Por Macarena Moraña
El cielo se va cerrando. Las hendijas de luz cada vez son menos, y de formas peores. Siento el olor. Pienso en el abuelo René, en cuando acá, en su departamento, la luz ya no podía entrar y nos quedábamos a oscuras. Él no decía nada porque no se daba cuenta y yo, porque lo disfrutaba: con poca luz el olor era más tenue. Ahora quedar a oscuras es peligroso. Llamo a Pablo por vez número ¿veinte? Desconectó el teléfono. La maquinita repite los números y me ofrece dejar un mensaje después de la señal. Mirá pedazo de hijo de puta, bien que sabés lo que tengo para decirte. Atendeme, cagón. Corto. Me tomo las últimas tres gotitas de vino, pero no estoy borracha ni voy a estarlo. Es una de esas noches en que la furia no me va a dejar estar más nada, ni más furiosa que borracha, ni más loca que triste. Ojalá estuviera triste, o borracha, ojalá fuera eso. Veintidós. Boludeces del buzón lleno, la capacidad y que ya no se puede dejar mensajes. Revoleo el teléfono. El celular murió hace unos días y no tengo un centavo para comprarme otro. Voy a la compu. En la bandeja de entrada tengo un mail en el que una amiga promociona sus encuentros de constelaciones familiares. Los demás son lo que les dejás ser en tu vida, dice en un costado, con una fotito de ella al lado, carita de santa. Hace unos años me cagó un novio, con esa cara me lo cagó, pero ahora parece que es tan buena. El curso sale seiscientos pesos y dura una mañana. La quiero llamar pero ya no tengo teléfono, el celular está en la basura y el otro tirado debajo de la ventana, abierto en dos: la parte de los botones y la de adentro, la de las vísceras, lo digo en voz alta. Le escribo un mail. Hola linda, ¿vos pensás que ese curso me puede venir bien?, Pablo no me contesta, me odia, y me quedé sin teléfono. Responde al instante: ¡Estaba pensando en vos! ¡Obvio! ¡Venite! ¡Te espero! Supongo que queda implícito que le tengo que pagar los seiscientos pesos. Me detengo a pensar un rato en ese detalle. Siento el olor, mientras más me enojo, más lo siento. Me da bronca porque me escribe como si yo fuera una máquina igual al contestador de Pablo. Le escribo: Oime, me quedé pensando que no entendiste nada, porque lo que necesito es un consejo, un cariño, algo. Te estoy diciendo que Pablo me odia y lo único que sabés escribir son signos de alegría, de exclamación, o como se llamen. Ah, y no tengo seiscientos pesos y no creo que nadie en este mundo pueda constelarme. ¿Qué es constelar?
Me levanto de la silla sintiéndome muy mal, muy mal, como cuando me tocaba cuidar del abuelo René y lo único que hacía era caminar entre esas cuatro paredes aspirando el olor, olor al abuelo que se moría, a pis, a caca, a deterioro. No me puedo sacar de la cabeza el curso de mierda de las constelaciones. Cuando la muerte anda cerca sentís ese olor ácido que no se va con nada, ni que te bañes con lavandina se va, porque es un olor que entra por la nariz y que se te mete adentro, profundamente, y no te deja más. Mi vieja me decía que ella no lo sentía, que eran locuras mías, y yo le decía que seguro era porque tenía la nariz mal operada y ella se ofendía y entonces las peleas y el abuelo ahí, acá, y la muerte que seguro se nos cagaba de risa. Yo en su lugar también me hubiera reído. Hace mucho que no me río de verdad, a carcajadas. Pensarlo me trae de vuelta el olor.
Mail de mi amiga: Cuando quieras hablamos, no estás bien, pero yo no tengo la culpa. Le contesto sin pensar, pegándole a las teclas: OBVIO QUE NO ESTOY BIEN, QUÉ NOVEDAD, PARA DECIRME ESO ESTUDIASTE TANTO??? Enviar. Miro la pantalla, me encantaría romperla con la cabeza o el puño. ¿Por qué nadie cree en mí? Pablo dice que soy una pose, que nada de lo que hago es natural, que me hago la loquita, que soy una pendeja rebelde de familia de guita y que me falta peronismo. Eso me dice, que me falta peronismo. A la gente no le hace bien estudiar. Mirá mi amiga, mirá Pablo. Mi familia está endeudada hasta el final de los tiempos, el imperio ha caído, pero la casa queda en zona norte y el pelotudo nos trata de chetos. Antes de entrar a la facultad Pablo era otro pibe, pero desde que lee de política y milita y todo eso, se cree superior, pero bien que para coger me busca a mí y no a esas roñosas de camperita de jean que van a la plaza a tomar cerveza al lado del obelisco. Que me falta peronismo, dice, quién se cree que es ¿Perón? Le escribo a mi amiga. Perdoname, estoy desquiciada porque Pablo me vuelve loca, vos no tenés nada que ver, perdoname. No me contesta, ya no me va a contestar. Al rato mi vieja se conecta por Skype. Su cara en la pantalla es marrón y ovalada. Encendé una luz que parecés un muppet, le digo. Enciende. Hola, Tota, me dice. Hablamos un rato, quiere que vaya a almorzar a la casa al día siguiente. Le digo que sí y también que ando bien, que estoy esperando a Pablo, que viene de jugar un partido de fútbol y que vamos a pedir sushi. Me pregunta si a Pablo le gusta el sushi, lo pregunta poniendo esa cara, frunciendo la boca, la conozco. Es muy negro para comer sushi, ¿no? Larga una carcajada, Mirá que sos loca, eh, mirá si voy a decir eso, me dice. Chupaste, ¿má? Otra carcajada. Yo seré loca pero ella es una alcohólica de acá a la china. Me dice que papá se fue a cenar a lo del tío y que ella no fue porque tenía migraña pero que ahora ya se le pasó. Mentira, se quedó para chupar. Me despido pensando si ella sabe tan bien como yo que nos mentimos. Me duele hacerme esa pregunta, y como me duele quiero putear, o romper algo, pero por mail nada tiene intensidad y no descargo, es peor, quiero hacerlo personalmente pero hace frío y no tengo ni un peso para tomarme un taxi y además no sé adónde ir. No sé dónde está Pablo. No salgo, apago todas las luces y me meto en la cama. El olor está instalado, está en mi casa, en mi nariz, por todos lados, quiero olvidarlo, pensar en otra cosa, pero no puedo. La noche se ve oscurísima, ya no entra nada por las hendijas, no hay luz ni formas. Noche amorfa. La cara del abuelo René mirando el cielo raso del departamento, acariciando con una lentitud exasperante esa mantita amarilla en la manga del sillón, lo primero que tiré al mudarme. Yo también miro al cielo raso pero no acaricio nada y tengo miedo. Antes de que sea tarde vuelvo a la compu, logro comunicarme con mamá. ¿Qué pasa?, me dice, como si le molestara mi insistencia. Me quedé pensando en el abuelo, en los días que estuvo mal, ya al final. Sí, me dice, y pone cara de pena, pero no es una cara de pena de verdad, es la cara de pena que más a la mano tiene, la primera, la automática. Má, te quiero preguntar algo. Dice que sí varias veces moviendo la cabeza. ¿Vos sentías ese olor? No, me dice, pero sabe de qué le hablo. Le estoy avisando, le estoy dando la señal, ¿o no se da cuenta?, ¿y el instinto maternal?, ¿también se lo chupó? Acá está ese olor, má, ahora mismo lo estoy sintiendo. Niega con la cabeza más veces de lo normal, como diez. Te estoy hablando en serio, le digo, pero ella sigue moviéndose, parece que se entretiene, los pelos le van de acá para allá, un poco de risa me causa pero no quiero reír. Me despido mandándole un beso a papá.
Debajo de las sábanas, a oscuras, me parece que el olor es más tenue. Me toco entre las piernas pensando que Pablo no va a poder comunicarse porque nada me funciona. La computadora rota en el piso despide olor a metal quemado, es un olor horrible pero no le llega ni a los talones al otro, al que ahora se metió en mi almohada y no va a tardar en meterse adentro mío. Tal vez dejando que el pis caliente fluya, se vaya de una vez. Los demás son lo que les dejás ser en tu vida, repito como un mantra, hasta que creo quedarme dormida.