Ilustración: Manuela Caicedo
Las catedrales invertidas
—Dossier El otro-animal—
Nadar en pijama
He nadado toda la noche como un castor, pero no he construído nada. Temo que mis dientes no vuelvan a crecer una vez desgastados, lo sé con claridad: no lograré jamás cambiar el curso de un río. Alguna vez quise ser ingeniera, me imaginaba de casco y mameluco recorriendo el esqueleto de un edificio, detenerme en las minucias de la arquitectura, los espejos y los desplazamientos entre el plano y la obra. Ingeniera hidráulica, para conectar tubos como venas. De esas pretensiones solo me ha quedado una pasión por el agua. He nadado toda la noche por ríos imaginarios.
Sola
Andan en manadas como Simone de Beauvoir. Dice Sartre que era pequeña e industriosa y gozaba al encontrarse entre otros. “Al Castor”. En sus dedicatorias la deja sola sin embargo. Andan juntos para subsistir, siempre lejos de lo humano. Y al revés. -Los animales han ido desapareciendo- dijo Berger, -Hoy vivimos sin ellos-. Alguien, quizás, podrá recordar cuando hombres y bestias éramos una manada, pero esa no seré yo, que no he dejado de nadar en toda la noche.
Un castor es ahora
Quisiera ver un tronco de cerca, como un castor. Ese es mi deseo. Ver como un castor. Los aros de madera desapareciendo, desintegrándose en la sed de la tierra, un nuevo nacimiento indispensable. Entonces ya no importará la edad de un tronco, cuántos minutos ha estado parado anudando el cielo con la tierra. Importan el nuevo comienzo y la construcción.
Cavar la madriguera bajo la noche estrellada, y vaciar el firmamento en su interior, inscribirlo en el agua, amarrarlo con las ramas que han sobrado. Un castor puede fabricar un dique en una noche, dicen los que saben de mamíferos y de roedores. Esa energía, pienso yo, no se da en vano, pero: ¿qué mueve al castor? Sus ojos minúsculos y negros no lo dicen, es un misterio generacional. Me pregunto si sus acciones buscan destrabar el curso de la naturaleza. O estancarlo.
El sabor de un castor
Un mamífero que nada se las ha ingeniado para desarrollar una cola de escamas grises en forma de paleta. Asoma el hocico fuera del agua y su cuerpo es un leño que apenas se distingue del barro, un pequeño torpedo que surca el río.
¿Podrías predecir el sabor de un castor? Yo, cuando imagino que muerdo esa carne gomosa, la mastico por un largo rato hasta formar una bola homogénea difícil de tragar. No sabe a pescado ni a nada que haya probado antes.
En la era victoriana se creía poder curar la histeria de las mujeres con extracto castoreum sacado de las glándulas anales del animal. Como ya nadie cree en la histeria, o en su cura, se ha procedido a utilizar el líquido para saborizar macarrones y pasteles, por su gusto similar a la vainilla. También se usa con el propósito cosmético de suavizar el pelo. A lo largo de la historia las mujeres, seguramente, hemos tenido mucho que agradecerles a los castores.
Imposibilidad
Nunca he estado frente a un castor.
Soñar como un mamífero
Nunca he estado frente a un castor pero me gustaría ver dormir a uno. Descansar de la tarea larga y hacendosa, injustificada tal vez. A mí me gusta mucho dormir, la mayoría de mis allegados lo ven como un defecto, algo que me aleja del mundo productivo, una pérdida. Además soy lo opuesto al emperador Adriano que, según Marguerite Yourcenar, odiaba ver a sus amantes durmiendo porque no soportaba quedar fuera de sus mundos, ni siquiera por unas horas. Me complacen los seres plácidos, distendidos por el reposo. Los castores sueñan de día y trabajan de noche. Ver a un castor dormir sería entrar en una vigilia herida por la calma. Cuando el sol ataca a las hojas de los árboles y la resistencia se proyecta sobre el agua que corre, los castores se esconden y descansan de la vida. Se toman de las manos para que la corriente no los arrastre porque, como ya ha quedado establecido, son criaturas sociables. Los castores adultos también toman turnos para velar a sus crías del agua arrasadora y de los depredadores. Un oso podría entrar y fácilmente atravesarlos de un zarpazo, si es que no se ha saciado ya de peces. Eso solo es verdad en el verano puesto que los osos hibernan, a diferencia de los castores que solo duermen de día, no importa la estación. También están los depredadores aéreos, que pueden aparecer entre las nubes como flechas repentinas y casi imposibles de evitar. Sin embargo los mayores confían en su buen instinto y mantienen sus ojos abiertos a la espera de algún ataque.
Demolición
Crear y destruir tienen la misma piel. Un castor es hacha antes que puente, lleva en su cuerpo los dos extremos y, mientras flota plácido, decide en secreto qué árbol va a cortar, hace las matemáticas de su ingeniería. Nunca elige el tronco más débil, los deja crecer y los deja morir, solo los fuertes caen. Caen con sus frutos y sus nidos, con los insectos laboriosos en las raices, caen desde los pies, como soldados dignos. Los castores llevan la dinamita entre los incisivos y son pequeños peligros.
El cielo y el infierno
Hay un mantel blanco sobre el agua y todo está quieto. Una costra dura cubre la herida que es el río. Debajo de la nieve, como glóbulos blancos, los castores intentan curarla y siguen construyendo, hacia adentro, sus fastuosas catedrales invertidas. Hay barro, hojas, ramas, piedras, algas, restos animales: caparazones, huesos y dientes. Cúpulas que quieren alcanzar el centro. Un paisaje gótico involuntario.
En 1891 el geólogo Erwin Barbour encontró en Nebraska varias esponjas gigantes en forma de sacacorchos a las que llamó “tirabuzones del demonio”. “Sus formas son magníficas; su simetría perfecta; su organización más allá de mi comprensión”, escribió un año después. Sin embargo sus colegas pronto darían por tierra su hipótesis de las esponjas, concluyendo que los espirales no eran otra cosa que el relleno calcificado del sedimento de arena y limo en antiguas madrigueras de castores. Las catedrales cuidadosamente construidas se convierten con el tiempo en estos moldes de curiosos cuernos demoníacos. La religión de los castores se cancela por oposición.
Incendios
El mapa que construyen los castores es heterogéneo. Visto desde arriba, con ojos de depredador alado, se observa una ciudad con cortadas y divergencias antojadizas. Cuando el bosque se prende fuego, estos laberintos podrían ser un espectáculo de alucinación, sin embargo, los diques que construyen esos pequeños, peligrosos y ateos roedores son un refugio anti flama. El fuego forma un círculo alrededor del territorio marcado por los castores, un ecosistema perfecto que no deja pasar ninguna destrucción que no haya nacido en su seno.
Castor, ¿Qué ves cuando el verde arde, cuando el resto del bosque corre en terror y los árboles se peinan en llamaradas? ¿Crees que es un espectáculo triste? ¿Sientes orgullo por la astucia de tu estirpe? Te has salvado del incendio, castor. Te ha salvado la distancia. Al final eres solo, como el Minotauro, a la espera de un embate, de una conquista.
Marianela Fernández (Buenos Aires, 1974). Escribe desde que era una niña, cuando fantaseaba con ser una tortuga para tener mucho tiempo sin que nadie la apure. Por el momento ha publicado dos libros de poesía: “La otra” y “Por donde antes pasaba un río”. Actualmente cursa la maestría de Escritura Creativa en NYU con una patineta bajo las cuatro patas rugosas.