Gabriel Martínez Barre
Foto por macroe
«Parece que son cinco personas, aunque sólo oigo cuatro voces. ¿Por qué no habla el otro?», piensa. No puede ver; tropieza y el dolor por el choque de su cuerpo contra las piedras le hace olvidar aquella idea.
Unos brazos lo elevan y lo empujan. Continúa andando en el terreno irregular.
Cree encontrarse en la rivera de un río, analiza la opción de echarse al agua, la descarta porque una maniobra tan brusca haría que lo maten ahí mismo y lo entierren en un sitio al azar. «Mejor seguir e ir a dar con el resto, así tal vez me encuentren en el futuro», concluye.
El ruido del río se va alejando. Después ya sólo puede oír los múltiples pasos y su respiración cansada.
Lleva bastante tiempo caminando bajo el potente sol. Le avergüenza imaginar su aspecto: la casaca de guerra sucia de mucho sudor y tierra.
Un hedor fuerte invade el aire. Aumenta su intensidad conforme avanza.
De repente, escucha una de las voces: «¡Detente ya y date vuelta!».
Obedece. Arrastra un poco el pie hacia atrás: siente una arista y un vacío semejante al fin del mundo.
Ya se ha ceñido a su destino. Al principio de su captura se consoló pensando que, en un universo en el que basta la añoranza para conseguir lo que deseas, ya se despidió de su madre y sus hermanas. Le ha dicho adiós también a las memorias alegres: los juegos con amigos y los viajes familiares a las playas del Mediterráneo.
Se esfuerza en no odiar a los hombres que tiene adelante. «Hacen lo que consideran necesario. Los seis somos iguales: soldados paridos por la misma patria. La luz del sol nos abraza por igual». Insiste en su mente.
Los cinco alzan los rifles y apuntan.
—¡Deténganse! —dice uno de los soldados y le pide al condenado que dé tres pasos al frente.
Luego de que se ha acercado. Los militares alzan de nuevo sus armas y se oyen cinco descargas. El cuerpo del condenado se agita bruscamente con el impacto de cada bala y cae al suelo.
—¡Oye, García! ¿Por qué le has pedido moverse? No ha caído en el hueco —pregunta uno de los fusileros.
García abre la casaca del fusilado y revisa que lleve los cinco agujeros en torso. Al comprobarlo, echa el cadáver a la fosa.
Emprenden el viaje de regreso.
—Gómez, ¿por qué no has dicho una palabra en todo el paseo? ¿Estás enfermo?
Gómez no contesta.
—Cuando te sientas mal, no vengas —le aconseja García.
Arriban con el resto de la tropa y se suben a la parte trasera de un camión. Gómez se ubica en el extremo y evita mirar a cualquiera, teme que sus ojos arrepentidos acaben otorgándole un lugar del otro lado del destino.
Están a finales de marzo, Gómez ve el paisaje de la primavera valenciana y se sorprende, el tono verde de los árboles se mantiene hermoso en toda dirección: a la naturaleza le es indiferente el acto terrible que ha cometido.
Se observan pequeñas edificaciones en el camino, parecen hijas de las que los esperan a la distancia.
Gómez se engaña creyendo que Valencia es un muro que separa la muerte y la vida. Ni bien recorre las primeras calles se da cuenta de lo equivocado que está: hay heridos y muertos. La gente está asustada: agachan la cabeza al verlos pasar.
García y los demás ríen al presenciar la ciudad rendida. Ponen a un costado sus armas y relajan sus músculos: se dejan seducir por la sensación de seguridad.
El camión se detiene. Gómez divisa una construcción que se alza con vigor en el Paseo de la Alameda cual si fuera un gigante de piedra. «Si aquel palacio tuviese vida, me disculparía en nombre de todos», piensa.
Descienden. La mayoría de los soldados se quedan a esperar a los que faltan para luego enfilar hacia el corazón de la ciudad. En cambio, Gómez se dedica a caminar, reconoce las calles porque vivió ahí en otra época, una en la que no había grandes preocupaciones, antes de mudarse a Sevilla y pasar por África y Barcelona.
Andando por la Gran Vía del Marqués de Turia, escucha una voz. Desde un balcón una señora le hace de la mano y le grita «¡oye!». Decide ir a ver de quién se trata, cree que, de algún modo, una compañía diferente lo hará sentir mejor.
Llega al edificio, el acceso principal está abierto. Ingresa y sube las escaleras. La mujer lo espera en el rellano y lo guía a su puerta. El lugar está algo oscuro, hay muchas mesas con objetos encima, principalmente, fotografías. Gómez se sienta en un mueble de la sala y ve a la persona que lo ha llamado. Parece de unos cincuenta años, de baja estatura y carga un vestido barato.
—¡Qué bueno verte, Pedro!… Sabía que eras tú —exclama ella.
«¿Por qué sabe mi nombre?», se pregunta él mientras intenta disimular la sorpresa.
La mujer empieza a hablarle de su hijo. Él asiente sin prestar atención.
De pronto, Gómez siente un nudo en la garganta. Descubre en la nariz y en los ojos de la señora un rostro conocido.
«¿Por qué me habla con tanta tranquilidad?», se pregunta él. La única respuesta que encuentra es que ella no entiende la diferencia entre sublevados y fieles, sólo sabe de soldados españoles.
Gómez siente el impulso de hablar pero ¿cómo hacerlo si, esa misma mañana, él y otros cuatro ejecutaron a su hijo?
La señora jamás lo sabrá con certeza, aunque, al tiempo seguir su curso y su hijo no retornar, ella se consolará creyendo que la ausencia de voz de Gómez se debió a que no tuvo el valor de confesarle que su hijo murió valientemente en batalla.
—Mis hijas se mudaron a Sudamérica —comenta ella cambiando de tema—, no estoy segura si a Colombia, Ecuador o Perú.
El soldado no abre la boca.
Cuando la señora va a la cocina, él se levanta y ve las fotografías. Reconoce a uno de los niños, con él jugó tantas veces en la calle.
Sufre en silencio. Casi suelta un gemido: su garganta da señales de vida.
—¿Recuerdas que conociste a mi hijo jugando en la playa de la Malvarrosa? —consulta la señora alzando la voz.
Gómez teme tanto volver a encararla que abandona el sitio con discreción. Ya en el rellano se precipita hacia la acera. Se seca las lágrimas con la manga de la casaca, al disimulo, y vuelve a la Alameda.
La señora vivirá la vida que le queda y no conocerá una mirada más triste que la de aquel soldado que visitó su hogar.
Gómez transita abstraído y con lentitud de vuelta al camión. García se le acerca:
—¿Dónde te habías metido?
Gómez no dice nada.
García le informa que los republicanos llevan huyendo de España a través de Alicante desde hace varios días y que, de seguro, hay muchos escondidos por ahí. También le dice que los bombardeos realizados por los trimotores italianos han provocado daños por la puerta barroca de la catedral y el Hotel Inglés.
El arribo de soldados rebeldes continúa.
El treinta y uno de marzo de mil novecientos treinta y nueve, los soldados del bando vencedor desfilan por la Plaza de Castelar.
Gómez carga una de las banderas amarillo y rojo con extraño orgullo. El pueblo los observa desde la acera. Dirige su vista a los balcones de los edificios y encuentra hombres trajeados vitoreando la marcha.
Durante los días posteriores al desfile, Gómez visita el destrozado puerto de la ciudad. Unos lugareños le dicen que, al oír los aviones, sintieron que todo lo malo que han hecho en sus vidas regresara para obligarlos a rendir cuentas y que las bombas parecían gotas oscuras del diablo. Una madre le comenta que abrazó a su hija y cerró los ojos deseando continuar respirando después del estallido. También hay sobrevivientes que hubiesen preferido morir con sus familiares.
A la mañana siguiente, Gómez se va de Valencia.
*
Las ciudades son mujeres. Barcelona ha sido golpeada, se ven edificios destruidos: huellas del maltrato.
Llueve en distintas zonas de Cataluña: son las lágrimas de España por sus hijos caídos debido a la crueldad de sus hermanos.
El horror no está oculto, sólo hay que mirar bien.
Dos jóvenes se hallan en una cafetería. Jamás han mostrado interés por la política, así que creen estar exonerados de problemas. Pero la ciudad es materia viva capaz de escuchar y susurrar y se rumora que, en las últimas semanas, han formado parte de reuniones clandestinas en desacuerdo con el régimen.
Los jóvenes conversan sobre un compañero republicano: un vallisoletano escondido en una casa de Zaragoza. Mencionan que el franquismo está ofreciendo cincuenta mil pesetas por él.
A dos mesas de distancia, García y Gómez sin uniforme ponen atención a esos muchachos, y cuando se levantan, los siguen.
Van por la Rambla de San José.
—Gómez, debemos interrogarlos. Se ve que son chivatos. ¿Llevas tu arma en el bolsillo?
Se la enseña.
Los muchachos no tardan en darse cuenta de que no van solos. Empiezan a correr y se separan. García se pierde en otra calle.
Pedro Gómez corre por inercia, no sabe qué hará al alcanzarlo, analiza la opción de dejarlo ir, pero eso puede meterlo en problemas, más que angustiarse por él, teme que su suerte arrastre a García.
Los barceloneses ven la persecución con serenidad: es un acontecimiento habitual.
Pedro ralentiza el paso, quiere que el republicano escape sin levantar sospecha: está harto de hacer sufrir a otras personas.
El perseguido decide no huir. Se da vuelta y saca un cuchillo.
Pedro saca una pistola y apunta.
—¡Venga, no tengo miedo! —exclama el joven republicano.
Al cabo de unos segundos, Gómez baja los brazos y se queda viendo por detrás del perseguido. Sus ojos están cansados de cargar un ceño triste.
El republicano se aproxima a Gómez, no entiende lo que le ocurre: su cuerpo parece sedado de tanto pensar.
Se planta frente a él y le entierra el cuchillo en la zona baja del estómago y sube en diagonal hasta el pecho.
El soldado cae, su cuerpo se retuerce intentando ahogar el aullido de dolor que quiere reventarle la garganta. El muchacho hace una mueca de espanto al presenciar el suceso. La cara de reprimido martirio de Pedro lo acompañará en sus pesadillas hasta el final de sus días.
El joven oye una voz a sus espaldas. Se trata de su camarada que ha escapado de García. Ambos miran el cadáver en el suelo mientras la lluvia se intensifica. La rajadura llora sangre a caudal tímido.
—¿Qué ha pasado? —pregunta el recién llegado.
El otro quiere contestar «No lo sé, ¡vámonos!», pero las palabras no salen.
Gabriel Martínez Barre (Guayaquil, Ecuador · 1992) es Ingeniero mecánico. Fue uno de los ganadores del IV Certamen Literario “Orellana lee” organizado por MACCO-EP del Ecuador y del Concurso “Derivas Urbanas” organizado por el Festival de Narrativa de Bahía Blanca de Argentina. Participó en las siguientes antologías: Fictología 2+20(20) de Plétora editorial de México, 360 días de historias de la Revista Literaria Pluma de Argentina, II Antología de Microrrelatos de Terror del Grupo Tabula Escrita y Luna Negra Editores de Perú y II Concurso de Nacional e Internacional de Relatos Breves de la Editorial El Ático de Israel.