Por Carmen Escobar
Febrero, 2018.
De todas las muertes me enteré por teléfono. O de casi todas. Cuando murieron mis abuelos, no estuve a su lado y fue una llamada la que lo anunció. Mi madre siempre recuerda que cuando me dijo que Mamá Lola había muerto respondí “Puta madre”. Cuando llamaron para decirme de la muerte de mi abuelo Liberio (tenían nombres geniales mis abuelos, ¿no?), era verano y yo era adolescente. Recuerdo haber estado en el campo con A., mi gran amiga de la infancia. La luz era preciosa. “Tu abuelito ha fallecido”, me dijeron por el teléfono negro y antiguo que mi padre se empeñaba en hacer funcionar. A. y yo nos abrazamos. Y nos quedamos mirando la luz y las vacas.
Este año he tenido mi primer anuncio de muerte por chat. Curioso. Esta vez, el anuncio fue dado por A., desde Lima. Esta vez no nos abrazamos ni miramos las vaquitas. Me quedé mirando por la ventana la lluvia. Ese cajón donde guardaba las memorias de Nelly, mi ahora difunta tía, se abrió de golpe, y todas y cada una de sus imágenes fueron cayendo sobre mí, como esos juegos con piezas de dominó en donde los japoneses son expertos.
“Si algo te pasa a ti o a nosotros, no podemos hacer nada por lo menos en dos días”. Eso me dijo mi padre cuando le pregunté, controlando mi angustia, sobre qué pasaría si ellos se ponen mal de repente o a si mí, por ejemplo, me arrolla un tren o me cae un piano en la cabeza. Es cierto. Cuando te separan diez mil kilómetros, no puedes coger el auto e ir a la clínica. No puedes llegar corriendo a casa de tus padres. Debes repetir eso que hiciste tantas veces, pero sin la alegría del reencuentro o la emoción de las vacaciones: sentarte frente al ordenador, buscar pasajes y, sin pensarlo mucho, comprar aquel que no te deje en la bancarrota y te permita llegar rápido, con el menor número de escalas. “Tú siempre debes tener ahorrado, como mínimo, el equivalente a una fianza de alquiler, un par de meses de adelanto y lo que equivale al pasaje más caro a Perú”, me dijo mi papá alguna vez. Práctico.
La muerte no se puede prever. A mi tía la visitó mientras dormía, que es algo así como la muerte soñada. Te acuestas un día y no despiertas más. Sin sufrimiento ni terapias ni tubos que te mantengan viva.
Desde la muerte de mi tía, ando un poco alocada. Desenfrenada, diría. Me persigue la sensación del piano balanceándose sobre mi cabeza. Entonces, lo quiero hacer todo. Y ya. “Ahorita”. Si se me antoja algo, me lo como. Si quiero caminar tres horas, lo hago. Si me gusta mucho algo que no necesito, lo compro. He pensado también en enviar largos y detallados correos a gente con la que no me hablo más o que ya no forma parte de mi vida. Y esta mañana, en lugar de ponerme a trabajar, me puse el mandil y horneé una tarta de calabaza. Porque a esa hora la tarta tenía mucho más sentido que escribir.
En la última conversación que tuvimos con mi tía nos dijimos que nos queríamos. Pero como quien dice “cuídate” o “nos vemos pronto”. Tras su muerte, otra de mis tías queridas me escribió advirtiéndome que estuviera atenta a las señales. “Tu tía se va a despedir de ti”, me dijo. No lo puse en duda, a pesar de lo macondiano del asunto. Hace algunas noches, soñé con ella. En los sueños, como en las pelis de Lynch, la realidad del día a día queda momentáneamente suspendida. En el sueño, mi tía llegaba viva a su velorio, se despedía de cada uno con calma y sin lágrimas. Y con la misma calma con la que uno sale de la cama, cierra una puerta u ordena una alacena, se metía en el cajón de los muertos, cerraba los ojos y así, delante de todos, moría. Una muerte soñada.
Yo me había quedado muy tranquila con este sueño hasta que alguien me dijo: “Dicen que los sueños son realidades paralelas”. Y esto no ha hecho si no aumentar mi angustia y mi miedo a la oscuridad: a lo mejor mi tía, que era muy viajera, se las ingenió para atravesar océanos y distancias y llegó a mi pisito del Poblesec a decirme “chau, pues”. Y hay tardes en las que, mientras camino por dos o tres horas masticando aquello que se me haya antojado en ese momento, creo ver la inmensa sombra de un piano a punto de caer sobre mí. Y corro. A ver si se va.
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Febrero 2020.
El 29 de enero se cumplió un año más de la muerte de mi querida tía Nelly. Ya van dos. Mi mamá, otra vez por chat, me recordó la fecha, y me dijo que aún la extraña y que rezaría por ella. Yo le conté que guardo unos calcetines que mi tía me compró en el 2017. “Simplemente no me puedo deshacer de ellos”, le dije desde mi invierno catalán. “Ay, me vas a hacer llorar”, me respondió mamá desde su verano limeño.
Los calcetines son cortitos y blancos, como de niña. Tienen logos de Wonder Woman y Super Girl. Están percudidos. No los puedo tirar. Yo también extraño a mi tía y extraño ir con ella por el centro de Lima y comer hamburguesas donde Don Juan y visitarla en su oficina que parecía una peli de Billy Wilder. Extraño ya no poder recomendarle libros y bromear con enviarnos regalos alocados para nuestros cumpleaños. Extraño que me cante: “Mi corazón de melón, melón, melón”.
Pero, entonces, escribo y la añoranza se transforma en algo que ya no duele. Y miro mis calcetines percudidos y hablo con mi mamá por notas de audio o emoticones, y recordamos a Nelacha, que es como también le decíamos. Y sabemos que en algún lugar o dimensión nos espera para, por fin, darnos esos regalos alocados y bailar un poquito mientras cantamos la del corazón de melón de melón, melón…corazón.