A mediados de este año, la escritora chilena Sara Bertrand publicó su primera novela, Álbum Familiar. En ella, Bertrand relata los tiempos de la Dictadura en Chile pero desde la mirada, muy íntima, de una adolescente. Hicimos el ejercicio de pensar en el símbolo de las manos en esta historia y cómo desde esta materialidad se puede pensar en la rebelión política y también en la del amor. Los dejamos con algunos de sus fragmentos más provocativos al respecto.
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Los pedazos con los que reconstruimos nuestra memoria marcan la diferencia entre las versiones que contamos. Y mi madre, al torcerle la mano a su memoria, decidió tener una segunda oportunidad. La oportunidad de darle la espalda a la nostalgia.
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Quería gritar, quería lanzarme encima para reclamar. Sí, reclamar por toda esa infancia que apenas sobrevivía en un par de fotos. No hice nada. Nada, excepto mendigar las fotografías que sobrevivieron a su furia y rescatarlas de su mano trituradora.
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Nos gustaba tirarles piedras, eso sí, pero eso sucedió después. Antes, vino el miedo. El terror a ser alcanzada por esa mano. También estuvieron las tardes a puerta cerrada mirando por la ventana.
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Era mejor ser invisibles, pasar inadvertidos. Y cada vez que nos subíamos a la micro, rumbo al colegio o camino a casa, no era extraño toparse con alguno de ellos. Sus caras pintadas de negro, sus manos puestas en sus metralletas. No era chacota. Nada era chacota, quizás, solamente la pieza oscura. Ese ritual de pellizcos y cosquillas al que nos entregamos con una libertad inconsciente durante algunas tardes felices de invierno.
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Donde mis ojos los vean, advertía el hombre de gris cada noche por televisión. En su territorio no se movía un zapato sin que él lo supiera. Por esa razón, cada mañana de día lunes se izaba la bandera en el patio central del colegio. Cantábamos el himno nacional con la mano en el pecho.
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Los interrogatorios en la inspectoría no solían ser tan amables como en el patio de la escuela, debíamos sentarnos frente a ellos y poner nuestras manos sobre la mesa. Nunca nos gustó poner la mano sobre la mesa. Cualquier duda nuestra, golpe. Cualquier duda de ellos, golpe. Se rumoreaba sobre compañeros de curso a los que les molieron los dedos a palos, les dejaron los huesos hechos astillas y nunca volvieron a moverlos.
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Las horas que nos separaron del descubrimiento del quiosco en la playa hasta que metimos las manos en el jarrón, pasaron lentamente. Lo pensamos mucho.
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Matar moscas fue un pasatiempo que adoptamos al tiempo que comenzamos a pescar con nuestras manos. A romperle el cuello a los peces con un solo golpe contra las rocas.
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Elena, esas manos, esa piel. Me escondía para espiarlo, detenerme en su cuello, en su barbilla delicada, en sus brazos. Camilo. Era como la fiebre. No quería ceder.
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Sentíamos sus voces viniendo de lejos. Camilo puso una mano cerca de la mía, lentamente, todo fue el roce de esas manos. Nuestros cuerpos, nuestras mentes en ese espacio mínimo.
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La mano de Camilo se instaló arriba de la mía. Su dedo meñique rozó suavemente el costado de mi muslo izquierdo cuando escuchamos la voz de la abuela llamándonos para que tomáramos la leche; ninguno de los dos se movió, permanecimos con nuestras manos unidas y nuestras respiraciones acercándose poco a poco, mientras el resto de los primos fueron dejando la sala.
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A veces nos poníamos tristes los dos. A veces recordábamos. Pero siempre, siempre, nos tomábamos de la mano y buscábamos una plaza camino a casa para besarnos. Siempre escondidos, culpables, apurados por tocarnos y besarnos en el cuello, en la boca, en las manos.
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Porque con Camilo perdía la noción del tiempo; también aprendí las dimensiones de mi cuerpo, su curvatura, su rigidez; descubrí el placer de mirarme recordando cada lugar en donde había posado su mano.
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No sé de dónde aparecieron las piedras, pero de pronto todos teníamos muchas en las manos y se las tirábamos con una alegría que no recordaba haber sentido nunca. Tiraba piedras y reía. Gritaba insultos y reía.
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Y aunque el hombre de cuello mao amenazaba con decir que cerraría el puño si era necesario, nosotros sabíamos que esa mano estuvo cerrada desde el principio.
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Vía con las manos empuñadas, dispuestos a gritar hasta el cansancio que iba a caer.