Ilustración: Juan Martín
Atravieso esta puerta al menos tres, a veces hasta cinco veces a la semana. Lo hago con un ánimo que podría llamarse firme o perseverante, pero que para mí es pura resignación. Este estoicismo interesado es la forma más efectiva y consecuente que he encontrado para relacionarme con la idea y el acto de salir, dirigirme y llegar al gimnasio. Está ubicado en el subsuelo, donde una se olvida de aspectos del mundo como la luz solar, los animales o las variaciones del clima. Atravieso el control de seguridad y bajo dos pisos, desde el pasillo que lleva al vestidor observo la piscina y las espaldas de las nadadoras avanzando por las pistas. El gimnasio no es importante para mí, me digo mientras me quito los zapatos y los pantalones de trabajo sentada en las bancas. El contacto entre mis muslos y la madera fría se siente como un asomo de libertad. Esta gente que parece estar siempre aquí, que está antes de que llegue y sigue después de que me vaya, ¿no tendrá nada más importante que hacer? El cuerpo no es tan importante para mí, pienso y me calzo las patas deportivas y las zapatillas. Después de un día bien trabajado se sienten casi como pantuflas y, mientras camino hacia la salida del camarín, me convenzo de que esto es una forma distinta de descansar. El túnel del metro debe estar increíblemente cerca, porque cada cierto tiempo el tren hace tintinear los candados de los casilleros. Pienso en la gente dentro de los vagones, bajo la tierra como yo, con una resignación parecida a la que uso para montarme en cualquier máquina que me haga sudar. Me gusta imaginarme posibilidades de cambio para luego desecharlas, así que me detengo unos segundos para fingir que mi elección es a la vez calculada y casual. Miro la trotadora, la escaladora, la bicicleta estática y la remadora; pero como en realidad no me gustan los cambios, elijo la elíptica. Una vez arriba chequeo la hora en mi celular y veo que llegó el email que estuve esperando el día entero. Deslizo el dedo para eliminar la notificación. Pongo a correr la playlist de workout y lo dejo boca abajo. Mis dedos se mueven sobre la pantalla de la elíptica como el cuerpo de un adolescente desganado. Programo el entrenamiento de cuarenta y cinco minutos en nivel diez; la máquina ofrece flat, hill o rolling hills y, como si todo fuera lo mismo, como si otra vez fuera casualidad, selecciono hill. Entonces la silueta de una montaña verde, amarillo y rojo se aparece y el temporizador comienza a descontar. El movimiento comienza suave en el nivel 2: Cuando estoy sobre los pedales puedo ver hacia la cancha de básquetbol. De los deportes en grupo, lo que más me gusta son los movimientos falsos, los amagues que por una milésima de segundo dejan al contrincante con la mirada perdida en el aire. Su cabeza imaginando la pelota, sus piernas frenando en seco para cambiar de dirección y las pantorrillas marcándose por el esfuerzo. 4: Observo sus brazos exudando confianza, lanzando triples como si hubieran nacido con la potencia para atravesar los 6,25 metros y conociendo el empuje exacto para evitar el rebote, el ángulo preciso para encestar. En los días de semana los partidos son recreativos, así que los puntos perdidos o ganados no tienen consecuencias. Tampoco los deslices ni las faltas. Llevo la cuenta de los puntos (3-1-2-2-1-3-1) en mi cabeza. 6: Empieza la subida, de a poco la respiración se me acelera y se hace evidente que soy yo quien está moviendo la máquina y no al revés. Mi cuerpo comienza a esforzarse como si no fuera mío: reacciona de forma refleja, como si no fuera yo quien le está dando la orden y como si la posibilidad de detenerse no estuviera a un botón de distancia. Acercándome al pico de la montaña olvido que en esta sala no suceden accidentes, solo negligencias. Aquí está todo bajo control: la carga nunca es demasiado dura como para no poder soportarla, ni demasiado suave como para avergonzarse. Una elige. 8: Con brazos, piernas y caderas avanzo; la sangre bombea en las yemas de mis dedos. Distraigo la mirada en los espejos que reflejan otros cuerpos. En las escaladoras, una hilera de chicas sube peldaños que desaparecen a sus espaldas cada vez que ellas pisan y reaparecen con la regularidad de una máquina. Los eventos demasiado regulares siempre me llevan a imaginar interrupciones improbables: que las puertas del metro se abran hacia el lado de las vías en vez de hacia el andén; que al abrir la llave de la ducha el agua brote del desagüe en vez de escurrirse; que los escalones, de pronto, comiencen a surgir de abajo hacia arriba, de atrás hacia adelante y les coman a las chicas primero los talones, después el cuerpo entero. 10: Siento el sudor acumulándose en mi frente, atrapado en el límite entre la piel y las raíces de mi pelo. Nunca he tenido buenos brazos y pienso que nunca los tendré, pero cuando estoy en el punto de mayor exigencia los exprimo hasta la última gota para evitar que la máquina me gane. El movimiento se vuelve más lento, pesado; cada rincón de mi cuerpo interpreta el cansancio como una amenaza a su integridad. Y cuando yo, arrogante, decido ignorarla, es como si le respondiera: “tranquilo, soy más fuerte que yo”. 8: El descenso en las montañas de verdad se siente como un cierre de ciclo y a menudo se materializa en un suspiro de conformidad. El desafío principal ya está completo y el esfuerzo necesario para llegar desde la punta hasta el nivel del suelo es difícil de percibir. Es un trabajo de otro tipo, requiere un poco de equilibrio y pantorrillas que aguanten, pero sobre todo paciencia. El tiempo entre un punto y otro solo depende de nuestro ritmo y de la longitud del camino. Pero cuando atravieso el pico en la elíptica y el reloj comienza la cuenta regresiva, cuando veo los números restándose desde el 20:00 hacia el 00:00, no es conformidad lo que siento. 6: Tampoco es resignación. A medida que disminuye la resistencia yo voy aumentando la velocidad. Insisto: el descenso está hecho para que el cuerpo se enfríe progresivamente, para que la sangre vuelva a circular con su cadencia habitual, pero yo siempre he sido terca. Mientras más revoluciones por minuto, más calorías quemadas suma el marcador. Después de un tiempo con la música techno-house retumbando en mis oídos, razonamientos como ese se transforman en una convicción corporal incuestionable. 4: Por más veces que haya sucedido, siempre olvido cómo se siente mi corazón apretado en el pecho, incómodo demandando lo que solo yo puedo darle: vida, aire. Olvido cómo se siente esa desesperación que solo yo tengo el poder de calmar, y que es también mía, aunque a veces parezca que no. Olvido ese leve picor que genera en la piel el sudor cuando no alcanza a transformarse en gota, y olvido también la dureza del manillar que mis manos disfrutan ceñir. Cuando respiro hondo la demanda no se agota ni se multiplica, simplemente vuelve a aparecer, inagotable. 2: Pero nivel dos es lo mismo que nada. Queda un minuto y medio y la resistencia se termina de soltar. La potencia de mis piernas obstinadas se transforma en un pedaleo frenético que mis caderas no pueden seguir sin descoordinarse. Se evidencia mi torpeza y detesto esa sensación, así que bajo la velocidad y me sigo moviendo por inercia hasta que la máquina se detiene. Vuelvo a levantar la vista y veo que, en la cancha de básquetbol, el equipo rodea a un chico que está acostado en el suelo; los observo gesticular con gravedad tras el cristal, pero no puedo oír lo que dicen. La pelota está abandonada en una esquina. Alguien con uniforme de staff entra a la cancha trotando y con el celular en el oído. Otra persona le quita una zapatilla al chico, quien instintivamente se sostiene el tobillo. De mi lado, la pantalla resume mi entrenamiento: calorías quemadas, kilowatts producidos y el número de ampolletas que podría encender con ellos, pulsaciones y revoluciones por minuto alcanzadas por mi corazón y mis pies. Me asegura que, si hubiese hecho el mismo esfuerzo en el mundo real, habría recorrido cerca de diez kilómetros. Nunca he dudado de las calorías, de los kW, las pulsaciones o las RPM; pero cuando, imaginando un punto de partida y uno de llegada, intento ubicar esos diez kilómetros en mi ciudad, es imposible no sospechar. De todas formas me bajo de la máquina con certeza de que al día siguiente estaré arriba otra vez. Le doy a finish y me limpio el sudor aunque ya se haya secado. De vuelta en los camarines me desvisto rápido y enciendo el chorro de la ducha: al principio caliente, un rato tibia y al final un minuto helada, directo en la nuca para despabilar. Otra vez con mis pantalones, mis zapatos y mi pelo suelto, atravieso el pasillo de vuelta, subo las escaleras, me despido del guardia. La recepción está separada de la calle por un gran ventanal y dos puertas giratorias. Los sonidos del exterior no se cuelan, y desde ese silencio observo las luces parpadeantes de una ambulancia. Veo al chico del accidente respondiendo preguntas de los paramédicos con su pie inmovilizado. Al empujar la puerta, no escucho la sirena que imaginé, sino el gorjeo tranquilo de las palomas que, acumuladas en la vereda, se comen los granos de arroz de un plato volcado.
Florencia Rabuco Quiroga (Viña del Mar, Chile. 1996) es Licenciada en Literatura por la Universidad de Chile y profesora en educación secundaria. En los últimos años ha participado en múltiples talleres literarios donde se ha dedicado a escribir y editar cuentos que reunirá en el conjunto Bisagras. Por ellos obtuvo el primer lugar en los Juegos Literarios Gabriela Mistral (2021) y el Premio Municipal de Literatura Pedro de Oña (2021), entre otros reconocimientos. Quiere aprovechar su estadía en NYU para trabajar en una novela que reúna los temas que más la movilizan: la crisis climática, la experiencia del mundo a partir del cuerpo y la relación de lxs humanxs con lo vegetal y lo animal. Además, le apasiona enseñar, el té en hoja en todas sus variedades y tomar fotos amateur a los patos.