Jorge llevaba más de una hora en la sala de espera. Ya había leído dos ejemplares del New Yorker y las noticias deportivas de un periódico local que no conocía. Había decidido comenzar a hacer terapia para practicar su inglés. Las sesiones eran cubiertas por el seguro médico de la universidad, así que no tendría problemas para costearlas. Y le parecía mucho más eficiente que una clase de idioma.
Era el único esperando en la sala. El espacio era angosto. Las paredes blancas estaban decoradas con afiches de Monet y Van Gogh, y en una esquina había un bebedero de agua. Por ratos reconocía las melodías que sonaban muy bajo: eran covers instrumentales de canciones de los Beatles. Le gustaba que, en pleno verano, los espacios cerrados tuvieran el aire acondicionado a todo volumen. Al poco tiempo se abrió la puerta del consultorio y salió una adolescente asiática, quien, a los pocos segundos, se fue del apartamento ignorando que él estaba sentado ahí.
El hombre lo hizo pasar y se presentó dándole un apretón de mano seguro y consistente. Se llamaba Will Tell. A Jorge le gustó que el nombre ameritara una pronunciación anglófona. Eso lo motivó a pensar que había tomado la decisión correcta. Ambos se sentaron, uno frente al otro, y se cruzaron de piernas. Jorge calculó que el hombre le llevaba más de veinte años, hecho que también lo alivió. Por algún motivo pensaba que mientras más años de experiencia tuviera, más capacitado estaría para conversar con él.
—Cuénteme, Jorge. ¿Por qué está aquí?
Jorge se fijó brevemente en la decoración del consultorio. Era modesta y parca. Había una repisa de libros y apenas un afiche montado como los de la sala de espera. Las cortinas estaban cerradas, logrando que se sintiera dentro de una cápsula atemporal.
—Bueno, para empezar… —dijo en inglés. Se paralizó, preso de su temor por no saber qué decir.
—Relájese. Cuénteme lo que quiera —su voz era grave y sedosa, y su pronunciación era clara. Fácilmente podía dar seguridad. Will Tell tenía una barba gris y frondosa, y un bigote que aún se conservaba color café. A Jorge se le ocurrió que el hombre tenía el físico de los filósofos de la Edad Media.
—Creo que tengo un problema sexual —respondió, amontonando las palabras al pronunciarlas. De pronto se sintió satisfecho al comprobar que tenía la habilidad de mentir en otro idioma.
—Vaya —se cruzó de brazos—. ¿Un problema sexual?
—Exacto —reafirmó orgullosamente.
—¿Qué quiere decir?
Se arrepintió de haber comenzado la sesión inventando un problema sexual, pero se dio cuenta de que la única solución era seguirle la corriente a la conversación.
—No puedo hacer que las mujer se acuesten conmigo.
—¿Las mujeres?
—Sí. Las mujeres no quieren tener íntimo conmigo.
—¿Intimidad? —se rascó el bigote—. ¿Le cuesta tener intimidad con las mujeres?
—Precisamente —aprovechó para utilizar otra palabra que reafirmara lo dicho.
—¿Alguna vez ha estado casado?
Jorge se sintió incómodo ante la pregunta. Pensó que si negaba estar casado, entonces sentiría culpa al encontrarse con su esposa después de la sesión. Pero no podía admitir que estaba casado, porque no tendría lógica dentro de la historia que estaba creando. Luego sintió una breve angustia al darse cuenta de que podía mentir al decir que tenía un problema sexual, pero no podía invalidar su matrimonio frente al psicoanalista. ¿Y si realmente tenía un problema sexual?
—Estoy casado.
Jorge se sintió juzgado por la mirada de Will Tell. Ya había dicho que tenía problemas para establecer intimidad con las mujeres, pero luego confesó estar casado. Ahora sentía culpa porque de alguna forma se percibió como un hombre infiel. Decidió prolongar el silencio. Tenía las palmas de las manos sudadas y un leve dolor de cabeza. Se llevó las manos a la frente y respiró profundo. Will Tell seguía observándolo desde la silla de cuero, con los pies cruzados. Jorge reconoció que el hombre llevaba unos mocasines Clarks, muy parecidos a unos que le había regalado su esposa recientemente. Esa idea se le hizo insoportable. Su esposa le hacía regalos, mientras él le era infiel. Su esposa le regalaba mocasines Clarks, mientras él iba a escondidas a un terapista para hablar de su problema de intimidad con otras mujeres.
—¿Quiere contarme más sobre este problema?
Jorge miró a Will Tell y se dio cuenta de que él era el culpable. Él y sus preguntas. Él y su bigote preguntón. Observó de nuevo sus pies cruzados y le pareció que tenía un aire grandilocuente. Estúpidamente sentado en la oscuridad del consultorio. Como si necesitara ser juzgado por quien no es, por su reverso. De pronto se le ocurrió que Will Tell sabía exactamente que su esposa le había regalado mocasines Clarks y se los había puesto para torturarlo. Por ser infiel. Will Tell lo seguía mirando en silencio, esperando a que él hablara de su esposa. Entonces se le ocurrió que quizás su esposa era quien le había dado los mocasines Clarks a Will Tell. Lo había hecho para mortificarlo. Para demostrarle que ella también le era infiel. Su esposa tenía intimidad con su terapista y le había dado los mismos mocasines. Ella sabía que él le sería infiel y por eso se le adelantó.
—¿Desde cuando está viendo a mi esposa? —preguntó Jorge, con una elocuencia de la que hasta él mismo se sorprendió.
—¿Qué quiere decir? —Will Tell descruzó sus brazos y se echó hacia delante, encorvando sus hombros.
—Usted sabe exactamentes lo que digo —Jorge señaló los mocasines del terapista.
—¿Qué está señalando? ¿Mis zapatos? —bajó el tono de voz—. ¿Qué tienen mis zapatos?
—¿Cree que estamos loco? ¿Que por eso vinimos? —Jorge se levantó del asiento—. ¡Sé que mi esposa estuvo aquí!
—Disculpe, Jorge. Tiene que calmarse —hizo un gesto lento con las manos—. Le aseguro que no sé quién es su esposa.
—¿No? ¡Sé que mi esposa estuvimos aquí! —señaló de nuevo los mocasines del terapista—. ¡Esos zapatos se los regalamos mi esposa!
—Jorge, por favor —se quitó el mocasín del pie derecho—. Vea la suela. Estos zapatos los tengo desde hace diez años. Es imposible que su esposa me los haya regalado.
Jorge se dio cuenta de que su esposa había estado teniendo una relación erótica con otro hombre desde hacía diez años. Qué estúpido había sido. ¿Cómo nunca se había dado cuenta? Su esposa le ponía los cuernos desde hace tantos años y nunca la había descubierto. Qué estúpido. ¿Cómo no lo pensó antes? Ahora tenía lógica que siempre llegara tarde a la casa y que nunca hubiera querido tener hijos. Lo que más le molestaba era que le hubiera regalado a él los mismos mocasines Clarks.
—Deme el zapato —le pidió Jorge—. Deme los dos zapatos.
—¿Para qué los quiere? Jorge, cálmese.
—¡No me diga que nos calmemos! ¡Deme sus mocasines o me lanzo por la ventana!
—Tranquilo —Will Tell se quitó rápidamente los zapatos y se los entregó a Jorge, antes de que sus nervios fueran demasiado evidentes—. Aquí tiene. Tranquilo.
—Usted tendrá a mi esposa, ¡pero ahora nosotros tenemos los Clarks!
Jorge salió hacia la sala de espera, dejando a Will Tell descalzo en la oscuridad. Revisó la talla de los mocasines y se dio cuenta de que tenían la misma que los suyos. Sonaba Let it be. Se quitó los zapatos de goma y los lanzó hacia la ventana. Un par de revistas se desplomaron del mueble. Jorge se puso los mocasines y se acercó al doctor.
—¡Nosotros tenemos los Clarks!