Amelia Bande
Ilustración: Camila Arango Echeverri
Tengo una carpeta del 2007 que se llama “Molloy”. Ahí hay ensayos escritos por otros sobre Sylvia que bajé de internet. Todavía no leía libros suyos porque era difícil encontrarlos en Chile. No la había leído y aún así tenía esa carpeta con su nombre. ¿Por qué?
Sabía que Sylvia era una escritora lesbiana. Hay un documento en la misma carpeta: “Molloy y yo” donde tracé puntos de coincidencia con Sylvia. Lo de vivir entre lenguas. El sentido errante de pertenencia. El cuerpo como travesura y enfermedad. Mi necesidad era cruda y salvaje, quería a una otra similar que me describiera, una aliada-alada en el panorama incompleto de mi propio lesbianismo. Ese año 2007 estaba montando mi primera obra de teatro, Chueca, una alegoría musical donde las mujeres posaban en su hermosa masculinidad para reconocerse, un guiño incorregible al cruzarse por la calle.
Una vez que eché mano a sus libros, Sylvia Molloy me dio enfoques para cambiar el formato y modelo de esa cámara con la que yo registraba mis andanzas desviadas. Sylvia había fundado el programa de escritura en NYU, ésta era una realidad que existía. Mi amigo Alejandro Moreno Jashés me dijo: tienes que venir, tienes que estudiar con Sylvia, este es tu lugar. Y así partí de vuelta a Nueva York, la ciudad que primero me vio en mis mariconadas.
Al principio parecía que Sylvia no iba a coincidir conmigo en la maestría, pero volvió y tomé su taller. Con una ansiedad claustrofóbica por ser vista, reconocida, casi adoptada. Que me recogiera Sylvia de la vereda y diera cobija a todo lo bueno y lo defectuoso en mí. Y claro, no fue así. Tampoco fui la favorita del curso, menos mal. Mi brutal hambruna no encajaba con las sonrisas amables de Sylvia en el taller. Sesiones tranquilas, ejercicios de escritura cortos y concretos, comentarios útiles sin desborde ni desmadre ni exceso de información. Su risa, de eso me acuerdo. Y su compromiso con nuestros variopintos proyectos escriturales. Transmitía calma frente al proceso, el desafío de la escritura. Aprendí a querer lo breve, pues más que austeros o ahorrativos, estos textos ofrecían un espacio-entre: vacíos donde se respira el resto de la historia. Un escribir autobiográfico que mantiene la dignidad de su propio misterio.
En su maravilloso ensayo La política de la pose, escrito por Sylvia durante el boom queer en la academia gringa de los noventa, nombra la existencia de una literatura homosexual latinoamericana intrínseca y sudaca, que no es mera copia europea. Una rareza y transgresión que vive en su propia anti-ley, en la que el maricón no simula ser lo que no es sino, podría decirse, lo que es: un andar de lobas en luna llena, decadentes, amaneradas, extravagantes, sueltas, super masculinizadas, histéricas, enérgicas, dramáticas, eternas, nuestras uñas bien cortas y nunca pintadas. Hermosas poses exageradas que no son un gesto pasajero. La errancia en este caso permanece, o más bien se abre.
En La política de la pose vi a una Sylvia más histriónica y batallante. La imaginé curiosa y malandra por las ciudades donde vivió. Nunca le pregunté lo que me daban ganas: ¿a qué bares gay ibas?, ¿cómo conociste a tus novias?, ¿con quién estuviste?, ¿dónde se juntaban?, ¿eras amiga de tus ex? Quería el chisme, pero aún sin él, Molloy abrió la puerta de atrás para que yo cupiera. Sylvia ya no está y esa es la ausencia. Su herencia es el manojo de llaves que no existe, pues si había cerrojo, ya no lo hay. Ni permiso hay que pedir para entrar. Así lo dejó Molloy. Tan abierto que hasta yo misma enseño ahora una clase en la maestría. A veces hablo en el taller y mi voz sale como la voz de Sylvia o la de Diamela, porque nadie se arma en soledad, menos las mujeres.
Ahora lo que viene. La sala de clases se escapará del cuarto piso a toda velocidad convertida en auto descapotable. El auditorio de los simposios saldrá volando en llamas rojas hacia el cielo como las brasas de un volcán en erupción. Innumerables acentos y jergas se van a imprimir en fanzines autoeditados por colectivos feministas y se compartirán urgentemente y gratis. Nuestros nombres saldrán corriendo de las portadas del libro con que ganamos premios y se volverán a publicar en editoriales rurales que recién comienzan, mientras la Molloy canta en un karaoke subterráneo rodeada de sus alumnas, encima de una canción de Pet Shop Boys: exhibir no solo es mostrar, es mostrar de tal manera que aquello que se muestra se vuelva más visible, se reconozca.
Amelia Bande es dramaturga, escritora, y artista chilena. Su obra de teatro Chueca fue seleccionada en la Muestra Chilena de Dramaturgia Nacional 2006. Partir y Renunciar obtuvo un fondo de teatro del Ministerio de Cultura de Chile 2009. En 2015 obtuvo una Maestría en Escritura Creativa en Español de la Universidad de Nueva York (NYU). Sus talleres de escritura, performance y teatro se han impartido en el CalArts, SUNY Purchase, Rutgers University, NgBk Berlin, Carnegie Mellon, y Universidad Mayor en Santiago, Chile. Bande ha sido artista en residencia en Yaddo, Human Resources LA y Shandaken Projects. Sus performances se han presentado en MoCA Geffen, The One Archives, Leslie Lohman Museum of Art, Andy Warhol Museum, The Poetry Project, Performance Space New York, Teatro Nacional de Chile, entre otros. Como profesora de lengua ha trabajado en NYU, CUNY y Columbia University. Actualmente es Writer in Residence en el programa de Escritura Creativa en Español de NYU.