El tipo había ganado unos buenos mangos en la lotería y en vez de rajarse un mes a Río de Janeiro o cualquier otra ciudad de Brasil, decidió reflotar el sueño de toda su vida. Armar una editorial propia. Por esos años, explotaban en Argentina las editoriales independientes. Vaya a saber por qué extraño fenómeno toda familia tenía su editorial. Armarse una editorial alternativa era el fetiche de las clases bajas trabajadoras. Incluso muchos las pensaban como fuentes de trabajo a largo plazo. La gente no compraba departamentos o lingotes de oro o bonos del estado o acciones en YPF para invertir o ahorrar, simplemente. Todo el que tenía un mango, armaba una editorial. En esos tiempos en Buenos Aires llegó a haber una cantidad impensada de libros. Habían muchos más libros que lectores y la actuación editorial se convirtió en la primera actividad económica de las pymes y otras pequeñas economías, microemprendimientos o “economías alternativas y asociativas” como le decían por esos gloriosos años. Quien tuviera dos mangos de más en Argentina, en vez de poner un kiosco, montaba una editorial. Y con el rubro editorial, crecieron otros oficios como el de imprentero, el encuadernador, y los diseños de libros e ilustraciones hechos a mano o en una computadora eran un auge, un éxito absoluto. Un ilustrador pasó a ser un artista notable y tenía en el país la importancia de una estrella de rock. Organizaban pequeñas pintadas en una esquina de un barrio y llegaban a verlos miles de personas de todo el país. Los adolescentes ya no estudiaban ciencias económicas, ni abogacía, ni medicina, el rubro era el diseño gráfico, el aprendizaje para utilizar máquinas offset y la carrera de emprendedor o Técnico Editorial. Por supuesto que nuestro amigo –el protagonista anónimo de este cuento (anónimo para ustedes, no para mí que lo conocí bien), no sabía de esta impresionante movida en el país. Según datos oficiales se calculaba que en esa época, en Argentina, se editaban 300.000 libros por semana. Lo que indicaría que se imprimirían más de un millón y monedas de títulos de libros diferentes por mes. ¿Quién podría leer tanto? El índice promedio de vida de un argentino, en esos años, era de 120 años de los cuales solo trabajaba 20, se jubilaba a los 40 promedio y después se dedicaba a leer 75, 80 años más. Aún así, ¡no alcanzaba el tiempo para leer tantos libros! Para calmar el mercado interno de lectores, se decidía en muchos casos, hacer resúmenes de los libros lo que implicaba otros 2 millones de libros por mes. La suma es escalofriante, aunque no por eso, menos ridícula. Entre libros impresos durante el mes en curso, más los cuadernillos introductorios y los cuadernillos de resúmenes que en ninguno de los casos bajaban de las 450 páginas, se imprimían casi 50 millones de libros por mes, en Argentina. Si a esto se suma que la gente dedicaba sus horas libres y los fines de semana a la edición de libros, se podría decir que Argentina era el primer país lector del mundo. Aunque yo solo pueda dar testimonio desde mi empirismo, nací en esa época y desde chico me vi obligado a leer casi sin parar. Ya por ese tiempo, se habían inventado unos compresores de textos y adelantadores del texto que te permitían comprender y leer más rápido. De esa forma podía comer, levantar la vista unos minutos e ir al baño. De lo contrario, no hubiese tenido tiempo ni para eso, gracias a estos formidables aparatitos. Pese a leer tanto tiempo fui un niño que tenía inconvenientes para retener la lectura y de a poco, me fui convirtiendo en un lector inútil; aquella persona que lee y solo comprende el 3% de lo leído, y no puede reformular, elaborar o reflexionar sobre lo leído, solo copia, pega y repite. Por esos años, hubo un auge de libros del género policial. Por lo tanto, casi todo el país se fue inclinando fervorosamente hacia las novelas policiales. Buenos Aires de pronto, se convirtió en un gran devocionario del género policial. Desde los clásicos Chandler, Chase, Hammet, Margaret Miller, Chester Himes, Ross Mac Donalds, Philips Mac Clain, pasando por autores europeos y hasta el riquísimo género policial argentino. Las calles comenzaron a llamarse como las novelas “Debe ser una broma”, “La ventana siniestra” “El último adios”, “Sin un peso en el bolsillo”, “Una pistola para Marck”, “El día de la marmota”, “Mis rincones oscuros”, “Extraños en un tren”, “Loco por Dona”, “Algodón en Harlem” y otros clásicos. Tanta era la influencia del género que comenzaron a proliferar los detectives, la venta de armas y coches negros, los cigarros importados y la gente le ponía a sus hijos nombres como Lucy, Imabelle, Caren, Helsinski, Marlow, Soriano, Sepulturero Jones, Coffin Eggs, Spice Law. Desde la luna, Buenos Aires se veía cubierta de bruma, como si fuese Londres o alguna ciudad escondida de Estados Unidos, donde por lo general transcurren estas novelas. Un geólogo admirador de Chase extraía bruma de la cuarta napa subterránea utlizando unos poderosos motores extractores con grandes tubos de plástico que descendían hacia las profundidades de la tierra. De esa forma lograba darle a Buenos Aires el aspecto que le faltaba.
Confieso que jamás me gustaron los libros, ni del género policial ni de ningún otro, me gustaba mucho mas fornicar, tener todo el sexo posible con las chicas mas lindas, pero eso en Argentina era casi imposible porque las chicas habían perdido el hábito y al leer tanto se masturbaban cuando algún detective besaba a la rubia obligada. Una rubia desteñida, estereotipada mujer de un millonario frío, impotente y sádico. Esas mujeres eran la menos erotizantes del mundo. El protagonista ilustre de esta historia (y anónimo hasta acá, porque era mi padre) decidió instalar en el gigantesco mercado argentino del libro, una editorial especializada en el género negro y decidió abrir con una serie negra llamada “La pianola” en obvia, burda y absurda alusión a un tipo que odió y envidió siempre: Kurt Vonnegut.
Esa tarde mi padre me llamó a su oficina de bienes raíces, y me transmitió la noticia.
Hola querido, vamos a armar una editorial independiente, especializada en el género policial. Irán traducciones, clásicos, clásicos modernos, manuales de detectivismo, “policial criollo” y, por supuesto, los nuevos valores. Nunca hicimos nada juntos, querido hijo, y llegó el momento de laburar codo a codo en un proyecto común que nos unirá como padre e hijo y aparte será un pequeño emprendimiento familiar. ¡Son tan nobles y satisfactorios los trabajos familiares, hijo querido!
Mi padre me proponía esto después de haber pasado cincuenta años corrompiendo gobiernos, estafando a los estados de los países mas pobres, generando deudas inflacionarias, vendiendo el petróleo de la Patagonia a Estados Unidos y comprando acciones de la guerra y las invasiones a países petroleros pobres. Pero de todo ese dinero sucio, no usaría ni un centavo, siquiera. Armaría la editorial con el dinero que ganó en la lotería. ¿Por qué a mi padre se le había dado por este berretín? ¿Quién podía tener la idea horrenda de abrir una editorial pequeña en una ciudad colmada de pequeñas editoriales?
Hijo, las pequeñas editoriales tienen la mentalidad de las empresas monopólicas. Tenemos que reventar el mercado con libros económicos, dinámicos, atractivos y que nos diferencien de todo.
Mi padre se levantó de su escritorio en donde estaban fotos suyas junto a Bill Clinton, Barack Obama, Bin Laden, Bush, Hugo Chávez y con la mandataria de Argentina en ese momento, Alicia Cristina de Kirchner. Extrajo un sobre de un cajón de su escritorio y me dijo, abrílo, hijo, por favor.
Quiero que seamos la editorial más grande e importante de la República Argentina, me recalcó mi padre.
Lo cual era mucho decir en un país editorial en el cual, por otra parte, escaseaban los kioscos, las pizzerías, los bares…
Me atreví a sugerirle a mi padre mientras abría el sobre. ¿No es mejor montar una pizzería? No hay una sola en el país. Podría ser pizzería con una biblioteca o, ¿qué tal un kiosco de 24 horas que venda libros con chiclets?
Mi padre me cortó con una sonrisa canchera.
No, hijo. Ya tenemos el capital económico, ahora tenemos que apuntar al capital cultural y simbólico.
Abrí el sobre y mi sorpresa fue mayúscula. Extraje de su interior un extraño libro de cartón.
¿Qué es esto, pa?
Eso mismo pregunté yo cuando mis agentes de investigaciones culturales me trajeron ese ejemplar. Es un libro cartonero.
El libro tenía su portada pintada a mano, era un cartón doblado, tal vez tomado de la calle y su interior estaba compuesto por un cuadernillo bastante gordo doblado al medio. Sin duda, era una edición de autor, bastante precaria y artesanal.
Mis agentes culturales y de marketing hicieron un estudio entre todas las editoriales alternativas del país y encontraron éste ejemplar de una editorial cartonera boliviana llamada Yerba Mala. Según mis especialistas culturales, es la mejor idea editorial de todas y pensada desde un lado comercial, podría ser el invento mas formidable en materia de libros desde la aparición de la imprenta y desde el punto de vista empresarial solo es comparable a la Coca Cola.
Miré a mi padre como si estuviese loco. Es un científico matemático brillante dedicado al petróleo, pero acá se equivocaba feo. Se me hacía difícil comprender lo que veía en un simple cartón arrugado.
Pero hice silencio y dejé que se explicara con sus propias palabras:
Hijo, ¿te das cuenta? Estamos ante un invento único, si logramos reproducirlo de forma lucrativa, influenciaremos no solo al país, sino que al mundo entero. ¡Nos convertiremos en la editorial mas poderosa del mundo! ¡Y con el método más fácil jamás visto!
Se entusiasmó mi padre y logró entusiasmarme. Algo tenía de cierto. Mientras la mayoría de las editoriales argentinas independientes repetían la misma fórmula de las editoriales grandes (incluyendo a los mismos autores, ¡caramba!, también). Mi padre me planteaba un emprendimiento revolucionario.
Mi padre chasqueó dos veces los dedos y me dijo:
Super Inspector Gómez Cósmico, por favor entre.
El atardecer nos llenaba de crepúsculos de lilas y pasteles desde el piso 28 de la oficina de mi padre frente al río. Montevideo se veía encantadora. Me di vuelta porque sentí que una persona entraba a la oficina.
Les dije que Buenos Aires se había convertido en la meca del detectivismo. Bueno, este detective no era parecido a nada. Era un detective que había contratado mi padre.
Gómez Cósmico, le presento a mi hijo. Mi padre extendió su mano señalándome hacia el detective.
Giré mi silla y quedé de frente al detective mientras mi padre me presentaba.
Hijo, éste es Gómez Cósmico, el mejor detective de Buenos Aires. Ha leído todas las novelas policiales escritas hasta el momento y conoce millones de casos y su resolución más práctica. Desde este momento, trabajarán codo a codo. Mis informantes policiales me dijeron que en el barrio de La Boca, existe una editorial cartonera precursora a ésta que ya conocemos. Es una editorial secreta, extravagante, espía, para lectores singulares y elegidos especialmente. Se dedican a la difusión de textos revolucionarios. Quiero que la encuentren y me la traigan a su editor junto a todo su catálogo. Un ejemplar de cada título.
Mi padre se paró y miró hacia el Río de La Plata, hacia una Montevideo siempre amigable y misteriosa. Prendió un cigarrillo y fumó.
Yo no podía sacar la mirada de encima de Gómez Cósmico. Era una mina. Una rubia impresionante que se había venido de minifalda, con un piloto de detective y dejó sus piernas libres, lo que le daba la sensación de que estaba en bolas debajo del piloto. Fumaba en pipa, le palpitaba fuertemente una venita debajo del ojo, lo cual me indicó que era una mujer hiperkinética, neurótica, o tal vez muy nerviosa. O todo a la vez, ¿por qué no? De una hembra así, podía esperarse cualquier cosa. Irradiaba un poderoso olor a inteligencia y con esto, solo las personas geniales, son capaces de regar el mundo.
Del otro lado de la orilla existió un tipo llamado Felisberto Hernández un ser fantasmal y apesadumbrado. Juan Carlos Onetti, un tipo atormentado. Armonía Somers una dama brillante. Nombraba mi padre completamente extasiado, como si estuviera cogiendo, gozando al máximo. Noté una erección en su pantalón y su respiración se desequilibró. Comenzó a moverse por un puente de madera de un precipicio. Sentí los latidos caballunos de su corazón.
Un ser como Mario Benedetti, un iconoclasta como Gustavo Escanlar, Roberto Apratto, Diego Recoba, Juana de Ibarbourú y Circe Maia, solo por nombrar algunos.
Mi padre se dio vuelta y mirándonos con una mirada de furia nos dijo:
Hoy ya nadie escribe, quiero que me traigan a los 10 Hammets porteños de esta época. Geniales, atrevidos, brillantes. Busquen hasta debajo de las piedras. ¡Un editor es ante todo un descubridor, un buscador de pepitas de oro en plena cordillera! ¡La tarea del editor no es repetirse e imitarse, sino crear, inventar! Un editor es un inventor, muchachos. Traigan a esos espíritus atormentados que ahora deben estar sumidos en las penumbras, muriéndose de hambre, laburando de serenos o de repositores en un supermercado..
“¡Consigan lo que ningún editor argentino conseguirá nunca, un gran escritor, un Bukowski criollo, un Bolaño del conurbano, un Harrison de esta época!”, esas palabras retumbaron en mi oído mucho después, en el ascensor, cuando bajábamos y mirábamos el Río a través del vidrio con Gómez Cósmico. Por una cuestión sexual, yo no podía sacarle la mirada de su escote, hasta que me dijo rotunda.
No me mirés mas las tetas, por favor.
Salimos a la calle Lavalle y era mediodía, soleado y la gente caminaba leyendo. Un amigo de mi padre había inventado el autolector, que consistía en un apantalla instalada a la altura del hombro que permitía que la gente apoyara un libro y caminara leyendo. Los árboles habían desaparecido de las veredas y en su lugar habían puesto pupitres con sillas para lectores y la gente se amontonaba del lado del cordón, sentados, concentrados, leyendo.
Hacía 15 minutos que no leía y sonó una chicharra en una esquina. La AFIP me multaba con 350 dólares por estar 15 minutos sin leer ni abrir un libro. Todo ese dinero iba para un fondo Nacional del Libro, ya que el estado tenía la imprenta mas grande del país y editaba millones de ejemplares por día. Luego todas las mañanas salían cincuenta camiones repletos de libros que se distribuían gratuitamente en las esquinas o llegaban por correo a cada familia que debía leerlos, sí o sí.
Esperame por favor, Gómez, debo abrir un libro y leer unos minutos. Me detuve en la esquina.
Me sorprendió, o mejor dicho, me dio curiosidad de que a Gómez no le sonará ninguna chicharra. Se lo pregunté:
No, Roberto, me dijo, yo tengo el Premio Nacional Ojo de Hierro. 87 libros leídos por día, durante 25 años.
¿En serio? No lo puedo creer, ¿no sos muy joven para semejante galardón?
No creo, tengo 55 años.
¡55 años! Parecés de 20 o 25 como mucho. Y no te chamuyo, ja.
Gracias, voy a considerar que es un piropo. Pero basta de insinuaciones sexuales. Te lo digo de entrada, lo nuestro es puramente laboral. Y coger nos llevaría a la ruina. ¿Está claro?
Por el momento, vayamos así.
Me retrucó con violencia, “entre vos y yo, solo habrá este momento”. Te advierto que como todo detective soy una máquina de matar y de decir la verdad.