Ilustración: Gabriela Mayorga
Veía secuencias, secuencias que desfilaban a una velocidad escalofriante, como si me hubieran encajado un rollo de película en la cabeza. Me resultaba imposible frenarlas. No lograba dormir y me levantaba tan cansada que, al incorporarme, todo a mi alrededor se tornaba negro. Mi padre tenía que vestirme desde la cama para no llegar tarde al colegio.
Hace tiempo que no he vuelto a tener esos pensamientos acelerados. El paso a la edad adulta me ha sentado de maravilla. En la universidad le atribuí el mérito a los porros, pero ahora conozco lo que de verdad me ayuda. Desde que practico vinyasa, ceno un tercio de mahou y veo por lo menos veinte minutos de stories antes de acostarme, duermo como un tronco. Ya no tengo que montarme mis propias películas ni enfrentarme a esas hojas de cuchillos que me mostraban reflejos extraños.
Es como si todo me sentase de lujo. Además del yoga, la birra y el Instagram, hay muchas otras cosas que me vitalizan. Voy al baño dos veces al día gracias a mi ingesta masiva de kiwis y arándanos, no tengo resacas puesto que he sustituido los gin tonics por pastillas y me corro en diez segundos gracias al regalo de cumpleaños de mis amigas. En el trabajo me preguntan cómo hago para siempre estar tan alegre. “Hija, tú siempre estás contenta”, me recriminan. “Pues como hay que estar”, les respondo.
Dicen que los dolores y los fracasos son grandes escuelas de la vida, que con ellos uno aprende el valor de las cosas, a relativizar y a conocer sus límites. Chorradas. Para qué sufrir si se puede estar bien. Mi taza del desayuno, la luna y mi terapeuta me avalan. Ellas me guían hacia la felicidad y, desde que les hago caso, duermo mejor, cago mejor y me lo paso mejor. ¿Qué más se puede pedir?
A la gente se le llena la boca hablando de sus traumas, llaman así a cualquier inconveniente de la vida. Yo, en cambio, no tengo ningún recuerdo traumático, ni siquiera una heridita patriarcal. Quizá mis amigos tengan razón cuando me dicen que estoy narcotizada, pero me da igual.