La desesperación en caída libre impacta en el autor a su llegada a Nueva York: posible resultado de la fuerza del anonimato en las instituciones educativas que no realizan operaciones para recordar, y que impulsan -o protegen o restringen, como las vallas de la reja carcelaria- algo parecido a un control colectivo de los individuos.
Lo primero que me contaron al llegar a Manhattan en 2014 fue la historia del estudiante que se suicidó saltando de los últimos pisos de la biblioteca principal de la Universidad de Nueva York, y por quien se instaló una reja carcelaria. La biblioteca parece un hotel. Más bien un ministerio. Quizás un transatlántico o una tumba de hormigón, que no es poca cosa. Un amigo chileno que estaba ese día me dijo que a las 4:30 de la madrugada se sintió un fuerte golpe, el sonido del cuerpo al desplomarse contra el piso de mármol del hall de entrada. La superficie es lisa, fría y opaca. Los usuarios de la biblioteca se reunieron en el primer piso empujados por el morbo a mirar la sangre esparciéndose entre el elegante mármol, con diseños que, vistos desde arriba, logran un efecto hipnótico. Hace poco yo me pregunté cómo era él, su tono de voz, su religión, sus creencias, sus recuerdos más queridos, sus últimas emociones y contradicciones, su concepto de la muerte, sus miedos, la última película que había visto, si habría sufrido de insomnio o de bullying, cuál fue el último libro que había sacado de la biblioteca, cómo eran sus dibujos de infancia.
Abrí Google.
Escribí “Suicida NYU”: aparecieron 2.070 resultados.
En realidad los suicidas fueron tres .
John Skolnik, el 12 de septiembre de 2003, Stephen Bohler, estudiante de primer año, el 10 de octubre de 2003 y Andrew Willaimson-Noble, en 2009. Aunque la universidad ya había instalado las placas de plexiglas de ocho metros de altura, Andrew Williamson-Noble superó las barreras y saltó desde el décimo piso, el 3 de noviembre de 2009. Cayó de espaldas. Tenía 20 años. Era alumno de East Asian Studies del College of Arts and Science.
En 2012, se instaló la actual reja antisuicidio. Su trama deja entrar luz, no bloquea la vista a los árboles de Washington Square e imita corridas de libros en un panal de abejas. Paradójicamente, es bella, y le regala a la mastodóntica biblioteca, un delicado filtro parecido al de un píxel digital.
Hoy, ninguna placa recuerda a John Skolnik, Stephen Bohler o Andrew Williamson-Noble. Busqué sus fotos en Google, sus rostros, sus miradas desaparecidas, pero no encontré ninguna. El olvido y los departamentos de publicidad y de relaciones públicas hacen bien su trabajo. Dicen que los habitantes de Hiroshima quedaron plasmados en el pavimento como sombras, calcinados al instante tras el lanzamiento de las bombas nucleares, pero de los suicidas de Bobst no quedó . No hay actos conmemorativos. No son considerados. Son solo dígitos, valores, cifras de ocho números que aparecían en sus tarjetas universitarias de identificación. Eran una tuerca más del engranaje de la economía automatizada , de las ganancias del mercado de la educación y de los esfuerzos de la universidad por mantener su lugar en el ranking. La educación reducida a tablas y guarismos neoliberales.
No eran estudiantes, eran números.
Para escapar a esa vida reglamentada y capitalizada, se lanzaron al vacío imitando a los cuerpos anónimos que se arrojaron desde las Torres Gemelas en 2001, tema del que, por cierto, nadie habla en Nueva York. Con inocencia y no sabiendo muy bien porqué lo hacían, crearon sus propias tragedias, una forma de humillar al sistema y de liberarse de las angustias que les afloraban. Me pregunto cómo se truncaron sus cráneos, cómo se trizaron sus huesos y ligamentos, cómo se amorataron al trazar una línea recta desde las alturas, cómo la policía dibujó sus cuerpos en el suelo, las siluetas de las formas en que cayeron, cómo dejaron de trabajar sus órganos, cómo se apagaron sus preguntas y se volvieron inertes. La biblioteca principal de NYU fue construida en 1973 y hasta hace un par de años algunos artículos de prensa la llamaban la biblioteca de la muerte. Hoy, la epidemia de suicidios en su interior está bajo control.