Borja juega con una pelota de pelota vasca en las manos.
BORJA.– El 12 de mayo de 2015 cumplo 50 años. El teléfono suena dos veces en mi casa de Nueva York. La primera llamada es del Teatro [nombre del teatro donde se represente la función]: el director querría leer alguna obra mía, hace tiempo que no sabe nada de mí, ¿qué he estado haciendo últimamente? No le digo que llevo tres años bloqueado, incapaz de escribir una sola línea.
La segunda llamada es desde Algorta. Mi madre me dice que acaba de morir mi hermano Juan Manuel y como siempre que ocurre algo, “Borja, tú no estás aquí”.
El 12 de mayo de 1980 cumplo 15 años. En Algorta, dos encapuchados disparan en la nuca a Ignacio Arsuaga en el “atajo del perro muerto”, un callejón estrecho que lleva de la iglesia de Andra Mari[1] al frontón. Como todas las tardes, yo voy caminando a jugar a pelota mano cuando una mujer me avisa de que no pase por el atajo, que acaban de matar a uno: “Hartu beste kalea, ez pasatu lasterbidetik, norbait hil berri dute eta”[2]. Doy entonces un rodeo para evitar el callejón y me encuentro para el partido de pelota con mi hermano Juan Manuel y nuestros primos. Ganamos nosotros. Hogeita bi eta hamazazpi![3] Luego vamos todos a casa a celebrar mi cumpleaños.
Durante años, he tratado de escribir sobre aquella tarde. Qué familiares vinieron, qué cocinó mi madre, cuáles fueron nuestras conversaciones. Porque sólo una descripción objetiva podría dar testimonio de la indiferencia. Porque sólo un contar neutro y frío podría mostrar que nuestro silencio también mató, que yo también fui un asesino. Pero el teatro no consigue dar cuenta del horror del mundo. El teatro sólo puede añadir más ficciones al mundo, multiplicar el juego de espejos hasta anestesiar la culpa.
Ignacio Arsuaga era el hermano de Alberto Arsuaga, mi compañero de pupitre en el Colegio de los Jesuitas.
Borja hace un saque imaginario con la pelota. Escuchamos el ruido de esta al chocar contra la pared del frontón.
1
En la casa de Don Alberto Arsuaga. El dormitorio de Aurelia y Manuel. Mientras Nuria le peina un complicado moño, Aurelia, en combinación, tararea “La ronda del amor “, de la zarzuela “María la O”[4]. Manuel, a medio vestir, desmonta los cajones de la cómoda, buscando algo.
NURIA.– No pinta nada aquí.
MANUEL.– Todavía somos nosotros quienes tomamos las decisiones.
NURIA.– ¿Le preguntaste a Juan Ignacio si quería invitarla?
AURELIA.– Son parte de la familia, aunque no nos guste.
MANUEL.– Si soy yo el que pago, soy yo el que invito.
AURELIA (a Nuria).– Me estás haciendo daño.
NURIA (a Aurelia).– Porque no te estás quieta. (A Manuel) Pagas porque quieres.
MANUEL.– Porque es mi obligación.
NURIA.– Nosotros no te lo pedimos.
AURELIA.– Ya sabemos en qué situación estáis.
NURIA.– Es un bache.
AURELIA.– Sí, hija, es un bache… Que ya dura años.
NURIA.– ¿Qué culpa tiene Xabier de que cerrara el astillero? ¿O es que es culpa suya la reconversión naval?
MANUEL.– Si se hubiera ido cuando te lo dijimos…
NURIA.– Xabier se quedó porque tenía decencia. No como los que agarraron las indemnizaciones y salieron corriendo.
AURELIA.– Todos esos que cogieron las indemnizaciones han montado unos bufetes con los que les va estupendamente. ¿Y tu marido, qué tiene?
NURIA.– Lo suficiente para haber podido pagar esta boda.
AURELIA.– ¿Y después, qué?
NURIA.– Después, nada.
AURELIA.– ¿Otra vez a pedirnos dinero?
NURIA.– Os lo vamos a devolver.
AURELIA.– No te lo estamos reclamando.
NURIA.– A mí me parece que sí.
AURELIA.– Magdalena nos podría pedir lo mismo, es de justicia.
NURIA.– Magdalena no tiene un marido en el paro.
MANUEL.– Yo no hago distinciones entre mis hijas.
NURIA.– Tratarnos por igual cuando no nos hemos portado de la misma manera no es ser justo.
AURELIA.– No hables en ese tono a tu padre.
NURIA.– ¿Quién viene a veros todas las semanas? ¿A quién llamáis cuando se estropea la caldera o cuando os habéis olvidado las llaves dentro?
AURELIA.– Esas cosas no puedes cobrárnoslas, Nuria.
MANUEL.– Eres la mayor, es lo que te toca. ¡Aquí están!
Manuel encuentra unas llaves escondidas bajo un cajón de la cómoda.
NURIA.– ¿Se las vas a dar?
MANUEL.– Hoy mismo.
NURIA.– No sé si está preparado. Esa chica…
AURELIA.– No empieces.
MANUEL.– Puede que la etimología sea oscura, pero si Antxon dice que el apellido es vasco, nosotros no tenemos nada que añadir. Arraze arraze da[5].
NURIA.– No es su apellido lo que me preocupa. Espera un poco.
MANUEL.– Por eso es importante que ciertas cosas no cambien.
AURELIA.– Confía en tu hijo. Parece buena chica. A él se le ve feliz.
NURIA.– Después de lo que le pasó, cualquiera le valía. Se quedó con la primera que le dijo que sí.
AURELIA.– Su mérito tiene ella, sabiendo lo que sabía.
NURIA.– ¿Y eso basta para entrar en esta familia?
MANUEL.– Ahora ya es tarde para andar con dudas.
NURIA.– Yo sólo digo que esperes un poco antes de entregarle las llaves del armario de Cuba. No sé… Hasta que tengan un hijo… Hasta que veamos que la cosa dura.
AURELIA.– Eso del divorcio es culpa de esta cochina democracia.
NURIA.– Y encima, casarse en gananciales…
MANUEL.– Porque está seguro de lo que hace.
NURIA.– Si hubiera sido Bosco… (A Manuel) ¿Me traes el tocado, por favor?
Manuel le acerca a Nuria una sombrerera que estaba en la cómoda.
MANUEL.– Bosco no ha estado aquí todos estos años, cuando hacía falta. Ez da Arsuagatar petoa[6].
NURIA.– Esté donde esté, Bosco me llama todos los domingos. Sé perfectamente lo que le pasa en cada momento. Juan Ignacio vive con nosotros y no sé quién es. Espero que con esa chica hable más que conmigo.
AURELIA.– Deja de llamarla “esa chica”. En unas horas se casa con tu hijo. Eta kito![7]
Nuria coloca el tocado a Aurelia. Al verla así arreglada, Manuel se arranca a cantar “La ronda del amor” y Aurelia se une a él. Cantan apreciablemente y hay entre ellos una complicidad de más de 50 años. De pronto, se escuchan en la calle ruidos de cristales rotos y una explosión. Los tres se miran alarmados. Nuria corre al mirador.
NURIA.– Creo que es el coche de Juan Ignacio.
2
En la casa de Don Alberto Arsuaga. El antiguo dormitorio de la tía Isabel es ahora una habitación de invitados. Juan Ignacio y Bosco se visten para la boda. Juan Ignacio bebe. Bosco, no.
JUAN IGNACIO.– Era importante que estuvieras.
BOSCO.– ¿Para quién?
JUAN IGNACIO.– Para todos.
BOSCO.– Para mí también hubiera sido importante que él viniese.
JUAN IGNACIO.– Lo que no puede ser, no puede ser.
BOSCO.– Siempre termino cediendo yo.
JUAN IGNACIO.– Llevas mucho tiempo fuera. Las cosas aquí no han cambiado tanto.
BOSCO.– Nunca cambian si nadie da el primer paso.
JUAN IGNACIO.– Hoy no es el día…
BOSCO.– Nunca es el día.
JUAN IGNACIO.– ¿A qué has venido?
BOSCO.– No lo sé.
JUAN IGNACIO.– Has venido a celebrarlo conmigo. Y todos nos alegramos de que estés aquí. Te he echado de menos.
BOSCO.– ¿Cómo están?
JUAN IGNACIO.– Bien. Como siempre.
BOSCO.– Creí que aitite[8] estaba perdiendo un poco la cabeza.
JUAN IGNACIO.– Tiene días.
BOSCO.– ¿Qué dijo de ella?
Un silencio. Juan Ignacio no contesta.
BOSCO.– El apellido. No le gustó, ¿verdad?
JUAN IGNACIO.– Tiene dudas.
BOSCO.– Encontrará la manera de demostrar que sí es puramente vasco, no te preocupes.
JUAN IGNACIO.– Los niños llevarán el mío por delante. El mío y el tuyo.
BOSCO.– Y el mayor heredará la casa. Aunque él tampoco lleve el apellido Arsuaga de primero.
JUAN IGNACIO.– Podrás venir cuando quieras. Serás el padrino.
BOSCO.– No voy a volver.
JUAN IGNACIO.– ¿Para eso has venido?
BOSCO.– Ya estás tú para defender la casa del padre.
JUAN IGNACIO.– “Contra los lobos
contra la sequía,
contra la usura,
contra la justicia
defenderé
la casa
de mi padre[9]”.
BOSCO.– “Nire aitaren etxea
defendituko dut.
Otsoen kontra,
sikatearen kontra,
lukurreriaren kontra,
justiziaren contra
defenditu
eginen dut
nire aitaren etxea”.
JUAN IGNACIO.– Aún te acuerdas.
BOSCO.– “Se perderá mi alma,
se perderá mi prole,
pero la casa de mi padre
seguirá
en pie”.
JUAN IGNACIO.– En pie. Otros cien años.
BOSCO.– Me quiero quedar allí. Con él. Pero tendría que pedir la nacionalidad.
JUAN IGNACIO.– ¡Tú has perdido la cabeza!
BOSCO.– Es solo un papel, no cambia nada.
JUAN IGNACIO.– ¿Para eso has venido? ¿Para soltar esa bomba y estropearme el día?
BOSCO.– ¿Qué más da lo que ponga en mi pasaporte? Yo sé quién soy.
JUAN IGNACIO.– ¡Esta vez no vas fastidiarlo todo! ¡Te callas y no dices nada! Ni hoy, ni mañana. Cuando estés de regreso allí, les llamas y se lo sueltas por teléfono.
BOSCO.– Esas cosas se dicen cara a cara.
JUAN IGNACIO.– No el día de la boda de tu hermano.
BOSCO.– ¡Hay más de 150 países en el mundo! ¿Qué tenemos nosotros de especial?
JUAN IGNACIO.– Nahikoa da![10]
BOSCO.– Ez, ez da nahikoa![11]
JUAN IGNACIO.– ¡Claro que ya basta!
BOSCO.– ¡Tanto hablar de la lengua y ni siquiera somos capaces de seguir una conversación de más de dos réplicas!
JUAN IGNACIO.– No hace falta dominar la lengua.
BOSCO.– No hablas la lengua, no respetas los apellidos… ¿En qué eres mejor que yo?
JUAN IGNACIO.– Llevas demasiado tiempo fuera.
BOSCO.– No, dímelo: ¿qué te hace distinto?
JUAN IGNACIO.– Seguir aquí. A pesar de todo. En la casa de mi abuelo y de mi bisabuelo. Que será de mi hijo.
BOSCO.– ¿Vais a vivir aquí?
JUAN IGNACIO.– ¡Por supuesto! Cuando ellos ya no estén.
BOSCO.– ¿Por qué no empezáis lejos, sin ataduras, sin todo este pasado?
JUAN IGNACIO.– No.
BOSCO.– ¿Klara está de acuerdo?
JUAN IGNACIO.– Siempre supo quién era yo.
BOSCO.– Aquí todos creéis saber quién es quién. Hasta que de repente hacen algo que no podías esperarte… Mira lo que le pasó al alcalde… ¡El que disparó fue su propio sobrino, un chico al que conocía todo el pueblo!
JUAN IGNACIO.– Si te señalan como objetivo, no hay parentescos que valgan.
BOSCO.– He oído que la madre del chico fue a pedirle perdón a la viuda. Pero, ¿qué culpa tenía ella de lo que había hecho su hijo?
JUAN IGNACIO.– Sabía que se iba a tener que encontrar todos los días con esa viuda en el mercado; ¿con qué cara iba a mirarla si no le decía algo?
BOSCO.– Es el mundo al revés: aquí, los hijos transmiten la culpa a los padres.
JUAN IGNACIO.– Son los padres quienes les han metido esas ideas, ¿no?
BOSCO.– Hay una diferencia entre pensar de una manera y empuñar una pistola.
JUAN IGNACIO.– ¿Por qué estamos hablando de esto? Hoy, precisamente.
BOSCO.– Nunca podemos hablar de estas cosas.
JUAN IGNACIO.– Si estuvieras aquí, con nosotros, a lo mejor hablábamos.
BOSCO.– Vengo cuando puedo.
JUAN IGNACIO.– Una vez al año. ¿Te parece suficiente?
BOSCO.– De todos modos, de eso nunca hablamos. Miramos cómo llueve y esperamos a que escampe. Aquí, al final, siempre deja de llover. Y no hacemos nada. Le llamaréis Alberto, ¿verdad?
JUAN IGNACIO.– ¿A quién?
BOSCO.– Al niño.
JUAN IGNACIO.– ¡Primero habrá que tenerlo! Muy deprisa vas tú.
BOSCO.– Lo tendréis, seguro.
JUAN IGNACIO.– A Klara le encantan los críos. A mí… No sé. Tú y yo… Era triste ser solo dos, ¿no?
BOSCO.– Lo único que llevo mal es que nunca tendré un hijo. Siempre había imaginado que le enseñaría a nadar ahí abajo, en la playa, como a nosotros nos enseñó aitite…
JUAN IGNACIO.– Mamá piensa que serías un padre excelente. Mucho mejor que yo.
BOSCO.– Ella ve lo que quiere ver. Por eso hay que abrirle los ojos. Zenbat eta lehenago, hobe[12].
JUAN IGNACIO.– Gaur ez[13].
BOSCO.– No deberías seguir bebiendo, me parece.
JUAN IGNACIO.– ¡Solo he tomado una! Bakar bat[14].
BOSCO.– Tres, con esta. Hiru[15].
JUAN IGNACIO.– ¿Las has contado?
BOSCO.– Ez[16].
JUAN IGNACIO.– Entonces, cállate.
BOSCO.– Baina…[17]
JUAN IGNACIO.– Ez, hago isilik, Bosco[18]. ¿Has visto cómo está el mar hoy?
BOSCO.– En cuanto me he despertado. Es lo único que echo de menos.
JUAN IGNACIO.– Terminará por llover. Cuando las olas llevan tanta espuma, es que va a llover.
BOSCO.– No echo de menos la lengua, ni esta casa, ni el frontón, ezebez[19]. Sólo el mar. Cómo se estrellan las olas una y otra vez contra las rocas, la espuma agitada por el viento… Viva donde viva, un día yo también terminaré en ese cementerio junto al acantilado.
JUAN IGNACIO.– Será tarde, cuando vaya a caer la noche, no nos estropeará la salida de la iglesia. Pero esas nubes no mienten. Ten por seguro que lloverá.
BOSCO.– Voy a ir a La Habana. A ver si allí el mar es igual. Necesito saber qué pasó realmente.
JUAN IGNACIO.– Hace un mes me hice un chequeo completo. El hígado está perfecto. Y todo lo demás también: ni un solo resultado malo. Así que no quiero volver a oírte. Isilik[20].
BOSCO.– No seré yo quien te diga nada. Será Klara, si es que tiene algo que decirte.
JUAN IGNACIO.– Calle de la Lamparilla, número 7. Parece ser que está en un callejón de La Habana Vieja, no verían el mar desde la casa.
BOSCO.– ¿Por qué volvió?
JUAN IGNACIO.– Porque todos los que os vais, termináis por volver.
BOSCO.– Tienes que dejarme ver los papeles que encuentres de esa época.
JUAN IGNACIO.– A eso has venido, entonces. A documentarte.
BOSCO.– No lo sé. Quizás sí.
JUAN IGNACIO.– No a mi boda.
BOSCO.– No. Bueno, también.
JUAN IGNACIO.– Prefiero cuando me dices la verdad.
BOSCO.– ¡Nunca abrirán la iglesia de Andra Mari para Matthew y para mí!
JUAN IGNACIO.– Me va a dar las llaves hoy. No espero encontrarme gran cosa: carnés de apuestas, algún gerriko[21] deshilachado… Cien años de cesta punta. Ese será todo el secreto.
BOSCO.– Si encontraras algún fragmento de la dichosa novela…
De pronto, se escuchan en la calle ruidos de cristales rotos y una explosión. A los dos hermanos no les hace falta asomarse al mirador para saber lo que ha ocurrido.
JUAN IGNACIO.– ¡El coche!
[1] Santa María.
[2] Coge la otra calle, no pases por el atajo, acaban de matar a uno.
[3] ¡Por 22 a 17!
[4] Zarzuela cubana de los años 30, de Ernesto Lecuona.
[5] La raza es la raza.
[6] No es un buen Arsuaga.
[7] ¡Y se acabó!
[8] Abuelo.
[9] Versos del poema de Gabriel Aresti “La casa de mi padre”. La réplica siguiente son los mismos versos, en euskera.
[10] ¡Ya basta!
[11] ¡No, no basta!
[12] Cuanto antes, mejor.
[13] Hoy, no.
[14] Una sola.
[15] Tres.
[16] No.
[17] Pero…
[18] No, cállate, Bosco.
[19] Nada.
[20] Calladito.
[21] Faja de los pelotaris.