Me gustaba la sonrisa de Lucho porque era generosa. Tenía los dientes grandes y finamente separados. Cuando se dejaba barba, sus pelos colorines tapaban parte de sus paletas. Rara vez estaba serio. Fuimos novios un tiempo, mientras estudiábamos cine, pero no funcionó. Yo no paraba de moverme y él, en cambio, era muy lento: tardaba en comer, expresar una idea, caminar. Como no éramos cariñosos y nunca nos tomábamos de la mano, a veces no me daba cuenta y le sacaba una cuadra de distancia. La mejor decisión fue seguir siendo amigos.
En su lentitud, Lucho se demoró el doble que yo en terminar la universidad. Fue entonces que conoció a Rocío, una chica que estudiaba medicina en la facultad de al lado. Empezamos a vernos menos. Muy de vez en cuando íbamos por una cerveza y él sólo hablaba de ella. Aunque yo estaba con Pancho, me dio celos que tuviera otra novia. Era la primera chica con la que salía después de mí. Pero se veía contento. Sonreía un montón y, como me gustaba verlo así, me alegré por él. En una de esas salidas le dije que me gustaría conocerla. Podríamos organizar algo con Pancho. Es que es muy tímida, quizá más adelante, me respondió. El más adelante no llegó y yo no sabía si usaba perfume, era simpática, cómo sonreía. ¿Habrá votado por Piñera? ¿Escuchará música? Al menos debería gustarle el cine, me repetía cada vez que intentaba ponerle un rostro.
Un día, inesperadamente, Lucho me invitó a ver una película de Kaurismäki. A los dos nos gustaba un montón. Vamos en la mañana cuando no haya nadie en el cine, me dijo. Ya po. Igual a las pelis de Kaurismäki no va nadie nunca. Nos reímos, colgamos, me sentí contenta. Hacía meses que no nos veíamos. Por supuesto, el día de la película, Lucho no apareció. Lo llamé un par de veces y nada. Entre enojada y preocupada partí a su departamento. No estaba. Interrogué al conserje. Sabía que Lucho estaba bien, así que le pregunté si acaso mi amigo del 411 solía ir al departamento con alguna chica. Sí, una lolita flaquita, bien menudita. Muy bonita. Al escucharlo la cara se me puso caliente, yo que me sentía tan grande. Aunque mal educada. No saluda nunca. Ni siquiera una sonrisa. Por lo menos, al confirmar que existía pude olvidarme de ellos por un rato.
Meses después los encontré por casualidad. Vi a Rocío y pensé que el conserje no exageró. Efectivamente era hermosa: pálida, de ojos grandes, oscuros, pestañas pesadas, nariz recta. Era muy delgada, tanto que parecía se iba a quebrar en cualquier momento. Ese día llevaba un vestido largo y sin mangas que dejaba entrever los huesos de su espalda, clavículas, la ausencia de senos. Además, delataba pies muy grandes para su metro cincuenta. Lucho, que venía riendo despreocupado, se puso serio al descubrirme. Yo fingí normalidad. Hablé para llenar el momento e insistí en una cita doble. Creo que aceptaron por cansancio. Rocío no me miró a los ojos. Se quedó parada detrás de Lucho, como si quisiera esconderse. Tampoco abrió la boca, sólo hizo un gesto plano para despedirse.
Salimos con Pancho un viernes por la noche. En principio iríamos a comer y luego a tomar algo, pero ellos sólo llegaron a la parte del bar y muy poco rato. Lucho y Pancho estuvieron conversando de las películas que habían visto en un festival al que yo no había ido. Rocío con suerte habló, pero su voz me sorprendió. Era áspera y ronca. Me enteré que tenía una hermana a la que no veía hace años, era vegetariana y le molestaba la gente que fumaba. Cuando hablaba se tapaba la boca con la mano, el tenedor, el pelo. Aburrida dije que iría por un tabaco. ¿Quieres uno, Lucho? Pancho tampoco fumaba. Lo dejé hace un rato, respondió sin darme las gracias.
En el taxi de vuelta le pregunté a Pancho si había visto los dientes de Rocío. De nuevo con la hueá. Ya po, dime. De chica creía que los que no mostraban sus dientes eran personas de mentira. Había algo muy vivo al enseñar un colmillo; y sonreír me parecía un gesto lleno de humanidad. Puta que erí rara, Nata, me respondió cansado. No me importó: El ser humano es el único animal que sonríe, quizá ella no es humana. Nata, eso es mentira. ¿Has visto a los monos? Y a lo mejor le falta un diente ¿Tu cachai cuánto cuesta ir al dentista?, Pancho tenía razón. Me sentí mal.
Después de nuestra salida, el Instagram de Lucho se llenó de Rocío. Juntos en Valpo, el campo, Buenos Aires, Machupichu, Las Torres del Paine. ¿Cuándo viajaron tanto? Además, habían fotos con la familia de Lucho, hasta con un gato y eso que él era alérgico. La abrazaba por la cintura o los hombros, le tomaba la mano o besaba su mejilla. En cada foto ella esbozaba la misma sonrisa tensa y burlona sin mostrar los dientes.
Estuvimos un rato sin hablar hasta que Pancho se juntó con él. Está trabajando como director de foto en el docu del Cris. Nos invitó al cumple sorpresa de la Rocío. Qué lata, le dije. Pero si a ti te encanta. Pancho se reía de mí, pero era cierto. Tenía una fascinación morbosa por ella y su boca.
El cumpleaños fue en el departamento nuevo de Lucho. Era pequeño y caluroso, sin personalidad. Casi no tenía muebles. Rocío se había cambiado con él hacía pocos días y querían comprar todo nuevo. Como no vi a nadie más, le pregunté por los otros invitados. Lucho me dijo que había organizado algo íntimo. Con nuestros más amigos. Miré de reojo a Pancho, pero él estaba más entretenido haciéndose un pan con humus. Lucho había preparado un picoteo lleno de pastas y pan molde, y tenía mojitos con y sin alcohol, porque Rocío no tomaba.
Un minuto antes de que llegara nos escondimos en la cocina. Ella entró a la casa imperceptible y no prendió la luz. Pero Lucho la sintió a tiempo. Griten a la cuenta de tres, nos dijo y nosotros le hicimos caso en la oscuridad. Sonamos descoordinados y pudorosos. Pancho iluminó con su celular y vi a Lucho moviendo los dos brazos en el aire, como animando la escena. Rocío seguía pálida y seria, pero creí ver una mueca que empezaba una sonrisa. Con la luz prendida ella replicó sin ganas que estaba contenta por vernos, que nunca lo hubiera imaginado.
Lucho no se calló en toda la noche. Habló del documental en el que trabajaba, sobre cómo mezclar mejor los garbanzos y el sésamo, y de las cosas que hizo a escondidas para que Rocío no supiera de la fiesta. Ella asentía con calma y de vez en cuando le acariciaba la barba despacio, dejaba que sus dedos pasaran entre sus pelos. Parecía un gesto sincero y cariñoso. No quise comer nada y terminé borracha vomitando en el baño. Pancho no dejó de golpear la puerta para que lo dejara entrar. No le hice caso.
Cuando estuve mejor busqué en los gabinetes pasta de dientes, enjuague bucal, pero no encontré nada. Ni siquiera un cepillo de dientes viejo. Vi una cajita color hueso tras unas cremas humectantes. La agité en el aire. Sonaba armónica, como si estuviera llena de piedras livianas. Me puse nerviosa, sentí el cuerpo frío y se me revolvió la guata. Quise creer que eran los mojitos. Desde afuera escuché a Rocío que decía: Nata, déjame entrar. Abrí la caja: habían nueve dientes grandes. Dos estaban rotos, uno picado, otro era muy blanco y el resto era amarillento y de distintos portes. Volví a vomitar.
A Lucho no lo vi hasta cinco años después. Me lo encontré en la calle. Él esperaba micro, yo pasé en bicicleta. Me sonrío. Le faltaba una de las paletas. Sentí los ojos mojados y como pude le devolví la sonrisa.