clases de literatura donde se hablaban de falos, vaginas y penetraciones simbólicas. Pero a la mía este chico vino con fe. Empezó casi raquítico y con un peinado de rastafari, pero, sin negar sus convicciones, poco a poco se avino a la combinación de camisa y pantalón en la gama de grises que los profesores jóvenes usábamos, más por falta de imaginación en asuntos de moda que por algún reglamento escrito. En su primer trabajo descifró que un poema de Góngora a la ciudad de Toledo presentaba una regularidad rítmica que configuraba, en un diagrama cartesiano, una meseta análoga a la altiplanicie sobre la que se erguía la vieja urbe hispana. Para mí, exageró la interpretación, pero ese era el espíritu de un investigador. Trabajamos juntos algunos poemas de Machado que requerían un análisis detallado de un ritmo singular pero asumido de manera general como poco problemático (es decir, predecible en términos de las bien conocidas costumbres versales de Machado). Al salir de trabajar de mi oficina, donde siempre terminaba las clases con él, íbamos a tomar un café al García, un localcito bohemio donde asumían que yo era periodista porque mis anteojos de carey parecían de paparazzo farandulero, y no un rescate de monturas viejas de mi padre, como en efecto eran. Venza era tímido y, al principio, se limitaba, café en mano, a conversarme con variaciones de mis propios formalismos de especialista en vejeces entre castellanas y modernas. Pero, tras varias tardes de cafés, se soltó. Me contó que vivía solo con su hermano menor, también provinciano, en una pensión cerca de la ciudad universitaria. Supe que le gustaban los poemas porque le sonaban a misterios cuyo encanto racionalmente se le escapaba y que buscaba reproducir en versos de su autoría que nunca me confió (pero yo sabía que existían, que su cara de pájaro eventualmente trató de expresar su voluntad de dármelos, pero nunca hubo esa vibración traslúcida en el aire que anunciaba la inminencia de la confidencia poética). También supe que tenía una novia linda y pobre que trabajaba de equilibrista, como muchos jóvenes desorientados que se empeñaban en el faquirismo o el baile callejero; total, de algún modo debía ganar la plata. Era un gusto ver a Venza, en clase, cuando se le iluminaban los ojos negrísimos y brillantes durante el análisis del ritmo de sonetos gongorinos, sus favoritos. Góngora le parecía un cura endiabladamente inteligente, una verdadera “joyita” que “se había escapado todo el tiempo de la maldad de la Iglesia para torear y escribir esas “espléndidas magias tristes”. A veces me decía, meditabundo: “Pero cómo la amada en Góngora se convierte en nada”, y creo que imaginaba, en sus frecuentes silencios, a su bella equilibrista cayendo desde lo alto de una cuerda tendida sobre el vacío. Poco antes de que le sobrevinieran los males nerviosos, me contó una noche, como inspirado, que verificó que los poemas petrarquistas del poeta nacional Ernesto Amézquita copiaban estructuras métricas y rítmicas que correspondían, uno por uno, en orden invertido, con las composiciones del mismísimo Francesco. Esa iba a ser su tesis de bachillerato. No lo fue porque un día sintió miedo, más miedo que de costumbre, taquicardia o solo un terrible agotamiento por leer o tanto estudiar. O tal vez la enfermedad de la poesía, de la que tanto se ha escrito y hablado, lo desnudó como un hombre enfermo, o quizás más lúcido. Lo cierto es que el ataque de pánico le sobrevino luego de pensar horas rodeado de poemas y casi al amanecer. Aún tengo sus trabajos, y no puedo aceptar que la solución para esa mezcla de audacia y timidez, luminosidad y entrega de Venza fuese esa cosa triste, esa cosa zafia que es pasar todo el día en la cama por la fotofobia, la agorafobia o tomar psicofármacos. Aún recuerdo cuando me quería invitar los cafés y no tenía dinero. La verdad, nunca empezó a ver fantasmas u oír voces. Simplemente pasó que “tuve miedo… de entender más”, me dijo, la vez que lo fui a ver, y estaba más flaco que siempre, y más susurrante. “En la poesía había un secreto que ya no podía ver de frente”, me dijo. “Lo entiendo, pero me da demasiado miedo”. Quiso llorar. Yo, la verdad, solo lo entendí a medias.
Samanta Varas apareció en el quinto año (parece mentira que el curso pudiera seguir durando con media docena de estudiantes de literatura a medianoche). Ella sabía desde un comienzo que la métrica y la rítmica le importaban tres pepinos y que solo quería conocer cómo se destilaba poesía en estado puro. Se había inscrito en el curso porque le habían dicho que yo era el único que sabía explicar cómo se hacían poemas, no como los otros, que hablaban de las bolas de Marx o del pequeño objeto alfa (sobrenombre que habían puesto al profesor lacaniano por su estatura discreta y su confiado uso de zapatos de plataforma). En realidad, pecaba de una ingenuidad sorprendente en cuanto creía en el poder de los versos para estremecer a las personas y, de hecho, ella colapsaba emocionalmente con los poemas de Blake cuya lectura conseguía introducir en la rutina de la clase, a fuerza de súplicas y engreimientos, cuando estábamos entrampados en algún pie rítmico anómalo, quizás afrancesado o anglófilo, en algún autor menor de la Generación del 27. Lo conseguía imponiendo su dulzura de ex alumna de colegio de monjas anglicanas al atuendo de doncella gótica, signado por un collar de cruz egipcia, su palidez de ceniza y el rímel que expandía el filo leonino de sus ojos. Era intencionalmente torpe para calificar el mérito de un poema de Calderón; cuando era bueno, era “Qué tal huevón”; y Lope, “Ese rechucha”; y Lorca, “Que maricón para buenazo”; y Pedro Salinas, “A ese me lo cacho de frente”. Pero antes que la impostura callejera, primaba en Samanta ese afán por compartir una experiencia que solo parecía tocarla a ella por las extremas efusiones de gozo que hacía con cada buen poema que leíamos antes de proceder a su análisis formal. Luego se perdía buscando en sus libritos la poesía visionaria inglesa que siempre era el punto de llegada arbitrario al que la conducían cualquiera de mis explicaciones. Para combatirla, y no salirme de tema, le presenté a Rimbaud, Baudelaire, Mallarmé y diserté a mi antojo sobre sus innovaciones rítmicas (una clase extraña, sin duda, para los que esperaban el análisis programado de la poesía de Bécquer). Pero conseguí capturar su atención para el curso y para mí de un modo absorbente cuando referí el proyecto de representar la Nada en una colección de sonetos de Mallarmé. Luego se matriculó en cursos superintensivos de francés, me contó, y se leyó la obra completa del poeta meditando gravemente sobre la nadidad de cada uno de sus versos. También se amaneció intentando ver una constelación descrita en esas breves canciones que aspiraban a sustraer del mundo incluso el espacio y el tiempo. Su candor me conmovía, con esas ternuras enfermizas que a los hombres de letras conducían sin duda al enamoramiento platónico. Si no ocurrió fue porque, uno, era su profesor, y dos, quería creerme más allá de cualquier conmoción luego de leer toneladas de novelas hasta el aburrimiento y saber que ese modelo de muchacha atractiva en su indefensión y vitalidad ya lo conocía: era a medias Natasha Rostov y a medias Nadja con su poco de la Maga de Cortázar (O me enamoré de la joven y loca Samanta. A quién voy a engañar. Pero lo hice en la edad en la que se sabe que esa efusión de la mente es inútil, y solo se debe contemplar al amor como una luz de bengala que se agita en la mano de un diabético, al que se le amputará el miembro de forma irremediable). Terminamos haciéndonos buenos amigos porque Samanta trabajaba de vendedora en una librería enorme que era imprescindible visitar, y mientras yo buscaba libros me hablaba de los ángeles de Swedenborg, del soneto en ptyx de Mallarmé, de que quizás hacía mejor enamorándose de chicas, ya que le atraían terriblemente en sus noches de soledad entre sus sábanas de Winnie The Pooh, que le frustraba terriblemente no escribir los buenos versos que sonaban como bombos entre su cabeza y su corazón, pero que pensaba vivir como si toda su vida fuera un poema porque buscaba que esa fuera su única y vibrante obra de arte. También me contó que estaba nerviosa debido a que, como era frecuente, en una librería los estudiantes universitarios se robaban libros y los administradores, guiados por el olfato de lo obvio, la sindicaban como sospechosa y la tenían bajo estricta supervisión. Naturalmente, ella era la ladrona, pero no saltó a mi conciencia entonces porque Samanta no me daba tiempo para pensar: salía con que tenía un novio músico que tocaba el teclado como Chick Corea y una amante lesbiana que era la árabe palestina más hermosa de la ciudad, y los balnearios de los desnudos del legendario sur, y qué pensaba como estudioso de la obra de García Lorca sobre los drag queens. Solo se desaceleraba un poco cuando le preguntaba por su familia. Explicaba alternativamente que era muy feliz con papá, mamá y sus dos hermanos, o que era terriblemente desdichada con el padrastro, un tipo gordo y de gabanes oscuros que iba a recogerla a la puerta de la universidad cuando se hacía muy de noche y al que la clase había bautizado como Umberto Eco. La verdad, un día en que no hizo una tarea y se quedó en el salón refunfuñando contra su propia dejadez, terminó confesándome, no sé si en un pedido de auxilio, un ataque de sinceridad o un acto de exhibicionismo, que su padre verdadero había sido cocainómano. Había muerto por complicaciones cardiacas de la adicción cuando ella tenía doce años y vivían en una ciudad portuguesa feliz con playas y miles de etnias, y que el padrastro se aparecía en su habitación a medianoche para toquetearla, o ella lo había tentado apenas lo conoció, admitía contradiciéndose, para probar que era una adolescente con sexualidad sin inhibiciones, pero, como fuese, ahora le daba asco, y él no paraba de aparecerse a medianoche, y la amenazaba con irse de la casa y abandonar a su madre si ella no se dejaba manosear o lo delataba. Eso le parecía terrible y pensaba mil veces en el asunto, no como ideas conscientes, sino como sensaciones que a veces se manifestaban en entumecimientos eléctricos o temblores en el pecho, o la ponían en estados de ansiedad que la obligaban a gatear y ocultarse debajo de su cama. En alguna ocasión, cuando salía y se vestía y duchaba con agua helada, me dijo, sentía como si alguien le hubiera robado los sentimientos y los hubiera puesto detrás de un vidrio fuera de la ducha. El resto del día leía poesía inglesa y norteamericana, francesa, o estudiaba mi curso de Rítmica y Métrica sin mucho interés, y luego trabajaba o se iba a bailar, pero, otra vez, en la discoteca de las luces y los amantes la vida parecía una película que le pasaban en una sala vacía. De ahí que saboteara mi curso a su capricho con tal de escuchar las imágenes que la hacían volar viniendo de boca de otros para volar doblemente cuando las repetía susurrando. Un solo verso de Aleixandre la podía llevar a la estratósfera: “En tu boca latiendo su celeste pluma”. Los paladeaba. Pero el resto del día carecía de imágenes tan imperecederas y su proyecto de hacer de la vida un poema se venía abajo porque la belleza de su vida de meditación, trasgresiones y asombros le parecía demasiada instantánea o sometida al control o a la imperfección del dolor. Además, los bombos en su cabeza ya no contenían versos, eran ecos insoportables en su pecho y no la dejaban dormir, como tampoco los toqueteos de su padrastro o los temblores que eran un incontrolable susto. Terminó por tomarse con todo lo que le dio la desesperación una botella de líquido para limpiar inodoros. “Será una fiesta de fonemas líquidos”, me puso en un examen escrito que no respondía a ninguna pregunta y fue lo último que escribió para el curso y para mí, pero maldita sea si tenía yo alguna idea entonces o la tengo ahora. También puso que la poesía debía estar mal por alguna parte (y cuando lo releí luego de saberlo no solo fue como si me amputaran el brazo con la bengala, sino medio cerebro).
Miguel Kuwae vino a mi salón el séptimo año, luego de dos años de clases sin Samanta, en que solo percibí todo como un borrón y luego como una neblina, de la que emergían voces y aún temas, pero nada humano. Enseñaba por cuarto semestre con los mismos apuntes amarillos y yo mismo me sentía harto de practicar monólogos en clase (mi dictado, en esos años, estuvo lejos de convocar entusiasmos y mucho menos seguidores). Pero Miguel Kuwae me devolvió la lucidez desde su mera aparición porque era claro que no había venido a aprender nada. Era diez años mayor que el promedio de mis estudiantes y había acabado la carrera hacía cinco años. Si no había sido mi alumno fue porque la panda de noveleros del exilio lo había capturado con la promesa de recomendaciones a posgrados de nombres impronunciables y prohibido concienzudamente llevar cursos con los dinosaurios de la crítica formalista y yerbas semejantes a fin de preservarlo del error. Había vivido cinco años en el extranjero, en una metrópoli de trenes subterráneos que se atoraban en los túneles, con tumultos de personas que emergían de estaciones sesgadas por la luz diurna, que no parecía del sol sino de un astro completamente ajeno. Además, no podía sentir empatía con casi nadie porque sus nuevos compañeros del posgrado no querían saber nada de literatura luego de clases y a él lo animaba una pasión insaciable por la expresión poética. Encima, su universidad quedaba en medio de una cuadrícula rigurosa de bares donde había que consumir como desquiciado a fin de participar en una socialización que no le enseñaba nada. Y también tenía que ahorrar. Vivía fuera de la residencia estudiantil porque era muy cara incluso para su condición de becado (que en una ciudad tan imprevisible era siempre andar medio becado). Leía antes de acostarse a Whitman, a Faulkner o Miller, porque creía que entendería mejor ese país conociendo los libros de los genios de su lengua. Fracasaba con cada intento porque su inglés literario era muy malo y porque sus vecinos de junto eran raperos aficionados que improvisaban conciertos de amanecida, y su misma casera dominicana, amparada en la miseria del alquiler, armaba parrandas el sábado más improbable. En esa rutina, los seminarios de su posgrado se volvían una suma de imágenes y voces que parecían no durar casi nada, y la mayor parte del tiempo consistía en vivir caminando entre la nieve repentina para llegar a irrumpir en comederos vacíos, preguntándose qué diablos hacía ahí, por qué no estaba como todo el mundo, abrigado en su casa, con sus hermanos y sus padres.
“Me daba por embrutecerme”, me contó Kuwae. En mis clases de Rítmica y Métrica, dedicaba inesperadas y sutiles reflexiones sobre la poesía de Whitman y Vallejo mientras daba largas aspiradas a su cigarro, que no le prohibía porque el tabaquismo honestamente me parecía igual de estúpido que el antitabaquismo (los alumnos, como yo, prestaban más atención a las elucubraciones de Kuwae; él pensaba cómo la poesía vanguardista debía contener la cerrada coherencia que él introducía en sus análisis; muchas veces yo era incapaz de seguirlo, pero otras veces las metáforas que empleaba estaban cerca de la más iluminadora figuración). Me contó que para no entenderse, o para no perderse, se agotaba caminado y caminando por las calles del centro de la ciudad de las parrandas (entre pantallas de 500 pulgadas de alto, parques multitudinarios de 50 cuadras y media docena de clubes para caballeros). Pagaba lo que no tenía para que la memoria se le confundiera en los salones de nudistas desvaídas y estilizadas de la Europa oriental y las afiladas y elocuentes del Sudeste Asiático. Incluso ahí encontró la confirmación, que le implantaban los días, de que perderse era como un embudo que daba al mismo sitio porque una contorsionista lábil que escogió para manosear en los privados estaba obsesionada con susurrar versos de Whitman. No tenía más de veinticinco, supo luego, dejó la India unos años antes y se había ondulado en tirabuzones la melena negra. Estudiaba en un instituto especializado en inglés antiguo, para diletantes, solo por amor al sonido de sus versos. Eso era lo más desusado de ella porque, fuera de los poemas, no tenía casi nada que decir, y se concentraba en lo indispensable: comida, dinero y vestido. A Kuwae le pareció natural cuando ella le contó que le encantaba drogarse con Nube Nueve porque los versos seguían más tiempo reverberando sin distracciones en su cabeza. Le desinhibía el cerebro animal, la porción más primitiva de este, le producía una transpiración creciente y la ansiedad por caminar velozmente en círculos. Y entonces ambos se quitaban la ropa, porque el calor cedía al sofoco recíproco, y corrían tirándose los vestidos a las caras por la necesidad irreprimible de desplazarse. Y vocalizaban como competidores encarnizados el Canto a mí mismo de Whitman. Kuwae canturreaba a gritos tiradas completas de sus versos. Marchaban como sobre las vigas de una habitación en cuyo centro se atravesaban todas las miradas, pero a la vez viendo en todas direcciones, y tenían ganas de cazar antílopes o sapos. Y la india leía sin saltarse una sílaba Leaves of Grass, ajustándose a él, como si estuviera haciendo carreras entre eso y hablar. “¿Lo entiendes?”, le preguntó. “One’s-self I sing, a simple separate person!”. Y entendía. Multitudes vociferantes ascendían del poema.
“Un cuadro de Picasso o de Juan Gris”, señaló Kuwae. “Cada voz tenía una secuencia rítmica distinta y única”. Volvía a la sala del Museo Metropolitano en ese otro planeta que era el exilio del posgrado, su quinta visita para aprenderse de memoria esa maravilla. La primera vez que me lo dijo no supe si hablaba en serio o era víctima de la soledad, o de la adicción, o del amor a la nudista india y al embrutecerse, pero era completamente lógico si uno pensaba en Whitman que, en más de una ocasión, escribió que cantaba en sus versos a las multitudes que vivían en su interior. Kuwae me explicó que las voces eran simultáneas, pero únicas, como los planos que traza un pintor cubista, y que los cruces de miradas como voces producían coros idénticos a himnos sinfónicos. No ignoraba que afirmar eso era como decir que cualquier análisis rítmico previo carecía de sentido. Estaba viviendo todo el tiempo en los ojos el exilio del Metropolitano a las carreras. Postulaba en los poemas una polifonía invisible que se multiplicaba por sí misma en los versos compuestos adrede como cuadros de Picasso o Juan Gris. Me presentó a la nudista en una mesita del García, luego de clases. Me dijo que era su compañera o su esposa, o su escape a la poesía sin nadie luego de que leímos Trilce de César Vallejo. “En esos poemas se lo inventó todo”, les expliqué. Él cogía de la mano a su india. Vallejo se había ubicado en el centro de un cubo llamado realidad y había distinguido varias escenas sin que dejasen de ser una: una cárcel claustrofóbica, una isla al atardecer, un ave en la niebla de la costa. “Cubismo puro”, señaló Kuwae. “Solo algunos poemas”, le corregí. “Leer Trilce de a tres”, dijo, apretando de la mano a la india. Su idea era simple: solo leyéndolos a tres voces se desatarían todas las resonancias de las multitudes en cada uno de los tres planos. “Trilce como Vallejo lo imaginó”. Así todo eco de ese tiempo fue sin tránsito el cuarto de Kuwae y su compañera. Nube Nueve, cigarros, las cuatro paredes de mi celda albicantes. ¿Cómo fue posible? A mí no me importaba mí mismo. Y bajo el efecto de Nube Nueve se alcanzaba una sincronía al hablar y pensar apenas intuida. ¿Acaso era la poesía que protagonizaba la vida por fin en alguna parte? Y nosotros tres con el poder de proferirla y disfrutarla. ¿O solo era un espejismo inducido por Nube Nueve? Para fines prácticos, no importó. En esa habitación de amantes pobres que solo empleaban para leer gritamos a tres voces que el futuro era montajes, close ups y panorámicas, unas líneas habitadas por la lluvia, por miles de voces de un pueblo desconocido. Sin control, compartimos la poesía de bruto libre. Mojados, como decía Vallejo, “en el agua que surtiera todos los fuegos”. “Este piano viaja para adentro”, canturreamos en la vorágine de la lluvia de mil dedos, de mil cuerpos. Percibíamos que Vallejo hablaba de nosotros cuando anunciaba un cristal que aguardaba ser sorbido por una boca venidera. Esa boca era la nuestra. Y el cristal era el poema pleno en el futuro que por fin había llegado hoy. Pero el futuro se acababa también. El poema último llegó en un instante. “Y, luego, ¿qué?, preguntó la india y preguntó Kuwae. Yo no lo dudé: “España, aparta de mí este cáliz”, les dije. “Los cantos de Vallejo al hombre nuevo que vence la muerte porque es todos los hombres simultáneamente”. Así era, o creí entender, o Nube Nueve me permitió entender que así sucedía en esos poemas con mayor lucidez que en todos mis años de dictado: Vallejo había escogido en España cada sonido, cada palabra en un verso como si fuera una tesis completa y perfecta en sí misma, y el siguiente verso, la siguiente palabra, el siguiente sonido, como si fuera su antítesis, y el resultado en el nuevo verso era la síntesis completa de la nueva palabra, del sonido, del nuevo hombre, que a su vez era tesis del próximo verso, de la siguiente palabra, del siguiente sonido, de un nuevo hombre dialécticamente siempre superior al anterior. ¡Era una escalada de miradas que podían atravesar toda la variedad de voces y planos concebibles!
“Voluntario de España, miliciano”, invocamos al nuevo hombre, “de huesos fidedignos, cuando marcha a morir tu corazón”. Pero esa noche no apareció. Ni en la siguiente. Ni en el cerebelo desnudo que lanzaba potentes miradas desde infinidad de vigas de una habitación a oscuras. “La poesía no falla”, dijo Kuwae. Sin embargo, permanecíamos al borde de la oscuridad. Éramos los mismos, las mismas voces, el mismo encierro vertiginoso de los ritmos. La diferencia, no podía ser otra, era la potencia de los cantos. Eran sencillamente sobrecogedores. El poema arrojaba nuestras voces fuera. Kuwae lo supo primero que todos. No estábamos lo suficientemente desnudos. Aún no vivíamos del mismo tuétano del cerebelo como el bruto libre y vestigios de la conciencia humana domesticada impedían acceder a la visión del poema pleno, del nuevo ser humano. Había que liberarse de cualquier residuo. La noche siguiente Kuwae multiplicó la dosis de Nube Nueve y recitó el poema final de Vallejo y no fue como si cayera un velo, sino un movimiento veloz y preciso. Tuvo la visión del ave, la sensación cazadora, la del antropófago vociferante y la sed de agua no bebida, del cerebelo incorrupto. Fue con ese movimiento, cogió el cuchillo de cocina abandonado en la mesita de centro en medio de la cara de la india y la palanqueó, y la reventó, e hizo pedazos el esfenoides a dentadas, y se tragó la lengua, y mascó hueso y tejido conjuntivo, y se atragantó con los sesos hasta dar bocanadas y casi ahogarse con bofes de coágulos de la sangre que salía a presión. Despanzurrando a golpes los reposteros de la cocina, encontró un machete y se lo clavó de un trancazo en la frente.
Esa misma noche, Mario Venza, se lanzó del piso noveno de la clínica en que vivía susurrando.
Esa vez no estuve con Kuwae porque tuve que volver a dictar mis clases. Las había casi abandonado, pero el instinto de supervivencia me aferraba a ellas porque una desazón nebulosa como la mía requería de un recipiente tan dúctil. Mis clases habían sido siempre para mí como una habitación fundamental, incluso más que el cuartito para delirios rítmicos de Kuwae. En esta otra habitación, mis huesos eran dóciles: me expandía, me contraía, me dilataba, parecía desfallecer y de nuevo me hinchaba. Era un globo inflado a la altura de la malicia de un niño invisible, y quizás el niño fuera yo mismo o la poesía. La habitación me salvó siempre y también de esa noche, luego de la cual todos los órganos de mi cuerpo dieron un vuelco. No había podido mirar a cualquier sitio sin encontrar la opresión pánica de la muerte, pero acababa de dictar clase y los ritmos eran los ritmos, pero solo por unas horas más. La secretaria que me dio las abominables, las incompresibles nuevas se volvió a su escritorio. Los otros detalles los conozco por el culto morboso a las minucias de la prensa sensacionalista de mi país, por su policía, que filtra fotos para los programas televisivos de crónica roja a cambio de propinas. Y vuelven como el ambiente de una intervención quirúrgica en medio de un campo de batalla. Esa noche, me fui en taxi a mi casa. En la madrugada, no entendía, no asía por ningún lado la habitación del crimen, que creía haber experimentado completamente con hartazgo, o con goce, o con la maravilla de los versos. Pero había dictado mi clase. Recibí el nuevo día con una ansiedad creciente por la misma luminosidad, pero sin ninguna expectativa. Me vestí y fui a la facultad. Me dijeron que la víbora de mi jefa, la anaconda victoriosa, quería verme de inmediato. Caminé hasta los edificios administrativos con un escalofrío. Me recibió investida con el arsenal de las armas del fin del mundo, lo presentí, o lo que en su entendimiento tenía por lo más próximo, la sonrisa para una mañana soleada. Progresivamente su tono fue ajustando los matices cordiales y admitió la solvencia profesional. Mis clases habían adquirido un dudoso prestigio para la universidad. No se trataba de que mis enfoques fueran conservadores, explicó. Pero no podía ignorar el lamentable saldo de muchachos con decisiones fatales inscritos en mi curso. Los chicos son sugestionables y entiendo que no tienes que ver con nada de ello; incluso entiendo que tus conversaciones con algunos de ellos en ese cafecito tan demodé son parte del anecdotario universitario que los profesores de vieja escuela y los jóvenes románticos necesitan cultivar. Pero no son aconsejables porque los muchachos confunden mucho el estudio de la poesía con sus ansiedades personales. Los estudiantes pierden la perspectiva de que el estudio de la literatura es una carrera profesional y no efusión sentimental. Me parece espantoso que esa chica Samanta, la que fue sobrina de la poeta Sandra Varas, mi amiga, terminase creyendo en visiones fantasiosas producto de la imaginación desmesurada. Y ese chico Miguel, tan prometedor, que era recomendado por Danielle Protheroe, mi profesora de posgrado en la New School, cómo fue posible que cometiera esa atrocidad. He tenido que atender en la mañana a los agentes de la policía que intentaban interrogarte. Por fortuna, tú sabes cómo funciona una pesquisa en este país, y el nombre de nuestra universidad tiene un valor. Pero entenderás que resulta inconveniente tanto para la facultad como para ti continuar con un vínculo que se presta a las especulaciones.
Desde luego que la comprendía. Yo sudaba frío sin ninguna voluntad. Era conmovedor ver cómo hacía énfasis en estupideces. Era una mezcolanza de convencionalismos y prejuicios. Sintomáticamente, omitía todo el asunto de Mario Venza, que ambos sabíamos que no era pariente o amigo de nadie (yo fui a su entierro, yo vi a su novia equilibrista, que había caído en la nada, de la que él hablaba y habitaba ahora. ¿O era el miedo consciente a la poesía?). Y en esa penumbra de palabras que no llegaban ni a razones ni a pedidos mi jefa se movía magnífica: me exponía las posibles consecuencias de no someterme y las amenazas de la habitual maledicencia. Firmé los papeles que me tendió con una convulsión de emociones. Pero no tenía de qué quejarme. El lapicero solo corría por la hoja despidiéndome. Pero yo lo supe siempre. Así funcionaban las cosas. Acaso abrigué la ilusión (no, con seguridad lo creí) que, mandado a mi edificio solitario y dictando a mi modo, me dejarían en paz. Pero yo sabía que todas mis acciones y mis clases carecían de sentido si igual todas conducían cada cierto tiempo a esa sensación de mutilación y a esos muchachos muertos.
Mientras me iba a casa en medio de una ciudad confusa tras los ojos, como ahora la emoción y el ímpetu de las clases, tuve la seguridad de que experimentaba lo mismo que me había contado Samanta antes de morir, que mis sentimientos estaban colgando al otro lado de un vidrio, fuera de una ducha, inalcanzables. Me quise meter en la primera puerta y me di cuenta de que nada funcionaba bien. ¿Era esta, al fin, la fotofobia, la agorafobia, la enfermedad de la poesía? No sé cómo llegué a mi casa con una pierna temblando frenéticamente y un ojo completamente desenfocado, con electricidad que subía de la espalda a la cima del cráneo.
La fábula debiera ir así, pero no es fábula: “La maestra de mediana edad que no creía ni en los sabios ni en los libros de los sabios sino en el oro de los reyes y en los espejos de las cortes, o en mezquino brillo de la piel de los nobles, recibió la visita del profesor joven que acababa de vender a los mercaderes de esclavos, o a los matarifes del coliseo para alimento de los leones. El joven profesor le explicó que volvía por gracia de los sabios y la locura. Ella pensó que era una pesadilla y pronto despertaría. Él la despertó de un balazo seco en la cabeza y explicó que era la venganza del Dios de los Poetas”. Pero no fue así. Sería muy adecuado, pero yo no soy así y la fábula debiera incluir más verdad, como los genes o la imaginación de mis muchachos muertos. Como Samanta, a quien oigo hablar a veces de lejos, como en una permanente madrugada, mientras escribo este memorial. La fábula debiera decir que no hay justicia poética, o que esta tiene una violenta e impensada dedicación de quien juzga en los detalles. Pero no es fábula o tendría que serlo de una forma nueva, captando el movimiento de lo presente. El joven profesor no debiera ser tan joven, debiera tener un doctorado en cursos impronunciables, usar zapatos de plataforma y ser conocido como pequeño objeto alfa. Y ella lo recibió con la sonrisa de bienvenida para los favoritos. Pero él acababa de amanecer de una mala borrachera, se había jurado maoísta hasta las heces entre sus amigos lacanianos en un bar de lámparas art decó, y los diablos azules le habían dado lo suficiente para ir, con la pistola cargada, a matar a esa mujer fea y mediocre, a la que había servido solo porque le prestaba atención a sus novelerías, y omitía que era un bueno para nada en toda otra actividad, lo que en cualquier país del mundo civilizado le hubiera garantizado que se muriera de hambre.
Aparecido originalmente en El fuego de la multitudes. Nueva York: Sudaquia, 2016.