Marina Perezagua
Ilustración: Camila Arango Echeverri
No conocí a Sergio de un modo tan personal como para compartir ciertas vivencias que destaquen sus atributos. No fue un familiar, no fue mi amigo íntimo, no puedo sufrirlo como le estarán sufriendo sus seres más allegados, y sin embargo, le pienso con mucha frecuencia, está, y esa presencia sin cuerpo se explica para mí mediante la diferencia entre muerte y extinción. Sergio no ha muerto. Sergio se ha extinguido. Ese es el motivo por el que celebro su vida.
Quiero recordar las palabras de Fritz Zorn cuando recibió la noticia de su enfermedad: “Soy joven, rico y culto. Provengo de una de las mejores familias de la orilla del lago de Zurich. Tuve una educación burguesa y me porté bien toda mi vida. Por supuesto, también tengo cáncer”.
Fritz interpreta su enfermedad como una respuesta lógica al desarreglo espiritual de Occidente, como un síntoma que no tiene nada que ver con su información genética, casi como una causa más bien medioambiental: el cáncer como consecuencia de la exposición prolongada a una moral radiactiva y a una forma de vida que sólo puede conducir a la muerte.
Si no hubiera perdido a seres queridos, ahora a Sergio, por la misma enfermedad, tal vez no tendría argumentos para rebatir la teoría de Fritz, la enfermedad terminal del planeta bien podría afectar al funcionamiento de los órganos de quienes participan como mineros expuestos a los gases subterráneos de su ambición. Pero la desgarradura global no puede ser la única causa, porque existe el cáncer infantil, existe el cáncer que penetra en la satisfacción vital de cuerpos adultos, existe el cáncer en Sergio. Cuando pienso en ello, me parece que la explicación más plausible es la más fría: la célula cancerosa no es capaz de morir cuando envejece, en su imperfección, en su inexplicable avería, porta su inmortalidad. El cáncer tiende a una imposibilidad de muerte. Pero esto es la muerte, sin más, y la extinción es otra cosa muy distinta. Morir es fácil, extinguirse, no.
Se extingue aquel que es capaz de despertar el duelo en quien no llegó a conocerlo en profundiad, con toda la carga de nostalgia y desesperanza de esta palabra, pero también con toda la calidez y merecimiento. Creo que la extinción del individuo requiere de la comunicación entre dos atributos: la bondad y el pensamiento, ambos combinados sobre una indiferencia casi animal ante las consecuencias de la vida propia o la importancia que uno se atribuye a sí mismo.
Acabo de ser madre, pero soy consciente de que las mujeres parimos hijos normalmente innecesarios para el bien común. Lo prescindible es la norma en el consumismo actual, pero también en la reproducción. Podemos vivir perfectamente noventa años como un soberano idiota, un infeliz o un sujeto destructivo, porque la calidad de vida no tiene ninguna relevancia para la supervivencia de una especie, y recuerdo la analogía que hace Harari con el modelo económico global, es decir «de la misma manera que el éxito económico de una compañía se mide sólo por el número de dólares en su cuenta bancaria y no por la felicidad de sus empleados, el éxito evolutivo de una especie se mide por el número de copias de su ADN». Nuestra supervivencia ya no depende de talentos individuales, de manera que transmitimos nuestros genes nada especiales a la siguiente generación. Lo único que importa, evolutivamente hablando, es que la especie no se extinga, y para eso, cuanto más copias de hélices de ADN, mejor. El problema para el individuo es que cada vez vive en peores condiciones. Hay una suerte de arrogancia en aquellos que afirman que la llave del futuro está en nuestros hijos. Cada generación repite que sus vástagos constituyen la esperanza del mañana. Cuando esos niños se hacen adultos en el nuevo fracaso de un mundo que no quieren mejorar, encuentran la alternativa falaz repitiendo, una vez más, que el futuro será de sus hijos. Yo no lo creo, ni de nuestros hijos, ni de las mujeres ni de la izquierda ni de nadie que no pertenezca a esa especie suceptible de extinguirse, es decir, los que con su pensamiento tal vez sí (sólo tal vez) podrían haber contribuido a crear una realidad alternativa. Y sin embargo, encuentro que Sergio, a pesar de esta singularidad, presentaba algo rabiosamente bello en su acto de existir, de estar, de mirar: no se adjudicaba redenciones, ni destino, ni certezas, ni esa egolatría del escritor que piensa que puede cambiar algo con la proyección infame que una madre impone a sus hijos. Sergio se presentaba ante los demás sin un porqué, y misteriosamente esto hacía que el entorno al paso de su palabra se manifestara como más natural y liviano.
Sergio habló y escribió sobre el caminar, pero no el caminar en el sentido de Benjamin, las ciudades se parecen cada vez más para facilitar el consumismo y la figura del flaneur ya no tiene sentido. Sergio hablaba de otro caminante, el que pasea porque es lo que sabe hacer, el que pasea ajeno a la industria que todo verbo trae consigo: el verbo correr tiene un mercado, el verbo nadar tiene un mercado, el verbo viajar, el verbo escribir. No así la acción de caminar. Esta levedad es la que yo veía en Sergio, una libertad que no provenía de estar fuera de cualquier tipo de sistema, sino de la certeza de que podría caminar con los mismos pensamientos en cualquier tipo de sistema, porque Sergio no buscaba certezas, sólo buscaba complejidades que no se encuentran, una búsqueda que se desliza cómoda en cualquier ámbito. Recuerdo las palabras de Diógenes de Sinope: «Busco un hombre», es lo que respondía cuando, siempre sosteniendo un candil a plena luz del día, le preguntaban por qué vagaba sin detenerse. Toda su vida caminó sin parar con un candil por las calles soleadas de Atenas. La vida de Sergio se mantenía en este movimiento de búsqueda y duda sostenida. Buscar para no alcanzar, buscar sin tener en cuenta esa vulgaridad que se llama éxito, palabra de la cual conviene recordar su etimología: éxito significa salida, fin, término, no para el que lo tiene, sino para el que lo busca. No para Sergio. Sergio no se imponía, Sergio se ramificaba.
Además de esta falta de egolatría, admiraba su rico sentido del humor. Esta mañana escribí el nombre de Sergio en el buscador de mi correo electrónico y las primeras páginas ya no se corresponden con los mensajes que intercambiamos, sino con todos aquellos mensajes en que le he nombrado a otras personas. Es otra consecuencia de la muerte: el nombre que importa pasa de ser sujeto a ser objeto, pero lo que quiero decir es que esta mañana, cuando volví a escribir su nombre en el buscador, leí su último mensaje, una respuesta ocurrente y divertidísima. La ambigüedad de la palabra escrita, los dobles sentidos, la visión de una realidad múltiple que ofrece el sentido del humor, permitían a Sergio el don de ver el mundo sin dogmatismos, sin el anquilosamiento de lo serio, de la corrección política más acartonada, de la visión taxidérmica que los seguros de todo tienen de su entorno y de sí mismos, como don Quijotes que no entienden de chistes o, peor, se los toman muy en serio.
Fui estudiante de Sergio, fui su lectora, mantuvimos algunas conversaciones interesantes, no, no le conocí de veras, pero sí percibí (y en momentos importantes recibí) claramente su bondad, y desde luego la intensidad de su pensamiento. Esa es la exintición, la certeza de que todo lo que Sergio anticipó, todo lo que rumiaba, en ocasiones de manera visible tras su característica mandíbula, termine con él. Es una enorme pérdida, pero también un despertar insólito, porque los que no llegamos a amarle también le lloramos.
Espero que viva y descanse la libertad de su partida en paz.
Marina Perezagua es licenciada en Historia del Arte por la Universidad de Sevilla y doctorada por la Universidad Estatal de Nueva York en Stony Brook. Cursó el MFA de Escritura Creativa en NYU. Ha publicado relato, novela y ensayo, y actualmente trabaja en un libro de poemas que será publicado por Espasa en enero del 2023. Su novela Yoro fue galardonada con el Premio Sor Juana Inés de la Cruz. Sus libros han sido publicados en nueve idiomas. Es articulista en El País.