Mat Chikcak era una tierra color verde, con kilómetros y kilómetros de pastizales y árboles enormes con frondosos follajes, hogar de lechuzas, criaturas sabias que no les gustaba dañar a nadie y que aconsejaban a todo ser que acudía a ellas.
Había lechuzas viejas que eran las que poseían la mayor sabiduría, consejeras de Mat Chikcak, curanderas e intermediarias cuando en el Valle verde como la esmeralda los animales discutían por quien era el más fuerte, el más inteligente o el más bello.
También había lechuzas que se dedicaban a contar historias, cocineras talentosas y con muy buena sazón, y lechuzas jóvenes que dizfrutaban jugar en lugar de escuchar a los ancianos contar sus historias y compartir su sabiduría.
Entre esas jóvenes lechuzas desinteresadas se encontraba Mika, una pequeña pero inteligente lechuza a la que le encantaba escuchar las lecciones que sus mayores tenían para enseñar y, a diferencia del resto de su camada, no le encontraba sentido a jugar a las traes o a las escondidas sabiendo que tenía a su alcance tanto conocimiento.
Mika ya conocía los juegos de sus amigos, sabía sus reglas, sus trucos y cómo ganar, pero no conocía las leyendas de Mat Chikcak, ni los remedios para curar una garganta adolorida o arreglar un pico roto, no conocía la receta para su comida favorita, ni el camino más rápido para llegar al Valle vecino.
Mika era una lechuza peculiar porque para él el juego más divertido era aprender, por eso no le importaba que sus amigos lo consideraran raro o que pasara todo su tiempo libre en compañía de lechuzas mayores porque a cambio recibía un mejor regalo: saber.
Un día, mientras Mika volaba por los pastizales eternos de Mat Chikcak memorizando sus montañas, árboles y lagos, se topó con una aldea de criaturas que nunca había visto.
Eran altos como árboles jovenes y caminaban en dos patas, cosa que nunca había reconocido en otra criatura del valle, tenían dos ojos como él pero no un pico ni plumas y en lugar de alas dos extremidades largas que terminaban en una bola con cinco ramas saliendo de ellas.
Mika estaba maravillado con estos seres y se acercó lo más que pudo para escuchar lo que decían y ver que podía aprender de ellos, pero lo que escuchó, aunque lo ayudó a aprender más de ellos, lo dejó triste.
Una de las criaturas se encontraba gravemente enferma, su piel se sentía caliente, tenía dolor de cabeza y la enfermedad la había afectado tanto que de vez en cuando imaginaba cosas y hablaba con entes que no estaban ahí.
Los curanderos no sabían qué hacer. Mika sintió algo en el pecho que lo hizo desear ayudarla, como si la criatura enferma fuera parte de su familia.
Había escuchado decir a la lechuza más vieja y sabia de su aldea, que un fruto pequeño con sombrero que caía de los árboles ayudaba a bajar las temperaturas altas del cuerpo y quitaba el dolor de cabeza. Lo llamaban bellota.
Voló lo más rápido que pudo a esa parte del valle donde se daban los frutos y cargando algunas en sus patas, voló de vuelta a la aldea de los seres desconocidos donde, armándose de valor, se acercó al curandero que se encontraba al lado de la cama de la enferma.
La criatura lo miró con dos ojos cafés con arrugas que a Mika le transmitieron cierta confianza, dejó las bellotas en la cama de la enferma y con una mirada comunicó al curandero que esas eran la medicina que la salvarían. La criatura sonrió y asintió hablándole en un idioma que Mika no comprendió, pero que lo hizo sentir alegría en el pecho.
Así fue como esos individuos extraños llamados Kumiais aprendieron que las bellotas tenían poderes medicinales. Y también gracias a Mika, quien con los años se convirtió en el sabio más joven de las lechuzas, formaron una alianza de amor, solidaridad y respeto que duraría por años en el Valle de Mat Chikcak.