Por Hugo Díaz
Se guía por el olfato levantando la cabeza. Toda la oscuridad que lo rodea es ruidosa. Pisa bien el terreno como plantándose en cada paso. Seguramente ignora el miedo que le golpea el pecho con ráfagas frías que lo hacen sudar y hunde todos sus sentidos en la densa noche. Arriba alborotadamente se mueve el viento en las puntas de los árboles. Sabe que no es solo el viento y por eso a sus pasos los silencia cada vez más. Lo peor sucederá cuando el amanecer avance y sus ojos confundan sus oídos, entonces delatará un cuerpo lleno de titubeos y cavilaciones. Espectralmente sigue la marcha. Lucha para no dejar que el cansancio del insomnio entre en sus músculos, se mantiene irremediablemente erguido. Lo detiene un ruido corto, seco y muy cercano, tan próximo que tiene la sensación de retenerlo en la garganta y hacer que se repita como un eco. La oscuridad se presenta espesa y expectante. Cierra fuertemente los ojos deseando escuchar mejor, o quizá para deshacer la desgracia que intuye, y romperla en pedazos. Su cuerpo se tensa. Lo que primero siente es la brisa en sus cueros abiertos y la sangre tibia cayendo por una de sus patas traseras. Puede que el primer impacto de dolor parezca agrandarle el corazón y romperle el pecho que lo asfixia. Cae al piso. El amanecer llega cuando ya no siente su cuerpo, dejando un temible aspecto con sus ojos abiertos. Siempre reaccionan igual estos animales. Y puedo sentir lo que les sucede.
Los tres hombres rodean al animal. Yo los observo a corta distancia. Quisiera estar más lejos y no sentir el olor a sangre fresca. Pero temo que algunas de las mujeres estén mirándome y pongan en duda mi virilidad y así, mi fertilidad. Si eso sucediera, mis noches se volverían solitarias. Ninguna de ellas se atrevería a hundirse en mis viejas frazadas para tocar mi casi famélico cuerpo dejándose llevar, sin pensar que cargo con pequeña joroba. Esta delgadez se debe a que muchas veces con vagas excusas me he negado a masticar la carne de esas cosas, que llamamos Vide, palabra francesa que significa: vacío. A los vacíos los cazamos sin piedad alguna. La corcova puede que se deba a mi postura cuando fui pintor, un artista.
Uno de los tres hombres con un solo movimiento realiza el perfecto tajo para despanzurrar la presa. Las vísceras que se amontonan en el relieve serán alimento para alguno de esos pájaros de pico curvo y negro, con ojos vivaces y criminales. El resto del cuerpo va a subir con nosotros a los árboles, nuestro hogar.
Las casas construidas entre los robustos troncos son modestas, pero bien fortificadas. El hombre del cuchillo se llama Josué. Antes de que el mundo colapsara, trabajó en el matadero de un frigorífico, asegura. Él es el único francés, pero domina el español perfectamente. Sus padres eran españoles. El resto del grupo somos de diferentes países de Latinoamérica que quedamos varados en París y nos internamos en el bosque Saint Germain en Laye para sobrevivir. Josué puede que sea el líder junto a Nicol, mujer madura, rubia, que conserva las caderas fuertes, con una mirada fría y muy perspicaz. Licenciada en matemáticas, antes enseñaba en universidades de su país, ahora cocina en enormes ollas partes del animal que no se lleva a la parrilla. Siempre está acompañada por Leonor, chica uruguaya, de pelo azabache, tez blanca, negros ojos siempre quietos que junto al turgente labio inferior le dan un temple en estado de meditación permanente, y de lejana tristeza. Su cuerpo es duro y suave. Puede realizar cualquier tarea pesada manteniendo un aspecto de monje enclaustrado. En realidad, todos estamos encerrados aquí en esta porción de espacio abierto del bosque. Sólo nos está permitido bajar de las casas cuando se filtra entre los árboles el crepúsculo con el raro color violáceo avanzando a negro. En esos momentos los animales, que quedan ciegos con la completa oscuridad, buscan un refugio para esconderse en cercanía de la ciudad. Entonces podemos trabajar la tierra y cuidar los vegetales de nuestra huerta. Leonor es la primera en caminar entre los cultivos con herramientas para el trabajo. Trato de acompañarla a una distancia prudente, dejando un espacio de tierra y silencio para confundir esa instancia de ignorancia. A veces emprende con apacible voz un monólogo relatando algún evento de su infancia, pero de una manera que cualquiera que la escuchara se sentiría un intruso o un observador lejano dentro de un museo. Cuando termina de hablar suelo hacerle alguna pregunta como ofreciéndome para seguir escuchándola. Ella dirige sus negros ojos hacia mí y sonríe, pero nada dice.
Por las noches la comida se reparte de forma equitativa y se hace en justa porción. No se debe dejar ninguna sobra, nada que cualquier animal pueda olfatear. Después de comer lavamos y limpiamos todo lo utilizado para cocinar. Cuando ya no hay nada más para hacer cada cual se interna en la pieza y apagamos nuestras velas. Entonces ellas, las mujeres, nos visitan. La regla es no alumbrar el lugar de ninguna manera. La procreación es muy importante en todas las pequeñas comunidades que se formaron. Josué fue miembro de una a pocos kilómetros de la nuestra. Las mujeres también visitaban a los hombres hasta que todas quedaron embarazadas y la esperanza las había hecho más fuertes. En la oscuridad, en lo negro que encierra mi cuarto, sé oír pasos dubitativos hasta que siento el calor del cuerpo desnudo pegarse al mío. Algunos hombres tocan con las yemas de los dedos la cara de la mujer para identificarla. A mí no me hace falta, todas ellas tienen un aroma diferente que puedo unirlo a un color y así reconocerlas fácilmente. Amaya tiene un olor impulsador frenético, me recuerda un color púrpura balanceado en un rojo escarlata. Nicol, su aroma es volátil, necesito mantener la boca levemente abierta para sentirlo, entonces suelta unos frutos que me recuerdan a montañas, a bastos paisajes. A un color ocre, lo reduce un marrón pardo. Leonor es un olor denso que se va puliendo hacia lo liviano y me hace querer recordar el aroma de alguna deidad que nunca percibí. Juega con un amarillo pálido y malva,se define en un azul claro.
Anoche tuve la visita, primero, de Leonor. Después vino Amaya, hizo todo lo posible para que me excitara y así poder penetrarla, así lo hice. Las mañanas son lo más hermoso del día. El amalgamiento de colores que se desprende del amanecer da el efecto de querer fundirse con el cielo diáfano para beberlo, como las plantas que luchan por su porción de sol. En mi habitación guardo pocas pertenencias: un poco de ropa, un par de zapatillas y mi lápiz negro. Regalo que me hizo Nicol cuando expliqué sobre mi profesión. Con él, mi lápiz, paso la mayor parte del día. Realizo pequeños dibujos. Primero lo hice en los libros que ya había leído y puedo repetirlos de memoria, luego en las paredes de mi cuarto. Conservo un papel totalmente limpio y blanco. Lo estoy dejando para dibujar en él más adelante, quizá para mi cumpleaños que será en unos días.
Desde mi cuarto suelo escuchar cuando Amaya gasta los recursos de sus argumentos para convencer de que todo lo que nos sucede es un castigo divino. Mientras que Nicol habla sobre grandes corporaciones, de negocios multimillonarios y de empresarios. Elías, muchacho dinámico, con cuerpo de atleta, posiblemente proveniente de una familia adinerada, insiste con las conspiraciones comunistas de distintos países. Ignacio, de pelo hirsuto color cobre, el más joven del grupo, siempre está a favor de lo que dice y hace Josué, quien divaga entre parámetros existenciales intentando ayudar vagamente a la tesis de Nicol. A veces salgo y los escucho sin emitir opinión. Mi intención es acercarme más a Leonor, que mira a cada uno de los hablantes con expresión distraída, remota. Una vez con entusiasmo le conté sobre mi última exposición en una galería parisina. Ella sonríe. Se ancla en sus expresiones metódicas, como cuando la interrogo en nuestra huerta.
Los pies descalzos de las mujeres apenas se oyen. Esos golpes de talones contra la madera del piso me dan la sensación de que son duendes divirtiéndose en la espesura de la oscuridad. Llegan a mi cuarto y de un saltito alguien se mete en mi cama. Nicol es temperamental y le gusta llevar su ritmo. Yo puedo imaginarme como si estuviera clavando mis pies en la tierra rocosa de una montaña y empezar a escalar hasta terminar. La escucho alejarse y empiezo a dormirme, pero me alerta el aroma de Leonor. Quiero besarla. Ella se niega. Después no la oigo marcharse.
En el desayuno la conversación llega, como otras veces pasó, sobre el futuro de la humanidad. Entonces digo que los hijos no son la única manera de continuar en el mundo, también existe el arte. Todos callan hasta que Josué avisa que las velas y otras cosas se están terminando, hay que organizarse para llegar hasta la ciudad y traer todo lo necesario. Leonor se ofrece como voluntaria. Yo también lo hago. Acordamos la ruta hacia el oeste.
En las mochilas ponemos algo de comida, armas blancas de distintos tamaños que el grupo fabricó y palas. Yo incorporo mi lápiz. Los vivos colores del crepúsculo nos señalan la hora para emprender el viaje. Caminamos uno al lado del otro hasta que empieza a anochecer, entonces formamos una fila detrás de la única linterna empoderada por Josué. Siempre la lleva con él. Cuando llegó al grupo se jactó de ella y de las varias baterías para su uso. No tenemos ningún artefacto para controlar el tiempo, pero creo que caminamos más de tres horas. Pido a Josué descansar un poco, y luego seguir. Él acepta con oui displicente. Nos mantenemos sin hablar. En plena oscuridad escucho un murmullo rítmico y desahogado, quizá es Leonor que reza.
El hombre de la linterna ordena seguir la marcha. Continuamos detrás del haz de luz hasta que vemos el amanecer creciendo lento como vaciándose de a poco. Rápidamente hacemos un hoyo con Josué, mientras Leonor junta ramas que sirvan para taparlo. Apretados cabemos los tres. Podemos dormir sin problemas. Mientras esperamos la noche pregunto si recuerdan al mundo antiguo cuando nos relacionábamos en ese planeta azul de internet, ahora que nos encontramos acá apretados en un pozo. Ella sonríe. Él dice que falta poco para que oscurezca.
Salimos. Todo a nuestro alrededor es negritud. Emprendemos la marcha. Caminamos en completo silencio. Como una aparición espectral vemos asfalto. Alargamos los pasos, Josué nos guía. Él dice en voz baja que puede que estemos pisando Avenue Montagne. Por fin alumbramos edificios. Josué decide entrar a lo que parecía un restaurante. En el lugar hay mesas y sillas tiradas en el piso. En un momento se apaga la luz y después vuelve. Mi compañero me encara con una vela encendida. Me la entrega y ordena que busque todo lo que nos sirva. Me oriento con la luz amarilla y cremosa. El escenario en el que nos movemos parece decirnos que estamos en peligro. Leonor se aferra al brazo de Josué y los veo alejarse. Llego a la barra de bebidas del restaurante. En un rincón veo unos borceguíes. Me descalzo y me los pruebo. Son un poco grandes y pesados. A mis raídas zapatillas las dejo y sigo buscando, escucho la voz de Leonor diciendo que nos tenemos que ir, que ya tenemos lo suficiente. Pongo una botella de licor en la mochila y salgo con ellos. En la calle intento persuadirlos para quedarnos a recorrer la ciudad. Nos vamos, determina Josué y lo pone en claro.
Volvemos sobre nuestros pasos. Nuevamente el día. Hacemos el hoyo. Leonor busca ramas. Dormimos juntos apretados. Siento el aroma de ella, quisiera besarla. Al despertar escucho el olfateo de una de esas cosas en las ramas que nos sirven para cubrirnos. Josué cruza un dedo en sus labios. No hacemos ruido alguno. Leonor cierra los ojos, parece repetir para sí el murmullo rítmico del rezo, luego oímos pasos alejándose.
Hace varias horas que caminamos y por fin vemos el brillo intermitente de una de las velas de nuestro hogar. Con alegría nos saluda el resto del grupo que se había quedado. La cena está lista. Comemos mientras contamos lo que vimos, allá, en la ciudad, que no fue mucho. Prefiero dormir y saludo a todos los comensales para ir a mi cuarto.
Me despiertan las caricias en mi pene. Abrazo su cintura y la pego más a mí. Es Amaya que besa mi pecho y empieza a bajar. Lame mi verga, se la meto toda en la boca. El rojo que percibo se vuelve cada vez más intenso hasta que termino. El corazón vuelve a latir con normalidad. Amaya sigue en mis pies sin moverse, después sale de mi cuarto velozmente como si hubiera sido amenazada por algo temible. Me visto. Cuando abro la puerta todos están allí, mirándome.
Nicol habla y dice que estoy infectado, que no tengo esperma, soy un vacío. Elías me toma de un brazo y bajamos. Pisamos tierra firme. Ignacio pone un cuchillo cerca de mi cara y exige que corra. Mis piernas no responden. Él se acerca más y me realiza un leve tajo en la mejilla. Giro y empiezo a correr, pero los borceguíes me pesan. Mi pecho se agita, mis piernas se cansan. La garganta está seca, me cuesta respirar. Me detengo. Veo los primeros rayos solares filtrarse en el horizonte negro. Me arden los ojos y tengo que cerrarlos. Mi piel entra en combustión. Me doblo y caigo de rodillas al piso; los músculos se contraen, no puedo moverme. Entonces siento ese aroma denso, que se hace más liviano como el olor a miedo. Con fuerza hunde el cuchillo en mi vientre, la parte más blanda. Escucho la voz de Josué que la entusiasma para que siga. La sangre tibia cae por mis patas traseras. Percibo todo como me lo había imaginado.