Lo primero que supe de Lilo no tenía que ver con sus pupilas escondidas tras una cortina de pelo gris. No me fijé tampoco en sus pechos apenas pronunciados y altivos. Llegué a ella por su calidez, incluso antes de tocarla mejilla contra mejilla y dos palabras para saludar. Me pareció que estaba rodeada por un calor de tarde en el tejado y aroma de té sin azúcar. No pensé en que fuera una mujer o, mejor, en que no fuera un hombre.
Ese otoño en que la conocí fui contratada en una subasta de arte para diseñar las bases en las que los cuadros estarían expuestos. Lilo era la representante de la galería K. Hamilton y la única que se fijó en los soportes de madera en los que yo había trabajado. El resto de personas solo mira la obra de arte. Mi oficio es lograr que no se note que existe algo más que el cuadro.
Hablamos poco. Fui yo quien hizo la mayoría de preguntas. Estaba encantada con su acento grave, con sus dientes delgados, mientras hablaba de su obsesión por un país absurdo y de quedarse en él solo por amor. Mi vida, en cambio, tiene forma de madera. Por eso, o porque quería fingirme misteriosa, no di mayores detalles de mí, pero le dejé mi número para que compartiéramos un café en otro momento.
Llegué a mi apartamento y la pensé. Aún la pienso. Fue tan corto el tiempo que pasé con ella en la exposición que su rostro ya se había velado y solo me quedaban su calor lejano, su vestido azul y holgado, su voz entrecortada, insegura. Solo quería verla de nuevo para aliviarme. A veces sucede así. Se cree que todo está bien, que no hay dolores, hasta que se descubre que hay algo que hace sentir mejor y que al irse deja un hueco en el pecho, a veces en la sábana, que no se volverá a estar completa jamás.
Esa semana Lilo no llamó. El mes siguiente tampoco supe nada de ella. Entonces dejé de pensarla y la sábana de mi pecho se estiró de nuevo.
***
“No sé si te acuerdas de mí, soy Lilo Goetz, de la galería. Te quiero hablar sobre una exposición en camino”, me dijo al teléfono. Quedamos en vernos ese mismo día. Yo me miré más de tres veces en el espejo antes de salir, sin estar muy segura de por qué quería parecerle bella. Casi siempre, entre mujeres, el objetivo es competir, de forma absurda, por ser la más notable. No la bella, sino la que tenga el mérito de ser vista por los demás. Esta vez era diferente. Yo no quería ser vista por los demás, sino por ella.
Le llevé de regalo un libro de un escritor de su país y le dije que la nostalgia era buena siempre y cuando aún se pudiera revivir. Lilo me agradeció con una sonrisa de media luna y me confesó que no era muy buena lectora, pero que prometía revisarlo alguna vez. La verdad es que nunca lo leyó.
Ese día me concentré en no olvidarla de nuevo. Estudié su acento para luego poder imaginar conversaciones imposibles. También la forma en la que sostenía la taza, cómo arreglaba su pelo, la extensión de las palabras en sus manos. Su rostro era fino y con aire infantil. Su cabello gris no era efecto de las canas, sino del negro algo descolorido. Sus brazos eran cortos; su silueta, delgada y fuerte. Ni siquiera me molestó que hablara de su esposo y que quisiera pensar que era una buena historia de amor. Todas quieren eso. Hasta yo, lo admito, llegué a fantasear con contar alguna vez que una tarde de otoño conocí a una mujer cálida como tarde en el tejado.
Olvidé la exposición. Me olvidé, de nuevo, de hablar de mí. Todo era acerca de ella. De que su madre le pidiera hijos que nunca iba a tener. Del pastel llamado ‘selva negra’ a la que ella le cambió el nombre por ‘cereza fresca’. De su sueño frustrado de ser percusionista. De que sería bueno tomar más café juntas.
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La primera vez que estuve con Lilo fue muy diferente a lo que había estado imaginando en mi cama, en la ducha, en el metro e, incluso, mientras hacía el amor con un hombre. Supuse que ella tendría que estar ebria para que accediera siquiera a darme un beso, pues me había asegurado que no le gustaban las chicas. Supuse que después de eso quizá yo podría prolongar mis labios por todo su cuerpo, llegar al pubis, intentar los movimientos que a mí me daban placer. Estudié durante semanas a mis amantes solo para poder estar preparada para ese momento con Lilo.
Fue la primera vez que nos vimos en su casa y no en un café. Quería que trabajáramos juntas en un nuevo proyecto en el que ella era la artista. Su obra consistía en una serie de retratos de personas desnudas en situaciones cotidianas. Una visita al odontólogo, el supermercado, el parque, la oficina… Estaban impresos sobre una pequeña hoja de papel, tal vez del tamaño de una mano, y unidos con un encaje rojo. Lilo quería que su serie de fotografías pareciera flotar en la sala, que no la condenara ningún muro blanco.
“Solo tú puedes hacerlo”, me dijo. Quise creer que esa necesidad de mí fuera un reflejo de sus deseos ocultos. Me pregunté cómo hacían las lesbianas para conquistar a una chica cuando seguro casi todas eran heterosexuales, como Lilo y como yo. No envidiaba esa frustración de fijarse en alguien que, para comenzar, no le daría a uno ninguna posibilidad solo por el sexo con que se nació.
Lilo me explicó su idea de la exposición y se detuvo en un retrato de una mujer de cuerpo moreno, pechos rotundos y rostro fresco, delicado. La modelo estaba sentada con las piernas cruzadas, en una posición típica de doncella. Sus manos y pies se alargaban, como si fuera en una bailarina posando para el retrato final.
−Sé apreciar la belleza femenina, pero la encuentro inalcanzable. A veces quiero ser como esta mujer del retrato, tomar su forma, besar por sus labios−, me dijo.
−No entiendo. Eres mucho más atractiva−, respondí. Lilo ya estaba acostumbrada a mis halagos y los tomaba como una muestra de mi admiración y amistad.
−Es curioso. Cuando le tomaba fotos a esta joven me acordé de ti. Tienen un aire muy similar. Esa mirada que no se aferra a ninguna parte. Es como si estuviera lejos, deseando algo más.
Me reconfortó saber que ella también me pensaba de vez en cuando y a su manera. Siguió hablando de mi parecido con aquella modelo mientras pasaba sus dedos por mis labios para señalar lo delgados que eran, como si callaran demasiado, saltó a mi espalda para notar que era tan pequeña que los abrazos podían dar la vuelta entera y se aferró a mis piernas, ya con la voz vuelta murmullo. Y me besó. Me besó con desespero.
Fuimos casi rudas, más que ansiosas. Nos quitamos la ropa en un solo tiempo. Hicimos el amor con hambre, con afán. No recordé nada de lo que había practicado en mis fantasías, solo pensé en el vaivén de su cuerpo y ni por un segundo me olvidé de sus labios, en los que me ahogaba con mi propia respiración caótica.
***
Lilo y yo seguimos viéndonos en su casa mientras su esposo estaba en la galería. Jamás lo premeditamos. Teníamos la intención de reunirnos para tomar un café, pero nos sabíamos solas y libres en los límites de la habitación, como si fuese nuestro país sin leyes, y nos entregábamos a la fiesta de los cuerpos.
Sus pezones eran más amplios y sus senos se movían como si estuvieran bajo el agua. Eran tibios y con un sabor más dulce que el resto de su cuerpo. Toda ella era tan suave que nunca me cansé de acariciarla, de repasarla, de probarla. Envolvía mis dedos en su pelo, lo halaba un poco, lo olía más que a nada. Repetía su ombligo en cada ir y venir. Bajaba y entraba con dedos, labios, lengua y eso era suficiente. La levantaba desde mi pelvis y me ganaba orgasmos increíbles con ese movimiento de fricción y fuerza. Ella solía tener los ojos cerrados, a diferencia mía. Le gustaba estar encima y bailar.
Alguna vez quise dormir con ella y recostarme en su pecho como mi nueva costumbre favorita. Irme de este mundo, poco a poco, con el aroma infinito de su pelo. Pero no lo permitió. “Eso ya es otra cosa”, dijo. No sé si algo se rompió allí. Solo que sus ojos dejaron de buscarme.
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Luego pasaron varias semanas sin que atendiera mis llamadas. Decidí ir a su casa sin avisar, algo que ella me había prohibido. Me abrió su esposo y de inmediato supe que ella le había contado lo nuestro. Lilo no estaba, o no quería estar. Me fui sin despedirme, de nuevo con las sábanas arrugadas por todo el cuerpo.
Han pasado varios años después de eso y no he vuelto a estar con ninguna otra mujer. Al fin y al cabo siempre habrá un nuevo hombre, pero en cada mujer siempre veré a mi Lilo Goetz.