Ilustración: Gabriela Mayorga
En colección “Archivos Intervenidos”, creada por Florencia Davidzon en colaboración con su asistente ChatGPT.
Walter, arrojado a una ciudad que no conocía como en un sueño febril, se encuentra a sí mismo en un parque que se llama Plaza de Santo Domingo. Con el paso lánguido de quien no busca sino solo sigue el aire, y el polvo de las esquinas se deja llevar. Un aroma a metal oxidado y humo invadió su naríz, como si el cielo hubiese decidido inyectarle el olor a alguna vieja hoguera. A lo lejos las campañas de la catedral repicaban con un estruendo de maderos. En esa mañana de pocos transeúntes, un joven voceaba que eran las diez de la mañana y parecía sentirse útil por eso. El sol implacable se derramaba sobre las fachadas coloniales y Walter, como un flaneur atrapado en esa ciudad ajena, observaba todo con gran perplejidad. Sintió calor y pensó que debía ser verano. Se sintió ridículo andar como iba en sweater de lana y se arremangó. Se aproximó al joven quien se tomaba de su garganta adolorida intentando calmarla de tanto ofrecer la hora y animarse a ser el dios del tiempo a cada hora. No parecía tener ganas de platicar con Walter. Pero le confirmó que era 10 de junio de 1820. Walter quiso convidarle un dulce de mentol para aliviarle la carraspera, pero no llegó a tomarlo de su bolsillo. La presencia de una ruidosa formación de botas que avanzaban a pasos acompasados, interrumpió a Walter. Más de setenta hombres avanzaba pisando fuerte el suelo. Al frente iba un hombre alto y corpulento, el Capitán Pedro Llop. Su rostro estaba curtido y endurecido por los años, estaba surcado de arrugas profundas que se apretaban en una expresión de piedra. Los soldados cargaban además de sus armas, dos cañones. Atravesaban la Plaza de la Constitución y lo cruzaron. Walter los siguió con curiosidad como quien camina a su pesar tras el aire denso y pesado, como si la historia misma, enfurecida y tambaleante, lo estuviera requiriendo en ese lugar, susurrando su nombre. Sintió que sus pasos no lo arrastraban hacia delante sino hacia atrás, a través de los pliegues del tiempo. Llegó detrás de ellos a una puerta de un imponente edificio marcada por el peso de los siglos de murmullos y condenas. Luego lo supo, era la entrada al Tribunal de la Inquisición, que guardaba el eco de cientos de confesiones arrancadas bajo tortura, y el crujido de los maderos en las hogueras. El notario desenrolló un pergamino y leyó la orden de clausura en voz alta. Luego pegó un acta con un golpe seco en la puerta de ese edificio. Se hizo un bullicio desordenado que se apaciguó de pronto. Walter observó al Capitán Llop, mirar el edificio a través de sus ojos oscuros como dos carbones apagados, y su ceño amargado y lleno de furia como si el edificio le hubiera hecho una ofensa personal. Avanzó con resolución, parecía arrastrar el peso de los siglos y ser depositario del honor de gritos y secretos. El Capitán detrás de un uniforme, medallas torcidas y opacas, imponía autoridad. Vio cómo apretó sus labios y se paró junto a la entrada de ese lugar. Tocó tres veces, como reclamando justicia con el puño de su espada. Los golpes en la madera reverberaban los sonidos de viejos lamentos, el mismo que él había conocido en sus ancestros portugueses. Sin embargo, después de golpear el silencio era completo, como si las piedras fueran sordas. Nadie respondió. Oía la nada. Ni un crujido, ni un paso la interrumpió.
—¡No abren! —gritó el Capitán con furia, con una voz fuerte y rasposa que resonó en toda la plaza como tambor de guerra mientras mantenía su mandíbula tensa.
—¡Balas a ellos! —dijo al fin, seguro en palabras cargadas de algo más que rabia abrazada a su deber, decidido a dar con los responsables de las memorias atrapadas. Sus palabras fueron las llaves que rompieran el hechizo.
Las puertas se abrieron lentamente cediendo el peso de su voz, dejando escapar un olor agrio, como a moho detenido en el tiempo. Dentro la oscuridad era tan lúgubre y fría que los soldados dudaron en avanzar. Adentro el silencio tenía otro espesor, como si el tiempo se hubiera detenido en ese lugar hacía siglos. Walter iba al final. Una vez que todos llegaron al patio, de nuevo gritó el Capitán Llop:
—¡Vengan acá ustedes canallas, que les voy a hacer cenizas el alma!
Al instante se juntaron el carcelero, el conserje y hasta el cocinero de la inquisición.
—Señor, estamos a sus órdenes —dijo uno de ellos.
—Vamos a la oficina de los Inquisidores —pidió el Capitán.
Al oír los gritos y el enojo de la voz del Capitán, los inquisidores que estaban celebrando en ese momento un tribunal pleno, se escaparon a la azotea, subiendo por una escalera de caracol. Solamente el inquisidor Casiano de Chavarri, se quedó sin poder escapar a causa de un reuma. Lo apresaron, amenazándole con meterle un balazo y se quedó bien quieto. En el patio de los naranjos, donde estaban las celdas, el Capitán ordenó al carcelero que abriera esos calabozos. Él le hizo caso. Entonces del primero salió un hombre delgado de una altura gigantesca, tenía una barba enmarañada gris y ojos que parecían haber olvidado la luz. Lo identificaron como, “el judío” Rafael Crisanto Gil Rodríguez, alias el guatemalteco. Tenía como 91 años y llevaba 33 encerrado allí. Era descendiente de una población que había sido expulsada de Portugal, recalcó el carcelero. El Capitán observó su andar tambaleante, sostenido de sus manos temblorosas, sus uñas largas, y sucias, y las ropas deshilachadas que le cubrían el cuerpo, contuvo una lágrima. También Walter sintió un peso en el pecho al verlo, una densidad extraña y familiar.
—El anciano había sido acusado de hereje, de apóstata, judaizante circuncidado, y encubridor de otros herejes —dijo el carcelero sin que su voz transparentara alguna emoción. Quiso descubrir las telas y evidenciar su pene, pero el notario que tomaba notas, con un gesto explicó que no hacía falta. El carcelero continuó entonces explicando de manera pausada que cuando había salido de la hoguera, en el auto de fe del 9 de agosto de 1795, tenía 66 años, y ya llevaba 8 de cárcel. En realidad, explicó, debía haber sido quemado esa mañana, pero pidió misericordia y se le conmutó una sentencia de dos años más y ser enviado a España. No supo decir qué pasó después, o por qué en 1820 como le preguntó el notario, él aún seguía ahí hecho un esqueleto, con esa barba que le cubría más que el pecho. Luego abrieron otro calabozo de olor a moho y humedad y salió un presidiario más joven, Soria. Llevaba los puños apretados atrapando el tiempo, su delito era haber hablado a favor de la Independencia. Sacaron a varios más. Casi al final, escucharon quejas de un calabozo más distante y al abrirlo, algo que los incomodó se presentó ante ellos. Un anciano, esta vez raquítico y con un hilo de barba, totalmente desnudo, se lamentaba, envuelto de dolor. Un olor a carne enferma impregnaba el aire. Tenía los pies y las manos esposadas entre argollas fijas en una cruz de madera. —Llevaba 30 años así —dijo el carcelero monocorde.
El Capitán le quitó las ropas entonces al carcelero y cubrió a ese hombre espectral al que llamó mártir.
Los prisioneros se miraron entre sí sin terminar de reconocerse. Eran 39 presos, contó el notario. Los presos seguían callados, miraban con una mezcla de terror y sumisión y se los veía estar muy confundidos, creían tal vez que venían por ellos para quemarlos en la hoguera, hasta que uno no soportó más cargar el peso mudo de su historia y de la vida que no tuvo, y se animó:
—¿Qué sucederá con nosotros ahora? —dijo.
El Capitán lo pensó un instante, y emitió una palabra seca.
—Nada.
Luego sintiéndose en obligación de decir algo más, dijo: Nada, están en libertad. Se ha jurado la Constitución…y en virtud de esto, se acabó este maldito tribunal.
Walter vio salir a esos hombres, uno a uno por la puerta como fantasmas enviados a la luz sin saber si podían confiar en ella, como si ese brillo fuera una bofetada. No podían reconocer el mundo que se les presentaba y sintieron vértigo. Luego los hombres fueron llevados frente al Virrey, Don Juan Ruiz de Apodaca, quien rodeado de su séquito, y sin atisbo de emoción y con aire solemne les otorgó algo de dinero, una limosna, que por estar tanto tiempo en esos calabozos se habían quedado sin bienes, y solos en el mundo. Ellos recibieron el dinero con manos temblorosas sin saber qué hacer. En las manos de Soria la plata brillaba y él la miraba enfocada, hasta que la dejó caer al suelo y no la volvió a levantar. Walter se cruzó con la mirada del Capitán que cargaba un cansancio distante y comprendió que iba en su transe y no lo veía.
Al salir del palacio del virrey los ex reos se quedaron parados sin saber bien a dónde ir. Walter pestañeó y los vio desgarrarse por el viento detrás de lo que le pareció ser la figura de un ángel. Entonces él mismo se dejó arrastrar sin rumbo por los recuerdos, entregarse al extravío detrás de las sombras, y avanzar por entre las cicatrices que tenía el sendero. Caminó absorto en sus pensamientos como sonámbulo hacia adelante, queriendo alcanzar el anhelado futuro incierto. Fue entonces cuando, sin darse cuenta, mirando el suelo, se cruzó con un árbol viejo y torcido, cuyas raíces se entrelazaban en las piedras del empedrado. El impacto fue estruendoso, el golpe brutal. Al chocar contra el tronco, lo lanzó hacia atrás, haciéndolo caer pesadamente, dejándolo inerte mirando con los ojos abiertos al cielo, mientras su vida se apagaba.
Uno de los soldados del Virrey notó el cuerpo del caído, y se acercó con curiosidad, revisó el bolsillo de Walter y sacó un papel. Lo leyó en voz alta, intentó descifrar el nombre:
—Walter …Camus, parece —dijo, frunciendo el ceño, al leer con esfuerzo el nombre de un extranjero.
Otros soldados se acercaron, intercambiaron miradas y risas.
—¿Y ahora qué hacemos? —preguntó el soldado en dirección al Virrey quien degustaba un chocolate caliente, y se sintió molestó por la interrupción. Pero ya interpelado, echó una mirada al cuerpo de Walter, y con un gesto de desdén como si él fuera una hoja caída, dijo,
—Nada —en tono despectivo mientras seguía su paso.
El grupo soltó una carcajada de alivio. Sin mirar atrás, siguió al Virrey como estela dejando a Walter Camus a sus cuarenta y cuatro años desangrarse en el suelo.
Florencia A. Davidzon, Argentina-México-Estados Unidos. Escritora y cineasta. Lic. Licenciada en Ciencia Política especializada en Opinión Pública (UBA) y Master en Estudios Culturales/Estrategias de Comunicación (IDAES), además de realizar una Maestría en Bellas Artes, en Cine y Producción de Video (Maine Media College). Es autora de la colección de cuentos digitales “Target” en la revista RoastBrief, y de varios artículos publicados en Forbes y Neo México, además de ensayos académicos en las revistas: Chasqui, la revista de comunicación de la UAM, y la revista de Artes Escénicas y Performatividad, Investigación Teatral. Su novela “La Terquedad de las Cenizas”, llegará este año. Actualmente se encuentra desarrollando su segunda novela “Polvo” en el programa de Maestría de Escritura Creativa en Español, NYU. En cine de no ficción, obtuvo el premio a mejor documental por “Los Quijotes de la Marcha”, Oregon Film Festival (2017). Antes, realizó “Digna Merced” que ganó en la Pantalla de Cristal en la categoría de edición y fotografía (2005). “El Sonido de los Pájaros” ganó Corto Cinema Film Festival y logró reconocimientos en el Festival de Morelia (2006). Fue co-autora en la película colectiva “99%”, que se estrenó en Sundance (2012). En ficción sus guiones, “Del amor, la felicidad y otras jaladas”, y luego “De dónde vienen los bebés” fueron finalistas en el Festival Internacional de Cine de La Habana (2006 y 2007). “Navidad” (2014) es su primer corto filmado como directora en Los Ángeles, y Tijuana, participó en Cinequest, San José, Sunscreen Florida, Guanajuato Film Festival México. Su guion, “Chapina” ganó en primer lugar en el West Field Screenwriting Awards (2016) y segundo lugar en Yosemite Film Festival (2016). Su guion de largometraje “Violeta”, fue parte del Laboratorio de Escritura de Guion en Kino Magdalena organizado por el Instituto Sonorense de Cultura (2016) y seleccionado luego para participar del Berlinale Talent Campus en Guadalajara el siguiente año. Trabaja ocupando diferentes posiciones, como investigadora cualitativa, estratega de comunicación y diseño, directora de contenido y en la docencia.