Primero de septiembre.
Suena el teléfono. Vanessa Gómez Cueva lavaba la ropa de Mica, pero interrumpe para atender. Juan acaba de salir del edificio de Migraciones: levantaron la restricción, Vanessa va a poder volver a Buenos Aires. Ella pregunta y él afirma: Sí, es verdad. Ella dice siete meses. Siete largos meses.
Desde Perú, Vanessa dice que está más que feliz. Feliz, feliz, feliz. Una noticia que no esperaba. No habla con pausas como otras veces, con ese énfasis suyo casi al final de cada frase que da pie para algo más; ahora las palabras se encadenan. “Estoy feliz. Sé que no es hoy ni mañana, pero en cualquier momento voy a volver. Tengo que hacer todo con calma y pensar que pronto voy a estar en casa”, dice.
*
Es primero de febrero de ese mismo año, y, en el barrio Altos de San Lorenzo, como en la ciudad de La Plata y en todo Buenos Aires, hace calor. Por suerte, está la pelopincho al menos para mojarse un poco, aunque lo mejor, hasta que el sol baje, es quedarse adentro. Lucía Cuevas, la madre de Vanessa, por edad o por experiencia, ya lo sabe y, por eso, suele quedarse en el living, con los programas de la tarde en el televisor. Hoy no, porque es viernes y se fue a la Capital a preparar los tamales para el sábado, que al mediodía y en el barrio de Flores siempre se venden bien.
En lo de Lucía —que es también lo de su hija Vanessa y sus tres chicos—, está además la casa de su otra hija, Karen. Con el mate en la mano, se acerca a la puerta donde está Berenice, la menor de las hermanas, que vive a una cuadra de ahí. No tiene buena cara y, cuando Karen se acerca, le dice que hay una gente buscando a Vane. Dicen que son de Migraciones, que no es la Policía.
Hace unos meses que Vanessa está con el tema del abogado para resolver lo de la residencia. En Argentina, para ser migrante legal, hay que tener una residencia, permanente o temporal, aprobada por la Dirección Nacional de Migraciones (DNM). A Juan Villanueva —el abogado— lo conoció a través del hijo de un hombre mayor que ella cuidaba. Dijo que era un amigo y que la iba ayudar.
La primera vez que Vanessa se acercó a Migraciones, le dijeron que era una pérdida de tiempo, que hasta 2025 no iba a poder hacer nada. Según el Registro Nacional de Reincidencia, hay que esperar diez años para que una sentencia, condicional o efectiva, deje de informarse en los antecedentes. Se fue de ahí con una residencia precaria, de esas que duran noventa días, y una bronca metida en la garganta por tanto hablar para nada. Que quería estudiar, que toda la familia vivía acá, que tenía dos hijos argentinos. Para nada.
*
Todas las hijas de Lucía Cuevas nacieron en Chimbote, uno de los puertos pesqueros más importantes de Perú, a seis horas de Lima por tierra. En 1985, con un país devastado por la crisis y la hiperinflación, nació Vanessa. La casa donde vivían quedaba a quince cuadras del Centro y a unos metros de ahí estaba el colegio, justo en frente de la fábrica de harina de pescado. Aunque el olor a podrido era constante, se intensificaba cada vez que alguien caminaba junto al edificio. Después de la escuela, si el día estaba lindo, se metían al mar. Pero en Chimbote no se trataba de sólo meterse al mar: había que estar atenta a la mancha negra para avisar a todos y salir lo más rápido que se pueda. Según Karen, la mancha era sangre de los pescados mezclada con otros desechos tóxicos que la fábrica descartaba.
Pero Lucía no trabajaba en la fábrica, sino en las plantaciones de espárragos. Los meses de cosecha, entre marzo y junio, se iba al campo como cocinera. A veces volvía, pero en general se quedaba a dormir allá por la distancia. Cuando ella no estaba, las chicas se quedaban con alguna de las tías o con la abuela. Desde que el papá se fue a vivir al norte con su otra mujer y su nueva familia, las hermanas de Lucía siempre la ayudaban. Al final, todas tenían una historia parecida. Cuando volvía del campo, Lucía traía comida y dinero, y con eso, y las changuitas que van saliendo, aguantaban los meses de poco trabajo.
A Lucía siempre le gustó cocinar. Cocinaba ceviche, papas rellenas, postres. Cuando no trabajaba en la cosecha, preparaba helados en bolsita y los chicos los vendían en la playa. También vendían tamales entre los vecinos los fines de semana, o chocolates en los recreos del colegio. Aunque las vestían igual, Vanessa y Karen siempre fueron muy distintas: a Vane no le gustaba vender, y por eso en el colegio ayudaba a otros chicos a hacer la tarea y a estudiar y le daban propinas para la casa.
*
En la comisaría de Lugano, hace frío y más cuando hay que estar casi sin ropa. Con Mica sentado junto a ella, Vanessa espera que la revisación médica termine.
-¿A dónde vamos?
-A Ezeiza.
-¿Al penal?
-No, al aeropuerto.
Vanessa dice que no, que ahí no va, que la dejen hablar con su abogado, pero la mujer que le responde no tiene mucha paciencia: si usted está en una comisaría, tiene que obedecer, que le quede claro. En el viaje al menos la dejan llamar a la mamá y ella le pasa con su hija. Llora. Ya la vio irse una vez cuando fue arrestada y ahora de nuevo. Pero ahora es peor, ahora es más lejos, ahora es para siempre.
El 16 de octubre de 2018, la doctora María Alejandra Biotti, encargada del Juzgado Contencioso Administrativo Federal N°5, escribió:
Ordenar la retención de Vanessa Chayli Gómez Cueva, de nacionalidad peruana, conforme lo establece el art. 70 de la ley 25.871 al sólo y único efecto de perfeccionar su expulsión del Territorio Nacional.
Cuatro meses después, de civil y con la excusa de ir a firmar una notificación, tres efectivos de la Policía Federal llegaron a la casa de Vanessa para cumplir con las órdenes de la jueza.
La celda que le dan a modo de habitación queda en el subsuelo del aeropuerto. Tiene un baño y una cama de cemento con un colchón encima. Mica camina torpe entre una pared y la otra. Se acerca a la puerta enrejada, mira hacia afuera. Vanessa intenta comer algo de la vianda que le trajeron, pero no tiene hambre y hace dar vueltas el tenedor entre los granos de arroz. Al menos Mica comió, porque ahora tiene que tomar el remedio. Cuando empezó el verano, Vanessa se dio cuenta de que a su hijo le salían ronchas y lo llevaron al hospital. Ahí le dijeron que tenía que tomar un remedio porque tiene la piel sensible. Por suerte, llegó a agarrar las cosas y algo de plata, y con lo que Juan trajo esta tarde tienen ropa para unos días. ¿Cuántos días?
-Levántese que su vuelo sale en media hora.
Son las seis de la mañana y Mica apenas durmió. Vanessa dice que no se va a ningún lado, que ella no hizo nada, que tiene a sus otros dos hijos solos en la casa, pero a los oficiales que la escoltan no les importa. Pide hacer un llamado y busca el contacto de Juan. Está en altavoz y se escuchan los tonos. Uno, dos, tres. Atiende. Vanessa le cuenta, llora, dice que no puede ser. Juan dice que haga algo, que se desmaye, que diga que se siente mal. Pero todos escuchan y Vanessa sabe que ahora es peor. Una policía lo alza a Mica y se lo lleva hacia el área de embarque.
-Si no viajás, lo mandamos al nene solo.
Mica nunca se deja alzar por una persona desconocida. No se prende tan rápido ni se deja llevar lejos de su mamá, pero nunca tampoco había estado encerrado en una celda.
Vanessa cede para que le devuelvan a Mica. Con ellos, suben al avión un hombre y una mujer de la Policía. Les toca viajar en los asientos de atrás, y como suben primeros tienen que esperar un rato hasta que llegue el resto de la tripulación. Al llegar a Lima, los pasos contrarios: bajan todos los pasajeros, se levantan los dos policías, y recién después Vanessa y Mica salen del avión.
Recién en la habitación de la casa de su hermano, que haría de alojamiento por siete meses más, se recuesta sobre la cama, la espalda apoyada en la pared. Mica duerme. De fondo se escuchan las voces de la familia que se está por sentar a cenar. En la mesa de luz, ve el celular de su hija, que solo por un ratito Vanessa le había pedido prestado para poder usar su chip porque su aparato estaba andando mal.
*
Paso Fronterizo Cristo Redentor, 1997. Lo de Buenos Aires se lo había dicho a Lucía una amiga del barrio. Desde Lima, tres días. Otra mujer de Chimbote ya se había ido. Vivía en el Bajo Flores y le dijo que se podía quedar en su casa un tiempo. Tenía que acordarse: Bajo Flores. Llegaría a Buenos Aires, preguntaría cómo ir al Bajo Flores y ahí consultaría con la gente, alguien tenía que saber llevarla hasta la casa de su amiga.
El encargado del micro se había bajado a hacer los trámites para la frontera: ya habían entrado a Chile y ahora había que cruzar por la provincia de Mendoza. Tarda unos minutos, media hora. Lucía se tapa con la bufanda, hace cada vez más frío y está mareada de tantas curvas. En la ventana, todas montañas, rocas, algo de nieve. Y por el vidrio de adelante se llegan a ver las chapas grises que reflejan el sol. Pero el encargado no vuelve con buena cara, y las malas noticias empiezan a encadenarse como un dominó: que hay que volver a Chile, que el micro no cubre el viaje de vuelta a Perú.
Mientras crece el murmullo y se barajan los planes, Lucía cuenta lo que le queda en la bolsa de viaje, que es un dinero fijo que le piden a modo de seguro para pasar por las fronteras. Están de vuelta en la terminal de Santiago y les dijeron que esa noche podían dormir en el micro. A la tarde, una mujer le cuenta que hay un tour turístico directo a Colonia, un puerto que queda justo enfrente de Buenos Aires pero del lado uruguayo. El plan es bajarse en Colonia y, al otro día, cuando el busquebus cruce el Río de la Plata, quedarse en Argentina. No es mucho lo que tiene, pero le alcanza para lo de Uruguay.
*
Aunque no la aceptaron en la carrera de maestra jardinera, Vanessa se anotó en Enfermería, porque si de algo está segura es de que quiere estudiar. Su hermana más grande es docente, y las otras dos trabajan en distintos oficios: una hace a veces de electricista; la otra es enfermera y cuida personas mayores. El instituto donde estudia depende del Sindicato de Salud Pública de la Provincia de Buenos Aires, y cuando empezó le dijeron que no iba a tener problemas, que mientras resolvía lo de su documento podía cursar la carrera.
Tres años de clases y prácticas en distintos hospitales. El último, ella embarazada de Mica, a las seis de la mañana en el Hospital de Gonnet. Ahora que su hijo había nacido, Vanessa se había decidido a preparar su último examen. Estaba nerviosa. Mica era muy chiquito y le habían dicho que lo mejor era esperar, pero ella quería terminar de una vez y poder conseguir algún trabajo. De todas formas, no era eso lo que pensaba cuando la llamaron para rendir, ni tampoco se imaginaba que, unos días después, en la ceremonia, la iban a destacar como abanderada de la clase.
*
En la tele, las fotos le parecen ajenas: ella con Mica en Perú, los tres abrazados el día de la graduación, su rostro recortado para un flyer de Amnistía Internacional. La cámara hace zoom y, cuando sus ojos ocupan toda la pantalla, aparece Miguel Ángel Pichetto, candidato a vicepresidente en las próximas elecciones. La Argentina está enferma, dice él. Vuelven las fotos y los conductores en el estudio del canal. Vanessa le pide a Juan que se encargue de los medios, que nadie más la llame, que nadie más opine. Lo único que quiere es subirse a un avión y volver. Y eso es lo que por fin sucede. Llegar a La Plata, ver cómo sus hijos mayores abrazan a Mica, los ojos llorosos de su mamá, las hermanas que se acercan desde las casas vecinas, todos juntos otra vez. Y también hay que salir a buscar a Cabezón, el gato más gordo que se escapó hace un tiempo. Que le den el documento, que su hijo vuelva a las clases de fútbol que desde febrero abandonó, y que desaparezcan su foto de todas partes, como si alguien pudiera callar, para ella y para todos, este barullo sofocante, todo este año que no pudo vivir.