… esa práctica donde no sé si oculto algo
o si quedo yo oculto en esa práctica.
Héctor Libertella,
La arquitectura del fantasma. Una autobiografía
I.
Debo decir que su llamado no me sorprendió; de algún modo, sin saberlo del todo, lo estaba esperando. Lo conocía de nombre, claro está, pero nunca lo había visto en persona hasta aquella noche en que a Otilia se le ocurrió la peregrina idea de invitarnos juntos. No éramos los únicos invitados pero el resto de los huéspedes se me mezclan en la memoria, acaso porque fueran de poco interés. Recuerdo, sí, un banquero alemán del cual Otilia me venía hablando desde hacía meses, decía que sus abuelos habían sido exterminados en Treblinka pero él había regresado a instalarse en Alemania como aceptando un desafío, decía también que había tenido una vida muy interesante, pero yo lo encontré aburrido, no a la altura de las circunstancias, como dicen. Aunque las circunstancias, en este caso, eran dudosas: la gente que usa las desgracias acontecidas a la familia para distinguirse rara vez merece distinción. Sí, en casa de Otilia aquella noche había más gente, incluso esas insoportables amigas suyas que a todo dicen “vous trouvez?” Y luego estaba él, a quien desde luego conocía y cuyos cuadros, debo confesar, me gustan.
Hablamos de todo un poco, pero sobre todo de nuestros respectivos medios de expresión. Me había leído, me dijo, cosa que dudé al comienzo porque no he publicado mucho, pero elegí creerle. Quizá Otilia le había pasado alguno de mis libros, tres en total, publicados por editoriales pequeñas. Lo que yo escribía sobrepasaba de lejos cuanto había leído de literatura argentina, me dijo, claro que no soy lector profesional, usted sabe que los pintores entendemos más de formas que de letras, pero todo lo que usted hace es distinto, hay una perspectiva, no sé cómo decirle, quebrada, como si en el acto de ver algo se lo esconde al lector, para que lo adivine. Ya ve, de nuevo estoy hablando como pintor. Sonreí porque me sentí halagado y porque pensé que de veras me había leído, la observación era tan justa, de lejos la mejor que me había sido dado oír en mucho tiempo. A mi vez le dije lo mucho que me impresionaban sus cuadros, donde también creía detectar un cuidadoso trabajo de disimulo, con su prolijísimo trabajo de pentimento que promete profundidades ilusorias, sus promesas de revelación burladas, y sí, alguna vez, una percepción directa, brutal.
Comimos en el jardín, recuerdo. Otilia había hecho poner una larga mesa bajo la magnolia. Nos sentó lejos de la cabecera; su derecha, esa noche, estaba reservada para el embajador de Francia a quien quería extraerle -es la palabra adecuada para las maniobras de Otilia- no sé qué subvención para una serie de conciertos que quería proponer en Amigos del Arte; a su izquierda había sentado al banquero alemán. A mí me tocó una de las vous trouvez y la conversación fue difícil. Noté que él estaba sentado junto a una mujer de piel muy morena que podía ser extranjera, acaso india; pensé que quizás fuera su mujer. Mientras tanto mi vecina me aseguraba que le encantaban mis novelas y no osé desengañarla diciéndole que no escribía novelas sino cuentos, aunque por un momento barajé la idea de preguntarle cuál de ellas prefería. Era lo que mi madre, si viviera, hubiera llamado bonitilla, con la piel sabiamente estirada para aparentar menos edad. Me entretuvo pensar cómo habría sido la operación, cuántas capas de piel habrían tenido que levantar y cortar, dónde le habrían hecho las costuras, creía recordar que cortaban sobre todo detrás de las orejas pero apenas se las podía ver por el pelo que se las cubría, sabiamente teñido de rubio. O a lo mejor no le habían cortado nada, sólo rellenado la cara ahuecada por la edad con los nuevos productos de ahora. De vez en cuando dejaba de prestarle atención y lo miraba a él, pensé que había tenido más suerte que yo. La mujer morena no tenía la piel estirada; además parecía inteligente, le hablaba animadamente y algo, no sé, un modo de contarle alguna historia que desde luego yo no podía oír, contársela mirándolo a los ojos y tomándole la mano, me hizo pensar que decididamente no, no era su mujer. Ningún matrimonio, ni para burlarse de los demás, simularía este inicio de seducción.
Tengo recuerdos salteados de esa noche, sorprendentemente calurosa para principios de diciembre, los perros, sí, que corrían por el jardín acuciados por algún sobrino de la dueña de casa, mi vecina de mesa que se había abandonado a no sé qué lamentos por la decadencia de Saint-Laurent, la belleza de las hijas de Otilia, deslumbrantes e inaccesibles, las exquisitas maniobras de su madre para convencer al embajador, el postre especial que siempre arrancaba exclamaciones de los comensales y hacía que Otilia convocara a la cocinera para agradecérselo, y él, sobre todo él, de quien no podía desprender los ojos, cada vez más entregado a los encantos de la mujer a quien tenía al lado, la mujer con quien, segurísimo, no estaba casado. Sí recuerdo que de pronto me sentí muy cansado y que me levanté para despedirme justo después de que sirvieran el café en la sala. Me despedí de Otilia que me dijo “tenemos que hablar, llámame por la mañana”, esquivé la juguetona protesta de mi vecina de mesa, algo achispada, que me recriminaba que me fuera “justo cuando íbamos a ponernos naughty,” y de lejos lo miré a él sonriéndole un adiós. Ante mi sorpresa se desprendió de su compañera y me siguió al office donde pedí que me llamaran un taxi. “Quiero hablar con usted en serio, de un proyecto que creo le puede interesar, ¿me llama usted o lo llamo yo?”, me dijo pasándome su tarjeta. Balbucié algo que quiso ser gracioso y que salió muy torpe, como que los que no escriben tienen tarjeta y los que escribimos carecemos de ellas, y para remediar la situación le dije que lo llamaría yo la semana entrante. Por suerte avisaron que había llegado el taxi y pude salir, molesto por esos dos llamados a los que me había comprometido y que no tenía intención alguna de hacer.
II.
Quien llamó fue él, a los pocos días de esa comida. La propuesta era simple: quería encontrarse conmigo para discutir un asunto que lo tenía preocupado, más bien obsesionado, agregó, quiero escribir algo pero, como bien dijiste, no soy hombre de palabras y en el momento en que me siento a escribir algo en mí se congela, no sé bien qué, y no se me ocurre nada, todo lo contrario de lo que me pasa con la pintura, sentarme ante una tela en blanco es un placer irresistible, no necesito consejos. Por lo que me decía (al pasar noté que me había tuteado) pensé que buscaba que le organizara un taller individual, no me disgustó del todo la idea en ese momento de ahorros menguantes y, tuteándolo a mi vez, le di cita en un bar para que habláramos más del asunto. Aceptó encantado e incluso propuso que nos encontráramos antes de la fecha que había fijado yo, estoy impaciente por empezar, me dijo, ya he dado tantas vueltas.
Nos vimos al día siguiente, no en el Richmond como había sugerido yo (todavía no he recuperado la memoria de los cafés porteños) sino en un bar viejo de la calle Reconquista que me puso desde el vamos de mal humor por los recuerdos que me traía de oficinistas, de grisuras, de mi padre. ¿Por qué aquí? ¿venís a menudo? quise saber, imaginándole una vida doble, de encuentros sórdidos, en este barrio descuidado. Se apresuró a tranquilizarme (así dijo, tranquilizar, logrando que de veras lo encontrara antipático), no, nunca había venido aquí, pero para lo que me quería pedir necesitaba un lugar nuevo, inédito. Llamé al mozo y, para mostrar que yo también estaba para cosas nuevas, pedí un trago que había oído nombrar el día antes en un bar pero ante el desconcierto del mozo me refugié en una cerveza. El pidió un café.
Fue directo al grano. No quería un taller, como yo había pensado, de hecho no quería escribir. Sabía que no lo podía hacer, él estaba hecho de otra manera, para otras cosas. Pero le gustaba la idea de escribir, y sobre todo de escribir algo sobre sí mismo, y para eso la pintura no me sirve, por lo menos la manera de pintar mía. Está bien, podría hacer un autorretrato pero no es mi cosa, además no me interesa la figura, lo que quiero es contar mi vida y para eso la pintura no me sirve a menos que haga como una vida de santo a la Fra Angelico. Se rio. Por eso te busqué a vos. Yo seguía sin entender. Lo que te propongo es una colaboración, me dijo, que yo te cuente cosas de mi vida y te doy fotos y cartas, lo que necesites, para que vos vayas armando un rellato, sería como una autobiografía a cuatro manos. Volvió a reírse, algo incómodo me pareció quizás viéndome la cara. Yo te pagaría desde luego, pensá un precio ¿te parece un disparate?
No, no me parecía un disparate pero no me tentaba demasiado hacerlo. Maldiciéndolo mentalmente porque me ponía en un brete – sabía sin duda que, desde mi vuelta, andaba buscando trabajo – le dije que me dejara pensarlo, que – ahora era yo quien sonreía como perdonándole la vida – hasta ahora no había hecho de negro de nadie. Pensá más bien ghost writer que es más poético, dijo, con la casi seguridad de que había ganado. Acertaba, pero no se lo quería dejar ver. Te llamo mañana y la seguimos, dije levantándome.
Afuera seguía el calor, insólito, a pesar de que atardecía. Paré un taxi después de cerciorarme de que las ventanillas estaban cerradas, señal de que tenía prendido el aire acondicionado. No bien entré el taxista las abrió. Y ante mis protestas por el engaño: y qué querés viejo, si no hago así no me toma nadie y yo tengo que ganarme la vida, viste.
III.
Dormí mal. Daba vueltas en la cama pensando en la propuesta, en las mil emboscadas que escondía esta propuesta. Si aceptaba, pensaba, qué va a ser de lo mío, de mi propia escritura, la que voy a tener que abandonar por satisfacer la vanidad de este imbécil. Es curioso: desde nuestra conversación lo había bajado de categoría. Ya no era un pintor a quien yo admiraba (y cuyo merecido éxito acaso envidiara) sino un débil más, un necesitado de sobrevida, un iluso. Y yo de amanuense, de negro, bueno de ghost writer, cuando podía estar haciendo otra cosa. ¿Pero qué? Yo también necesitaba ganarme la vida. Por un momento también pensé que meterme en la vida de otro para inventarle una escritura acaso arruinara la mía -no sé si pensaba en mi vida o en mi escritura, posiblemente en las dos-. Para calmarme me dije que era una falsa disyuntiva que mi escritura no se arruinaría sino, al posar como escritura de otro posiblemente mejorara, o sería más compleja, sería como agregarle una capa más y seguiría siendo, sin lugar a dudas, mi escritura. Imaginé el libro, la portada, de pronto me acosó otra duda ¿cómo firmaríamos? (Me costaba pensar en esa primera persona plural.) ¿Sería un caso más de esas memorias populacheras as told to que pululan en los aeropuertos de Estados Unidos? En ese caso, pensé, no quiero de ninguna manera que aparezca mi nombre, tendré que buscarme un seudónimo. Durante no sé cuánto tiempo anduve dándole vueltas a un posible nom de plume, todos me parecían afectados, hasta que di con uno que pensé sonaba bien, que hasta podría ser, o haber sido, mi nombre. Por fin me dormí, ya más tranquilo, pensando en la suma considerable que pensaba pedirle y que él, lo sabía de antemano, no cuestionaría. Le habían brillado demasiado los ojos ayer cuando hablaba del proyecto: ya se veía en letra de molde, monumentum aere perennius hubiera dicho Otilia que no olvidaba los latines de su gymnasium.
Eran las diez cuando sonó el teléfono y no atendí. Sabía que era él, quería que esperara un poco más. De hecho, se me ocurrió que sería mejor poner las cosas por escrito, como un esbozo de contrato que luego algún escribano ratificaría. Hice un esquema acompañado de unas cuantas preguntas, propuse un honorario, un cronograma, e insinué, con delicadeza, el tema del seudónimo observando que, para no disminuir la importancia de su nombre, prefería callar el mío y figurar tan sólo como amanuense desconocido y por ende insignificante. Le mandé todo por correo electrónico y luego me dispuse a tomar el desayuno en el patio, cosa que no había hecho desde mi llegada, como para celebrar. Estaba de buen humor; tenía un proyecto nuevo. Bueno, no era del todo mío pero llegaría a serlo. Hasta regué el bambú cuyas hojas amarillentas nada bueno prometían. Al volver a entrar en la cocina oí de nuevo el teléfono y esta vez atendí. Era él. Había recibido mi mail. Estaba de acuerdo con todo. Salvo una cosa. No era necesario usar mi seudónimo porque el libro lo quería firmar él solo. Después de todo, era su vida.