Mariana Ríos Urquidi
Ilustración por Juan Vázquez
“–recuerda, recuerda, siempre
tuvimos la piel de lo animal”
Emma Villazón
Esta mañana, mientras sacaba la basura, encontré una mariposa muerta que brillaba sobre el cemento del patio trasero de la chifa donde trabajo. Aún mantenía el color en sus alas por lo cual deduje que acababa de morir. Era mi primer hallazgo en mucho tiempo así que volví a la cocina, saqué un envase de plastoformo y un par de palillos chinos sin que el dueño o alguno de los encargados lo notasen. Luego, con pulso firme tomé los palillos y apreté suavemente el tórax peludo de la mariposa para poder levantarla. Por unos minutos la observé a contraluz, el amarillo de sus alas adquirió el tono blancuzco de los rayos del sol que se filtraban por la ventana. La acomodé dentro del envase, mojé ambos palillos con mi saliva y con ellos extendí sus finas alas en un roce preciso. En el momento en que escondía el envase en el refrigerador vi a Pedro entrar por la puerta.
—¿Qué hacés?
—Nada, veía si había suficiente carne para el almuerzo.
—¿Por qué no habría? —dijo frunciendo las cejas y labios. Me encogí de hombros y me moví hacia el mesón de la cocina para alejarlo del ejemplar que acababa de guardar y distraer su mirada. Empecé a preparar las verduras.
—Oye, quería preguntarte. Eh, el otro día, cuando vino ese cliente… —Se quedó pensando.
—¿Cuál?
—Ese… el flaco que no quería pimienta.
—Ah, sí.
—¿Estuviste hablando con él? –bajó su mirada al callar.
—Sólo porque se quejó de su comida.
—¿Y no te dijo nada más?
Recordé la pregunta que me hizo aquel cliente después de que le explicara a detalle cómo preparé su arroz frito, y de asegurarle no haber usado pimienta en ningún momento. Mientras hablaba noté cómo sus ojos se habían fijado en mi boca y observaban mis dientes chuecos. ¿Vos sos la cocinera?, me había dicho al final con notorio desagrado. Se había quejado de un sabor extraño en su comida, un sabor intenso, como a carne cruda, que no podía precisar. Yo no supe qué decirle.
—No, no me dijo nada más —respondí. Empecé a picar cebolla y Pedro desistió de su interrogatorio. Salió de la cocina, pero noté que volteó a mirarme antes de cerrar la puerta.
El ala de una mariposa es tan frágil como la tela que recubre a un huevo debajo de su cáscara. El trabajo más importante que se debe realizar es el de hidratación; mantener el cuerpo humedecido para evitar su deterioro. Por la tarde, al terminar mi trabajo, saqué el ejemplar que había escondido sin que nadie me viese y lo guardé en mi mochila cuidando de armarle un soporte con mi camisa y billetera. Era un ejemplar precioso de un intenso color amarillo. Podía imaginar el lugar donde lo colgaría en casa, cerca al cuarto de mi madre. Salí de la chifa sin despedirme de Pedro que estaba en el baño cambiándose. Había esperado a que entrara para evitar otra conversación incómoda.
Me gusta ir a la chifa en el turno del mediodía y la tarde porque salgo temprano y puedo volver a casa caminando. De vez en cuando, si tengo suerte, encuentro mariposas muertas debajo de la sombra de los toborochis, en especial en febrero. Sin embargo, nunca me había encontrado una a mí, sin buscarla, como lo hizo esta mañana el ejemplar de la chifa. Me pareció que la casualidad traía un buen presagio para el arduo trabajo que todavía tenía por delante ese día y por eso apuré el paso para regresar a casa temprano.
Llegué cerca al final de la tarde, cuando comenzaba a oscurecer. Al entrar fui prendiendo las luces una a una hasta que llegué a mi laboratorio, se podría decir que es un laboratorio artesanal pero no improvisado. Antes de convertirse en mi espacio de trabajo había sido el escritorio, pero de eso ya no quedaba rastro desde hace algunos meses. Mi interés comenzó por un programa que vi una noche en la tele del hospital mientras acompañaba a mi madre. Las noches que pasábamos allí se hacían largas, el exceso de alcohol siempre tenía el mismo efecto; ella inconsciente durante horas y yo esperando a que reaccione. Aquella vez ni siquiera me di cuenta del momento en el que despertó. En el programa, una pareja de taxidermistas mostraba el paso a paso de la disección de una Morpho azul, una mariposa originaria de Costa Rica que recibe ese nombre porque su color es percibido de manera diferente del que realmente es. La pareja explicaba que el azul brillante de sus alas es un resultado de la disposición de sus escamas y del reflejo de la luz sobre ellas, no se trata de un pigmento, decían. Lo que vemos de ellas es sólo el reflejo. Se lo conté a mamá mientras desayunaba la comida fría del hospital la mañana siguiente. De eso sí te acordás, ¿no?, me dijo y yo continué repasando el proceso en mi cabeza. Poco tiempo después, cuando comencé a practicar este oficio, mamá se esforzaba una vez más por estar sobria y en su lucidez momentánea no me permitía guardar las herramientas en los cajones, ni siquiera podía dejar los ejemplares humedeciéndose unas horas sin que ella reclamara, le provocaba arcadas encontrarse con ellos mientras buscaba un papel o un folder. Neeenaaa, esto parece una morgue, huele a mierda, gritaba, en especial cuando empecé a disecar algunos reptiles pequeños. Sé que si pudiese ver en lo que he convertido este lugar, se sentiría orgullosa de mí.
El olor de mi laboratorio ahora se expande por toda la casa, el frío de los aires acondicionados deja que el aroma se asiente en cada rincón. Los ejemplares cuelgan y descansan en los pasillos y las paredes. La noche es mi momento preferido de trabajo. En cuanto termina la jornada y sólo el eco de algunos grillos o cigarras me acompaña. Para empezar cualquier procedimiento me gusta acomodar las herramientas en orden de uso, todas alrededor del ejemplar a tratar. Después, dirijo la luz blanca de la lámpara al centro de mi mesa de trabajo, justo encima del cuerpo, y entonces enciendo mi grabadora para registrar a detalle el proceso.
—El primer ejemplar de esta noche es una Phoebis Sennae Sennae de seis centímetros de ancho, color amarillo puro, o sea, un macho, —dije con voz lo suficientemente alta para que quedase registrada en la máquina— pelos grises en el tórax, alas abiertas dispuestas para una rehidratación exitosa. Tiene un tiempo estimado de vida, desde la fase del huevo hasta la fase de adulto, de veintidós días, dos semanas menos del promedio, —saqué la pinza y acomodé a la mariposa en la tabla. Luego coloqué un trozo de papel de horno y lo sujeté con los alfileres cuidando de no quitarle el color a las alas. Las acomodé lo mejor que pude buscando la forma natural de su apertura y la dejé reposando en esa posición. Mientras limpiaba mis herramientas repasaba el procedimiento mayor que debía realizar después. Me quedaban varias horas de trabajo por delante y quería recordar los pasos para asegurarme de no pasar por alto ninguno. Hacía varias noches que no dormía bien así que salí del laboratorio a prepararme un café, pero antes de poder beberlo sonó el timbre, algo que nunca esperaba, mucho menos a esa hora. Salí sigilosa y desde la puerta vi que al otro lado de la reja, cruzando el jardín, estaba Pedro. Traía algo debajo del brazo. Su rostro brillaba con la iluminación tenue de la calle y el sudor. Me vio.
—Hola.
Yo seguía inmóvil mirándolo desde la puerta.
—¿Qué hacés aquí?
—Pensé que podíamos ver una peli… para que no estés sola.
—No estoy sola —dije y me arrepentí enseguida de haberlo dicho.
—Pero tu madre…
—Sí, pero no estoy sola.
Se quedó en silencio un momento.
—¿Comiste? Podemos pedir algo. Hace rato que no hablamos.
—No puedo.
La expresión de su rostro cambió, sus ojos negros se volcaron a mirar el entorno y luego a mí. Buscaban más información, me daba cuenta. Lo único que deseaba era que se fuera. No tenía tiempo para él esta noche.
—Voy a entrar, nos vemos mañana.
Cerré la puerta y desde la ventana de la sala, con mucho cuidado para que no pudiese verme, observé lo que hacía. Se había quedado de pie detrás de la reja, seguía observando mi casa y pude darme cuenta de que estaba confundido, quizás molesto. Empezó a caminar y pensé que se iría, pero se detuvo y regresó. Tocó el timbre otra vez. Tocó varias veces, pero no salí. Esperé que se cansara y se fuera, y así lo hizo, pero antes de irse gritó: Te entiendo, Lena, pero no puedo ayudarte si no me dejás.
Era la primera vez que Pedro hacía algo así. Podía entender su frustración después de haberlo ignorado varios días, pero no podía hacer nada para arreglarlo, no ahora cuando necesitaba concentrarme en cosas más importantes. Esta noche debía terminar lo que había empezado aunque no estuviese realmente segura de cómo hacerlo, aunque sintiese, por momentos, que no tenía la suficiente fuerza.
Dejé el café recién hecho porque su olor reavivó mi acidez y sentí mareo, en su lugar me serví un vaso de leche bien fría. Salí con el vaso al jardín trasero, prendí un cigarrillo y me senté al lado de un par de lagartijas disecadas que descansaban sobre la cerámica del piso. Sus cuerpos delicados, finísimos, se extendían a mi lado, estaban firmes, había hecho un buen trabajo. La noche estaba serena y el aire fresco, pese a la humedad. Todavía sentía la adrenalina del día calentar mi cuerpo. Una gota de sudor se había instalado encima de mi labio, en el surco que se hunde entre la boca y la nariz, allí el sudor se acumuló hasta rebalsar. El sabor salado en mis labios me recordó a los días que pasaba con mi madre en el mariposario, cuando el calor era intenso y nuestros cuerpos sudorosos atraían mariposas de diferentes colores y tamaños. Los ejemplares se posaban en los brazos de mi madre, en mis dedos, y si nos manteníamos quietas y teníamos suerte, se quedaban en nuestra cara. Alguna vez vi en su rostro, mezcladas con el sudor, lágrimas.
—Es una pena que algo tan hermoso viva tan poco —me dijo mamá una tarde que estábamos allí, quietas como dos estatuas, nuestro tiempo detenido para percibir el de las mariposas, su revoloteo borracho. Las mirábamos flotar de una flor a otra, de un cuerpo a otro. Su vuelo era pausado y ligero, como si no se enterasen de la tensión producida por el movimiento. Ellas no tenían prisa.
Apagué el cigarrillo en el pasto y me levanté para echarle un vistazo al jardín. Hacía tiempo que el jardinero había dejado de venir y las plantas ya habían empezado a adueñarse del espacio. Las bondades de este clima pueden ser excesivas, todo en su justa medida, nena, decía mamá cuando se servía un trago. Me lo dijo también cuando vimos otro episodio de la pareja taxidermista en el que mostraron el procedimiento de disección de los grandes mamíferos. Según ellos, para lograr la disección perfecta de un animal de sangre caliente es necesario por lo menos dos años de experiencia con insectos y reptiles. De esta manera uno llega a conocer su anatomía y sabe controlar las dimensiones de cada cuerpo. Claro que hay personas que pueden hacerlo en menor tiempo, dijeron, sólo se requiere dedicación y entusiasmo.
Sonó el teléfono y tuve toda la disposición de ir a contestar, pero antes de moverme escuché un golpeteo detrás de una de las hojas gruesas de la palmera enana que planté hace dos años. El movimiento sacudió también los jazmines y eso hizo que su olor llegara a mi nariz y la hiciera picar. Estornudé dos veces y los jazmines temblaron nuevamente. En estos casos, tomando en cuenta la velocidad con la que se sacudían las hojas y la pequeñez del ruido, lo más probable es que se tratase de un chupacoto deambulando en el jardín. Lo busqué, metí mis brazos por debajo de los tallos y entre las hojas. Encontré un jausi.
El teléfono volvió a sonar mientras intentaba retener entre mis manos al nuevo ejemplar. Estornudé otra vez y se escapó, así que decidí entrar. Cuántos huevos habrá saqueado de los nidos de los pájaros y cuántos habrá dejado en ellos. Sería increíble que hubiera puesto huevos en algún árbol del jardín, con suerte encontraría una de sus crías en unos días.
Intenté alcanzar el teléfono justo cuando dejó de sonar y me di cuenta de que tenía las manos llenas de arena, mis uñas negras. Fui hacia el baño a lavarlas y en ese momento escuché el zumbido del contestador. La tía Lucy habló:
—Nenita, sigo esperando que me devolvás la llamada. Sería bueno que prendás tu celular alguna vez, ¿hace cuánto que no hablamos? El martes fui a la chifa y una de tus compañeras me dijo que pediste permiso por el día. ¿En qué andás vos? No faltés mañana por favor y no te olvidés llama… —corté la grabación antes de que terminara de hablar.
Me sequé las manos, fui a la cocina y me quedé mirando las fotos pegadas en el refrigerador. Los imanes de colores sujetaban las imágenes de mi madre y de mí. En una estaba yo de pequeña con la cara manchada de verde y el plato de sopa casi vacío. En otra estaba vestida con el uniforme del colegio y una coleta demasiado alta estiraba mi sien hasta volver mis ojos rasgados. Mi madre y yo debajo de un árbol, ella más joven, con un sombrero y gafas que le tapaban su rostro, yo en sus brazos jalando el sombrero. Sé que mamá cortó a papá de esa foto porque puedo ver el perfil de sus zapatos negros al margen de la imagen, se rehúsan a salir del todo del lugar donde estaban, junto a los de ella. Su cuerpo, sin embargo, ha desaparecido. Si no fuera por los zapatos sería como si nunca hubiese existido.
—Quisiera tenerlas conmigo siempre —le dije una tarde mientras las mariposas se posaban en nuestros cuerpos e intentaba idear una manera en la que pudiera moverme sin espantarlas. Otra de las veces que la acompañé al hospital, poco tiempo después de haber empezado a practicar la taxidermia, le comenté a mi madre sobre algunas de las ideas que tenía para disecar los cuerpos, pero ella no tenía mucho ánimo para escucharlas. El alcohol la debilitaba.
—Tenés que aprender a aceptar el tiempo de las cosas —me dijo, y yo sabía que ella tampoco tenía idea de cómo se hacía eso.
La alegría inicial que sintió con las primeras mariposas que disequé y colgué en su cuarto se perdió en cuanto comencé a trabajar con otros animales. Recuerdo una discusión que tuvimos en su cumpleaños. Ese día yo había terminado de disecar un murciélago, el único ejemplar de su especie que pude encontrar y disecar hasta ahora.
—¿De dónde sacaste esto? —me dijo molesta cuando lo encontró en el escritorio. Yo no pensé que lo vería porque esos días pasaba mucho tiempo en su cama. No se levantaba más que para orinar o servirse otro vaso.
—¿Qué pensás guardarte después?, ¿un gato? Estás loca, nena, no podés continuar con semejante estupidez. Te lo prohíbo. Suficiente ya con las lagartijas.
—No entendés nada —le dije.
—¿Qué tengo que entender? Decíme. ¿Que ahora se te da por matar animales para guardártelos? ¿Eso querés que entienda?
—¿Te gustaría más si me guardara botellas, como vos? —dije, y ella no me respondió.
Esa noche la escuché llorar hasta que se durmió y los días siguientes no quiso salir de su cuarto. Me hablaba poco y cuando lo hacía era sólo para que la ayudara con alguna cosa. Poco a poco dejó de comer, pero no de beber, y comenzó a dormir más, todos los días. Yo empecé a trabajar en algunos pájaros, pero ella ya no dijo nada. Tampoco dejó que la llevara al hospital, y me pidió que no llamara a la tía Lucy bajo ninguna circunstancia. Estuvo así varias semanas, hasta que dejó de moverse por completo y entonces empecé a notar el deterioro de su cuerpo.
Las fotos del refrigerador ya están dañadas por la humedad. Ni siquiera los imanes lograron evitar que las esquinas se doblaran. El papel está gastado, un poco sucio. Me serví otro vaso de leche y subí las escaleras. Me detuve en el umbral del cuarto de mamá para sentir el aire que se filtraba por los resquicios de la puerta cerrada. El frío se sintió como un aliento. Del interior provenía el olor del alcohol que lo impregnaba todo. Licor barato, le decía a mi madre cuando le compraba alguna bebida de la venta de la esquina. Abrí la puerta con cuidado y la cerré inmediatamente. En la habitación la luz de la lámpara dejaba ver gotas de agua acumuladas en las paredes y los vidrios. El humidificador trabajaba sin descanso, al igual que el aire acondicionado. Dejé el vaso de leche sobre la mesa de noche junto a unas flores que ya se habían marchitado, la humedad había podrido sus pétalos. Me senté en la silla que estaba al lado de la cama. La lona azul que cubría su cuerpo estaba tiesa y yo estaba agotada.
—Uno, dos, tres, cuatro, cinco, —empecé a contar las mariposas colgadas en las paredes— seis, siete, ocho, nueve, diez, once, doce…
El teléfono de la mesa de noche sonó y me hizo perder la cuenta. Lo descolgué y volví a colgar inmediatamente. Seguro era la Tía Lucy intentando de nuevo. Pero ya no importaba quién llamara. Comencé a contarlas otra vez.
—Son ciento cincuenta y cuatro ahora, pero en unos días serán ciento cincuenta y cinco, tengo un ejemplar hermoso reposando en el laboratorio, —le dije—. Hoy la chifa estuvo llenísima, puro cambas pidiendo pollo.
Apoyé mi cuerpo sobre la lona fría y mi piel se erizó.
—Acabo de ver un jausi en el patio de atrás, ¿te imaginás que haya puesto huevos?… Si mañana me pagan iré a comprar más relleno. Es lo único que nos falta para terminar. Ya verás cómo de bien resulta todo, ma.
En mi bolsillo trasero llevaba la grabadora y la saqué para reproducir el audio de mi última intervención. Le di play y mientras mi voz resonaba en el cuarto, levanté la lona para revisar su estado. Era un ejemplar grande. Mis dedos recorrieron la humedad de su piel. La firmeza inerte del cuerpo de mi madre yacía extendida en toda la cama. Sus extremidades grávidas, el torso grueso del que colgaban ligeramente sus senos oscuros, estriados. Las piernas antes ásperas ahora eran suaves. Los dedos de las manos descansaban largos, con las uñas pintadas de rojo, como le gustaba. El cuello chato y arrugado sostenía sin esfuerzo su cabeza, su pelo negro con algunas canas estaba recogido en un moño alto. Una mueca tensaba las comisuras de sus labios. Me acerqué a ella para besar su frente y con la yema de mis dedos gordos recorrí el beso hasta sus mejillas, estiré su piel y me detuve a observarla. Su expresión al fin apaciguada. Me senté a su lado nuevamente y acomodé mis brazos y cabeza sobre la voluminosidad de su estómago. Mi voz en la grabadora resonaba en todo el cuarto. Sentí el peso de mi cuerpo sobre el suyo y el contacto me devolvió un olor familiar que me tranquilizó. El cansancio acumulado de varios días de concentración y ansiedad empezaba a manifestarse. Cerré mis ojos un momento para descansar junto a ella, era una noche clara de fines de abril.
Mamá sabía que el trabajo no sería sencillo, pero su cuerpo no había opuesto resistencia alguna durante todos estos días. La grabación se detuvo cuando el frío ya empezaba a molestarme. Me puse de pie para buscar unos baldes y los acomodé, con dificultad, lo más cerca de la cama que pude. Estaban pesados y llenos ya con algunos pedazos de piel que flotaban en el agua helada con sal. Me até el cabello en una coleta firme, me puse los guantes y saqué los escalpelos. La luz de la lámpara iluminaba el centro de la cama, el cuarto estaba en silencio, las mariposas atestiguaban. Con pulso firme hice un corte vertical entre las costillas, partí su estómago a la mitad. La sangre ya estaba coagulada así que tenía un trabajo largo, pero al menos sería limpio. El olor se intensificó a pesar de la refrigeración. Cuando quise continuar con el siguiente corte, mi mano derecha tembló. Me detuve inmediatamente, estiré mi brazo, moví mi torso para relajarme y lo volví a intentar, pero la derecha, la mano firme, me venció otra vez, como lo había hecho la noche anterior. Me detuve y respiré profundo, respiré una vez más y continué; hice un corte limpio, y luego otro, saqué algunos coágulos y los boté en el balde más cercano. Saqué más coágulos y mis manos se tensaron, temblaron y a pesar de mi esfuerzo, se dejaron caer dentro del cuerpo. Di un paso hacia atrás y empecé a caminar sacudiendo mis brazos, no podía entender lo que me pasaba, por qué mi cuerpo se resistía a seguir. Caminé un rato para aliviar el dolor que sentía y que se había extendido en ambas extremidades, las sacudí, di pequeños saltos para energizarme. ¿Por qué otra vez? ¿Por qué la debilidad se manifestaba ahora cuando ya había logrado avanzar?
Te falta poco, dijo una voz. Miré a mamá pero no se movía, por supuesto. Miré alrededor, y no vi a nadie. Te falta muy poco, dijo otra vez la voz y esta vez la reconocí, era la voz de Pedro.
—¿Dónde estás? —dije.
—Acá afuera.
Miré por la ventana pero no estaba allí.
—¿Dónde afuera?
—Acá. No te preocupés, vos seguí nomás.
—¿Dónde estás?
—No importa, te prometo que cuando terminés me voy.
Dudé un momento y luego me acerqué al cuerpo de mi madre, tomé los escalpelos que había dejado sobre la mesa de noche. Respiré profundo y continué cortando, extrayendo, limpiando. Pedro se quedó en silencio, junto a nosotras, observando todo el procedimiento.
Terminé de madrugada. El cuerpo, ahora vacío, descansaba en la cama. Las mariposas que cubrían las paredes se iluminaban con los primeros rayos del alba. Empezaba a escucharse el canto de los pájaros por las ventanas, un trinar pausado, pero persistente. Me acerqué a una de ellas. El viento de otoño soplaba y aunque no lo sintiera, podía ver a los árboles sacudirse, dejar sus hojas. Mis manos aún manchadas, temblorosas, se dejaron caer. Lo busqué, pero la calle estaba desierta.
—¿Pedro?
—Ya me voy —dijo su voz.
—¿Dónde…?
—Tranquila. Vuelvo esta noche.
—Pedro…
No respondió. No había nadie. El recuerdo de su voz se apagó y en su lugar empecé a percibir el sonido de otro día que se asomaba al nacer. La brisa de los árboles alertó a mi cabello. Se sintió como un arrullo. Las ramas sacudiéndose al dejar caer sus hojas, como los cuerpos cansados se dejan caer para resistir un poco más, a pesar de todo.
Mariana Ríos Urquidi (Cochabamba, Bolivia · 1991) es narradora, poeta y docente universitaria. Tiene una maestría en Teoría de la Literatura y Literatura Comparada en la Universidad de Barcelona. Es editora en la Editorial Mantis, dirigida por las escritoras Magela Baudoin y Giovanna Rivero.