Carlos Fonseca (1987), costarricense de nacimiento, creció en Puerto Rico, estudió en Nueva Jersey y luego se instaló en Inglaterra, donde ejerce como profesor de Estudios Latinoamericanos en la Universidad de Cambridge. Con la publicación de Coronel Lágrimas (2014) y Museo animal (2017), ambas novelas publicadas por Anagrama, construye una poética de latencias subterráneas y obsesiones circulares, donde la escritura se convierte en el perfecto epílogo de la catástrofe. Colaborador de revistas como BOMB Magazine y Electric Literature, Fonseca forma parte de los 22 contribuyentes del Proyecto Arraigo/Desarraigo, así como de la más reciente generación de Bogotá39.
Cuando terminé de leer tus novelas, revisé tu trabajo académico y encontré un artículo llamado ‘Shaky Grounds: Bolivar, Humboldt, and the Birth of Catastrophe Politics’, donde estudias el modo en que las catástrofes naturales del siglo XIX explicitaron la contingencia del orden divino. Curiosamente, los personajes principales de tus dos novelas, un matemático y un museólogo animal (ambos categorizadores de la naturaleza) parecieran estar viviendo una especie de epílogo de lo que vivieron Humboldt y Bolívar: el momento sublime en que los conceptos no alcanzan para expresar ni tener soberanía sobre el mundo. ¿Cabe hacer esta relación?
Fíjate, nadie había hecho esa conexión, que me parece acertada. Creo que tienes razón, me gusta trabajar con personajes que intentan comprehender la unidad de un mundo que se les escapa: en el caso de Coronel Lágrimas, es la complejidad pasional y política del mundo la que escapa el afán totalizador del matemático. Y, en Museo animal, es tal vez la vida misma la que siempre escapa las narrativas mediante las cuales intentamos dotarlas de sentido. Lo que queda, sin embargo, ante ese abismo de lo sublime es el motor de la escritura como afán de capturar esa totalidad y ese sentido que se nos escapan. Creo también que me interesa mucho pensar qué significa narrar luego de la catástrofe: ya sea política o personal. La ficción sería un poco eso, tratar de caminar entre las ruinas de la historia y encontrar mediante el relato destellos de sentido.
Así como en el artículo vinculas la geología con los asuntos humanos, tus novelas dan la sensación de que algo se mueve por debajo de la acción, como si el ambiente recubriera la trama. Sin embargo, sobre todo en Museo animal, ese efecto está acompañado desde el inicio por un misterio muy claro, propio de un policial. ¿Cómo te mueves entre esos terrenos?
Sí, en torno a esa imagen de lo subterráneo fue que de alguna manera nació Museo animal. O por lo menos ese sería uno de los posibles orígenes de la novela. Recuerdo claramente el día –hace ya más de diez años– que un amigo me habló del pueblo de Centralia: un pueblo que poco a poco se fue vaciando de gente, al sufrir por más de treinta años la furia de un fuego subterráneo que se propagaba indomable. Recuerdo que esa tarde, fascinado con la anécdota, busqué más información sobre los fuegos subterráneos y encontré muchísimos casos, todos fascinantes, de tierras bajo cuya falsa solidez se tramaba, a veces por más de doscientos años, una suerte de furia divina. Esa imagen de una historia subterránea, en la cual la naturaleza se declaraba en guerra frente a la historia humana, determinó un poco la estructura de la novela: quería que entre las cinco partes que componen la novela corriese un hilo narrativo subterráneo que las uniese tal y como esos fuegos daban una extraña coherencia narrativa a los pueblos azotados por su furia. Eventualmente, esa unidad secreta y subterránea, tomó la forma de una extraña trama policial. La pregunta siempre es: ¿a qué nivel se logra una unidad narrativa que no sea la típica unidad clásica de la novela psicológica? Esa imagen de los fuegos me regaló un modelo de cómo podría narrar más allá de la psicología.
La relación entre naturaleza y política es especialmente importante en una época como la actual, donde se naturalizan y des-historizan los discursos. ¿Qué ideas te merece esto?
Me parece que la relación naturaleza y política, o naturaleza e historia, es uno de los grandes temas actuales. A mí, en particular, me interesa pensar la naturaleza ya no como el trasfondo pacífico y sin historia clásico, el jardín soñado, sino al revés como una suerte de constructo social sobre el cual el ser humano proyecta sus fantasías culturales. Basta pensar el rol que la naturaleza ha tenido en la concepción de América como espacio: desde las fantasías extractivistas de Cristóbal Colón hasta los delirios del Fitzcarraldo de Herzog, perdido en plena selva. La naturaleza es uno de los lugares donde se ha determinado la construcción de América como espacio a la vez utópico y catastrófico. Museo animal explora un poco esa noción: persigue las fantasías bajo las cuales los extranjeros han proyectado sobre la naturaleza americana sus malestares sociales e intenta ver qué queda de todo eso cuando, atravesando el sueño moderno que imaginó a América como jardín inagotable, nos despertamos a la temible realidad de que la naturaleza latinoamericana ha sido un espacio de violencia y de explotación. Ante la naturalización de la política tendríamos que pensar en politizar la naturaleza.
Sin ánimos de definirlos por separado, ¿cómo percibes la relación entre el ensayo y la ficción?
Creo que fue Lacan el que dijo que la verdad tiene la estructura de una ficción. O tal vez es sólo un lugar común que me parece muy cierto. Eso, que ya tan claramente sabían los artistas argentinos del llamado arte de los medios de los sesenta y que hoy día lamentablemente se convierte en pesadilla bajo los fake news de Trump, me parece central. La ficción tendría que esbozar entonces las fantasías que determinan la política moderna, para así mejor permitirnos leer esas fantasías políticas a contracorriente, abriendo así el espacio para la intervención política y la producción de contra-relatos.
Eres actualmente profesor en Cambridge. ¿En términos prácticos, cómo divides tu tiempo entre la academia y la literatura?
Me gusta brincar de un campo al otro, me gusta el tipo de nudos que crean esos brincos. Pero sí es cierto que soy bastante puntual al momento de trabajar en los proyectos: divido ciertos periodos en los que sé que estaré trabajando principalmente en las novelas y luego separo ciertos meses en particular para la producción académica. Sin embargo, el ensayo –al que Alfonso Reyes alguna vez llamó “el centauro de los géneros”– es un género que me gusta practicar en todo momento, pues me parece que junta a la perfección las dos caras de la moneda. De hecho, no hay expresión que yo odie más que la de rigor académico: me suena a muerte. En cambio, el ensayo me suena a vida. Ahora mismo, de hecho, estoy leyendo un libro que sería un ejemplo perfecto de cómo juntar las dos disciplinas que mencionas: Bluets de Maggie Nelson, un libro de una belleza bárbara.