[Fragmento]
ESCENA I
Primera hora de la mañana. Algo comienza a moverse debajo de la manta que cubre el camastro. Enseguida descubrimos a Michel, que sale de la cama con expresión soñolienta y la nariz enrojecida. Es un hombre de mediana estatura y barriga prominente, que trata de disimular cuando se percata de su abusiva presencia. Viste una vieja camiseta militar y calzones de camuflaje. Tras desperezarse, se acerca con paso vacilante a la contraventana, que abre con desgana. Vuelve sobre sus pasos para hacerse con el cazo y la toalla antes de desaparecer tras el biombo. El agua del bidón debe estar bien fría, a juzgar por sus exclamaciones. Al poco tiempo, vuelve vestido con una chaquetilla y unos pantalones que nos recuerdan a los utilizados en los campos de concentración, aunque no aparezca ningún signo distintivo. Michel recoge de la repisa un trozo de jabón y una vieja maquinilla y, tras empapar su cara con agua del cacillo que tiene a su lado, se restriega el rostro con la mano hasta conseguir que surja un poco de espuma. Se afeita parsimoniosamente. Al finalizar su labor, se limpia con la toalla. Suena una voz en el exterior.
VOZ DE SOLDADO: ¡Primera comida, primera comida!
El sonido de una llave abriendo el cerrojo seguido de un ruido metálico, que delata la retirada del candado y las cadenas de la puerta que se entreabre, invade el ambiente. Michel corre hacia allí y recoge una escudilla de comida con su correspondiente cuchara. Se sienta en la cama y consume lentamente el contenido del recipiente. La puerta se abre y entra el Sargento. Se dirige a Michel, que se expresará con ciertas dificultades y un inconfundible acento francés.
SARGENTO.– Tarde, tarde… Ya tenías que estar en perfecto estado de revista. Rápido, hay que traer colchones y mantas. Van a llegar nuevos retenidos.
MICHEL.– (Refunfuñando) Retenidos, retenidos… ¡Mon Dieu!¿Por qué no llamarán a las cosas por su nombre? Somos prisioneros y no retenidos.
SARGENTO.– Los que van a llegar son tan sólo retenidos. Así han sido clasificados y así tendrás que considerarlos tú. Date prisa, todos los trastos te están esperando afuera.
MICHEL.– (Continúa protestando en voz baja) Retenidos, retenidos…
Michel sale, vigilado por el Sargento. Al poco tiempo regresa cargado con varios colchones. Repite la acción hasta acumular cinco o seis sucios jergones, varias mantas y algunos cacillos metálicos similares al suyo.
SARGENTO.– ¡Despierta, despierta! No tenemos tiempo.
MICHEL.– ¡Quelle horreur, quelle horreur!Así no hay manera de hacer bien las cosas.
SARGENTO.– Busca sitio para los colchones y tenlo todo preparado. ¡Ah!, se me olvidaba, tan pronto conozcas a los retenidos que van a llegar, tienes que pasar un informe al capitán. Deberás consignar sus nombres y lo que puedas averiguar sobre sus familias. Sobre todo de aquellos cuyos parientes puedan haber huido a las montañas. Date prisa, que están a punto de llegar.
El Sargento sale. Michel se toma un respiro para secarse el sudor; inmediatamente después, se dedica a distribuir los colchones, unos junto a otros, contra la pared. Coloca sobre cada uno de ellos una manta doblada y un cacillo. Habla para sí mismo con evidente fastidio.
MICHEL.– Yo no soy nadie para vigilar a nadie, ni para hacer informes de nadie. (Refunfuñando) Retenidos, retenidos. Uno está retenido si se va a poder marchar pronto, pero si no le dejan ir, está prisionero. Esto lo puede entender cualquiera, incluso yo que no soy de aquí. O no los compriendo yo, o no me comprienden ellos. (Observando los colchones recién alineados) Ahora lo que hay que saber es si vienen cinco, seis o siete. Si vienen cinco me sobra uno y si vienen siete me falta. Podrían hablar claro, pero no, ¡qué va! No hay quién los entienda.
Michel repara en un enorme agujero en sus calcetines, se dirige hacia la maleta, saca de ella aguja e hilo y se dispone a zurcirlo sin quitárselo del pie. En algún momento de la labor, se clavará la aguja en un dedo y gritará exageradamente. Se escucha el motor de un camión. El hombre interrumpe su tarea y se pone en pie. La puerta se abre. Entra de nuevo el Sargento.
SARGENTO.– Ya han llegado.
Aparece el cabo y se cuadra ante el Sargento.
CABO.– El cabo primero Oslav solicita permiso para proceder a la entrega de los cuatro retenidos encomendados a su custodia.
SARGENTO.– Permiso concedido. Proceda, cabo Oslav.
La puerta se abre de par en par y en el umbral aparecen los cuatro niños, los nuevos inquilinos del barracón. El cabo les hace una señal para que entren y lo hacen muy despacio y con evidentes signos de desconfianza. Primero Yoel, el más pequeño, que lo observa todo con temor. En varios momentos intenta retroceder, pero el cabo se lo impide. Va embutido en un jersey de cuello alto, confeccionado con lana, calza unas grandes botas y cubre su cabeza con una gorra con la visera hacia atrás, como el personaje de la película The Kid, de Charles Chaplin. La segunda en entrar es Nina, una chica rubia de mirada aguda y expectante. Viste falda de flores y una chaqueta de chico que le queda grande. Su larga coleta se mantiene recogida con una cinta de seda roja. Observa con detenimiento toda la estancia. Al finalizar la inspección, coloca sus manos sobre los hombros de Yoel con gesto protector. A continuación avanza Mario. Lleva un viejo abrigo de tela de cuadros y una gorra con agujeros. A pesar de las circunstancias, esboza una sonrisa hacia Michel, que le corresponde levantando ligeramente su mano en señal de saludo. El último es Davor. Se cubre con un chubasquero que le llega casi hasta los pies y sombrero de ala ancha, también impermeable. Parece ensimismado, su gesto es adusto y en ningún momento deja traslucir sus sentimientos. Todos portan hatillos de tela o mochilas medio llenas. Los cuatro permanecen estáticos, esperando recibir alguna indicación. El Sargento despide al cabo.
SARGENTO.– Puede retirarse.
El cabo saluda y desaparece cerrando la puerta del barracón. Se producen unos instantes de tenso silencio. Los niños miran muy fijamente al Sargento que, al cabo de unos instantes, se dirige a Michel.
SARGENTO.– Quedas a cargo de los nuevos retenidos. Deberás responder de la disciplina en el barracón, de su higiene y del estricto cumplimiento de los horarios establecidos.
MICHEL.– Un momento, un momento. Con el debido respeto, yo nunca he sido mademoiselle de compañía, bastante tengo con cuidar de mí mismo.
SARGENTO.– El capitán te ha nombrado responsable. Es una orden.
MICHEL.– (Revelándose) Responsable de qué… ¡Pero si yo he sido un irresponponsable toda mi vida, cómo voy a cambiar ahora, por más que lo ordene el capitán!
SARGENTO.– Responderás de ti mismo y de los cuatro retenidos que quedan a tu cargo. (Con un gesto de complicidad) El informe, recuerda que tienes que hacer un informe.
El Sargento da media vuelta y, tras salir del barracón, se escuchan las cadenas corriendo por los pasadores metálicos y la llave girando en el interior del cerrojo. Se produce un largo silencio. Michel estalla de indignación.
MICHEL.– ¡Retenidos, retenidos! ¿Hasta cuándo vamos a estar retenidos?
Propina una patada al colchón más cercano y los cacillos metálicos ruedan por el suelo con un gran estrépito. Los niños contemplan estupefactos la reacción del hombre. Nina habla con voz muy dulce.
NINA.– ¿Le hemos molestado en algo, señor?
Michel reacciona tras observar los rostros de perplejidad y temor de los recién llegados.
MICHEL.– ¡Mais non!, claro que no. Son ellos los que me ponen nerveux, muy nervioso. (Sin saber por dónde empezar) Bien, très bien. Esta va a ser vuestra residencia durante días, tal vez semanas. Espero que nos llevemos lo mejor posible. Vamos a ser vecinos; mucho más que vecinos. Si os parece, seremos buenos amigos. ¿Qué más os puedo decir? Solamente faltan las presentaciones. La gente suele decir quién es, de dónde viene y adónde… (Cortándose) no, adónde vais no hay que decirlo.
Ninguno se decide a pronunciar palabra alguna. Yoel mira con temor; Davor, con cierto desprecio.
DAVOR.– (Amenazante) ¿No tenéis nada que decir?
NINA.– Nada, nada.
MICHEL.– No os pido que me contéis ningún secret, sino que me digáis vuestros nombres y lo que hacéis aquí.
NINA.– (Mirando a Davor con ligero temor) Eso no es malo, ¿verdad, Davor? Yo siempre digo mi nombre cuando me lo preguntan. Me llamo Nina. Estaba con mi madre cuando vinieron los soldados. Preguntaron por mi padre, pero como no lo encontraron, me subieron al camión. Mamá lloraba mucho, pidió que la llevaran a ella y que me dejaran a mí, pero no quisieron. Este es Yoel, el más pequeño de nosotros. Lo he conocido en el viaje. No ha abierto la boca, pero sé que tiene mucho miedo.
MICHEL.– Merci, Nina.
Michel dirige su mirada a Mario.
MARIO.– Yo me llamo Mario y soy del pueblo que está al lado del de Nina. Vivo con mi abuela. Mi padre tampoco estaba en casa cuando fueron a buscarlo. (Con orgullo) Soy el mayor de la familia, mi otra hermana solo tiene dos años.
MICHEL.– Merci, Mario.
Nina, al ver que Michel se ha aproximado a Davor, le llama la atención tirándole de la manga muy suavemente. En su gesto se aprecia la superioridad que el mayor de los chicos ejerce sobre ella.
NINA.– (Muy tímidamente) Ahora te toca a ti, Davor.
DAVOR.– Yo no hablo con ellos.
MICHEL.– ¡Attention, attention! Te has equivocado jovencito. Si fuera uno de ellos, no estaría aquí dentro. Yo soy tan prisionero como vosotros.
NINA.– Nosotros no somos prisioneros, somos retenidos, nos lo dijeron en el camión.
DAVOR.– (En tono acusador) Ese hombre te ha encargado que nos vigiles.
MICHEL.– Solamente me ha dicho que os cuide, que es algo muy diferente. Yo llevo aquí ocho meses. (Con dignidad) Soy un artista francés, ¡un bon artiste! Cantante, humorista, bailarín… Cuando ellos llegaron, yo llevaba mucho tiempo actuando en este país. Aquí aprendí vuestro idioma, aunque todavía me queda un poquito de acento que debo corregir. Cuando me detuvieron, les oí decir que todos los extranjeros éramos sospechosos. Yo no soy de ellos. Yo no soy de nadie, únicamente soy un artiste. (A Davor) Sigo esperando tu respuesta.
DAVOR.– Yo no voy a decirle nada, únicamente mi nombre. Me llamo Davor.
Tras una pausa, Michel observa a los cuatro niños en un intento por ganar tiempo para encontrar palabras amables con las que presentar el incómodo alojamiento en el que van a tener que vivir los nuevos habitantes del barracón.
MICHEL.– Bon, ahora que ya sé tantas cosas de vosotros, puesto que soy el huésped más antiguo de esta confortable residencia, me corresponde le grand honneur de enseñaros esta inmensa mansión donde vamos a residir el tiempo que ellos crean necesario. ¡Ah!, se me olvidaba, mi nombre es Michel.
Michel se dispone a actuar como el guía de un museo. Presentará cada objeto del barracón cómicamente a los niños, como si se tratara de una auténtica obra de arte.
MICHEL.– Empezaremos por mi dormitorio. Me disculpo por haber ocupado el mejor sitio, pero llegué el primero. Como veis, se trata de un amplio aposento, con una espaciosa cama de mullido colchón y un armario al aire libre.
Nina lo interrumpe al contemplar el traje de artista de Michel colgado en la percha.
NINA.– ¿Por qué vistes así teniendo un traje tan bonito?
MICHEL.– ¡Oh, là, là! Ese era el vestuario de mis años de gloria. El traje que solía ponerme las noches de mis grandes éxitos. (En tono fanfarrón) El sargento me pidió varias veces que actuara para los soldados, pero, ¡mon Dieu!, ¡cómo iba a cantar yo para los que me habían metido aquí! Les conté que tenía muy mal las cuerdas vocarales y se lo creyeron. Colgué el traje en esa percha y ahí lleva ocho meses, envejeciendo a mi lado, como un fiel y leal compañero.
NINA.– Está perdido de polvo.
MICHEL.– Dentro de la maleta se estropearía mucho más, se llenaría de arrugas. Me gusta verlo todos los días al despertarme, me recuerda aquellos tiempos que tal vez ya no retornen jamás. (Vuelve a su papel de guía) Pasemos ahora al dormitorio de invitados, que va a ser el vuestro. Como veis, se compone de cuatro espaciosos lechos con sus mantas de lana inglesa. Los agujeros son para soportar las altas temperaturas del verrano. (Señalando los cacillos de metal) Servicio completo de cristalería métallique. También hay un amplio espacio para que depositéis vuestro equipaje que, por lo que puedo ver, no es demasiado amplio. A continuación, os mostraré el baño.
Michel señala a los niños el extremo que se encuentra tras el biombo de cañas. Estos observan el bidón que cuelga del techo y la escalera de mano situada en uno de sus costados.
MICHEL.– Cuenta con agua fría, muy fría, y en los inviernos gelée, gelée, que quiere decir «helada, helada». Nosotros mismos tenemos que llenar el depósito vertiendo cubos que se suben por esa escalera portátil. Se trata de un magnífico ejercicio físico con el que pretenden mantenernos en forma durante el tiempo que vamos a pasar aquí y que esperemos sea lo más corto posible. Para hacer pipí et caca, contamos con un amplio agujero en el suelo, cómodo, acogedor y bastante amplio.
MARIO.– ¿No podemos salir de aquí?
MICHEL.– (Con sorna) Una vez al día vendrán a por nosotros para deleitarnos con una deliciosa excursión por el patio de diez minutos de duración.
Yoel.– Yo quiero volver con mamá.
NINA.– Solamente vamos a estar en esta casa unos días y después volveremos.
Yoel.– Esto no es una casa.
NINA.– Nos han traído para que descansemos.
YOEL.– Yo no quiero descansar…, ni ahora, ni nunca.
DAVOR.– (A Nina) Tienes que decirle dónde estamos. No se le debe engañar, aunque sea un mico.
YOEL.– El mico lo serás tú. Además de mico, eres feo y antipático.
NINA.– Por favor, Davor, cállate. Nosotros ya somos mayores, pero Yoel es pequeño y tenemos que cuidar de él.
DAVOR.– Yo no tengo que cuidar de nadie.
Michel sigue con su actitud de guía turístico.
MICHEL.– Como podréis comprobar, en el tejado hay bastantes tejas destrozadas que nadie arregla. Por ahí entra el frío, y cuando llueve, tenemos goteras, así que tendréis que dormir bien abrigados. Menos mal que todavía no ha llegado el invierno. (Señalando) Allí, en aquel rincón, hay un gran roto en el cielo.
NINA.– Eso no es el cielo, es el techo.
MICHEL.– Para mí es el cielo, porque cuando estoy aquí, miro hacia arriba, es lo único que veo durante todo el día.
NINA.– El cielo es mucho más grande. Yo no podría vivir sin mirar al cielo.
MICHEL.– Aquí te va a ser difícil conseguirlo. Tendrás que aprovechar los diez minutos de paseo para mirar hacia arriba. Pero, attention, ten cuidado, no vayas a tropezar con las piedras del camino.
Michel les conduce hacia el rincón donde se apilan todos los trastos viejos abandonados.
MICHEL.– Y en esta zona se encuentra el museo de nuestra residencia.
NINA.– ¡Cuánta porquería!
MARIO.– Aquí huele a tigre.
YOEL.– (A Michel) ¿No limpias tu casa?
MICHEL.–¡Por favor, por favor, qué falta de sensibilidad! Se encuentran ustedes ante objetos con más de cien años de antigüedad. A lo mejor, entre tantos trastos, conseguís encontrar algo que os traiga suerte.
MARIO.– Yo ya lo tengo.
MICHEL.–¿Cómo?
Mario saca de su bolsillo una pata de conejo y se la tiende a Michel.
MARIO.– Me la regaló un amigo cuando tenía siete años y siempre me ha dado buena suerte. Bueno, hasta que vinieron a por mí.
MICHEL.– (Después de palparla varias veces se la devuelve) Es muy suave, da gusto acariciarla. Seguro que te seguirá dando fortuna. Bien, volvamos a nuestro museo. (Señalando los destrozados objetos) Aquí pueden ver diferentes trapos pertenecientes a famosos duques de La Tour d’Auvergne y Chantilly. (Deteniéndose ante una bacinilla) A continuación, un orinario…
MARIO.– Se dice orinal.
MICHEL.– (Admite la corrección) Bon, rectifico: orinal de porcelana de Limoges, que debió de ser propiedad de… (Inventando) de la duquesa Charlotte Saucisson Chaud. Y ahora le toca el turno… (Dirigiéndose a Mario) ¿Cómo se llama este chisme: reflejador, iluminador, reflector?
Mario no parece tener ni idea del nombre del aparato que Michel le muestra.
MICHEL.– Bueno, como se llame, el caso es que sirve para mandar señales luminosas con un código qui s’appelle…, perdón, que se llama: código morse. A pesar de lo viejo que está, la lámpara que hay dentro todavía funciona.
MARIO.– Eso ya no sirve para nada, ahora tenemos teléfonos y ordenadores.
NINA.– Déjale que hable, Mario.
MARIO.– (Fastidiado) ¿Por qué me tengo que callar?
NINA.– Porque es la única persona que ha hablado con nosotros desde que nos subieron a los camiones.
De Los chicos del barracón n.º 2, de Luis Matilla, Premio SGAE de Teatro Infantil 2013 (Coed. Fundación SGAE y Grupo Anaya, 2014).