Capítulo 3
Se te nota… no se te nota, ¿de cuándo tan opinante?, ahora que se toquetean andan achoradas estas dos, opinando como si les pagaran por letra, cuando en realidad lo único que hacen es entorpecer mis cálculos, porque esto no es una luna de miel, no señor, yo estoy trabajando, averiguando si acá hay muertos para restarlos, pero con este aire tan claro me confundo, se me oscurece la mente con una niebla turbia, por eso enfoco todos los ojos de mi cara, para atravesar la camanchaca mental y ver si hay algún muerto perdido, porque pueden estar en cualquier parte, en el polen de las hortensias, en las espinas de los cactus, en los cristales de sal en el desierto, por eso salgo a caminar por Mendoza, a ver si logro ventilar estas ideas negras: que se me nota, que no, a quién le importa si la única pegada es ella, más enterrada que un clavo está la Iquela, en cambio yo siempre en movimiento, caminando y observando a mi alrededor, porque el tiempo es traicionero como la Iquela, empecinada en que no se le note, cuando en realidad se le sale la furia por los ojos, sí, por eso yo le dije cuando chico que caminara con la vista pegada al suelo, que le evadiera la mirada al muerto-vivo, que no escuchara tanto a su mamita, que hablara con los quiltros y las loicas, porque yo aprendí a leer las mentiras en las córneas y no en las bocas, y es que los labios son muy lisos y las cosas lisas no me gustan, por eso me entrené para descifrar la rabia en las pupilas de los quiltros y las vacas, esas vaquitas sureñas con sus ojos grises, porque no eran blancos y lisos esos ojos, no, eran unas escleróticas plomizas y resbalosas, idénticas al ojo que me trajeron en la clase de biología, un ojo con mal olor pero con una mirada a la que sí se le notaba todo: la coroides, la fóvea y el punto ciego, sí, ese ojo maravilloso que nos trajo el profesor una mañana, uno para cada uno, nos dijo a la Iquela y a mí, a la Iquela que entonces no andaba tan chorita, más sola que la una andaba, si con suerte se le acercaba una niña en el colegio, una bien bajita que le clavaba la uña en la mano, su amiga la rascadora, y ahora anda con la pluma parada jurándose importante; antes era distinta, por eso me senté con ella, porque se lo había prometido y lo prometido es deuda y las deudas se pagan, me quedé al ladito suyo en la sala de clases, cada uno esperando su propio ojo, pero cuando por fin llegó el momento el profesor dijo que lo lamentaba, lo sentía tanto, pero no había suficientes ojos, nunca hay suficientes ojos, por eso tuve que compartirlo, un ojo por cada pareja, anunció el profesor, y yo me enojé pero después me tragué toda mi rabia, porque ahí estaba después de todo, en medio de esa sala enorme, encima de la mesa de linóleo: entero y grande y lindo estaba el ojo mirándome fijo, y yo me acerqué asustado pero supe al tiro que era mío, esa mirada se dirigía a mí, porque parecía un hámster, un guarén, una estrella apagada sobre la mesa, y la Iquela y yo nos sentamos cerquita: ella, el ojo y yo, y entonces lo agarré como un conejo entre mis manos, lo levanté y lo miré de cerca, sin pestañear, ojo contra ojo, y en su pupila dilatada vi la mitad de todo lo que había visto esa vaca alguna vez: vi manchas negras sobre pieles blancas, vi el hierro enrojecido acercarse implacablemente, vi placenta y sangre y masas blandas salir de sus entrañas, vi leche espesa y amarillenta y máquinas oxidadas chupando de las ubres, y vi nata, nata y blancos delantales salpicados de rojo, y también vi cosas lindas como el barro enredado en sus pezuñas y el rocío cubriéndole las orejas, y las nubes resbalaban sobre su lomo, acariciándolo, y también rozaban mi lomo, acariciándome, todo eso vi partido en dos mientras entre mis dedos sujetaba el humor vítreo y asqueado lo apretaba, porque a mí las cosas lisas me dan asco, sí, pero igual seguí mirando, porque la vaca también había imaginado cosas lindas: había soñado con pastizales sin cortar y moscas frotándose las patas sobre su cuello, y había visto cosas tristes, cosas que le dolían como los pastos resecos y los pozos sin agua, como las costillas grabadas al costado de su cuerpo, y al final de todo eso vi una larga fila con otras vacas, cola seguida de hocico, así iban, ordenaditas, y al fondo del pasillo vi una luz, el brillo fulgurante de los filos, los cuchillos encandilados por los focos alógenos, golpeándose entre ellos, campanadas agudas y terribles, sí, y a ninguna de esas vacas se les notaba la pena en sus ojos redondos, no se les notaba la pena ni el miedo, por eso seguí mirando y ahí aparecieron las partes: los pedazos colgando boca abajo, piernas, cuellos, patas descueradas, los horribles trozos de ella misma, costillas, pezuñas, y seguí viendo pese a todo, pese al asco y al miedo seguí observando ese ojo, porque la vaca y yo no habíamos visto cosas tan distintas, eso pensé tocando la esclerótica y sus constelaciones rojizas, sus venas esqueléticas y su iris surcado por cicatrices, y entonces levanté mis ojos y vi a Iquela como hipnotizada, agarrando el bisturí y sacando con cuidado el cristalino, diciéndome que tocara el nervio óptico, cáchate cómo se siente, decía, y a escondidas se sacaba los guantes para tocar lo blando y olerse los dedos, eso hacía la Iquela, yo la vi, se olía los dedos y después se los chupaba uno por uno mientras yo miraba para todos lados y desprendía la córnea y me la robaba, eso fue lo que hice y nadie me vio, y el profesor nos puso un cuatro por cochinos, y en la noche, cuando se durmieron la Consuelo y el muerto-vivo, entré a la pieza de la Iquela y le mostré la córnea, Ique, cáchate lo que te traje, es nuestra, para ti y para mí, para que siempre veamos lo mismo, aunque estemos lejos, miti y mota, le dije mostrándosela como un tesoro en la palma de mi mano, pero ella dijo que no, nica, qué asco, y no quiso compartirla, por eso no vemos lo mismo, porque la Iquela tiene un solo par de ojos café oscuro, unos ojos que sólo ven a su mamita, mamaíta, mamoncita, y me dice a mí que se me nota, bah, yo soy el único que hace cosas útiles aquí, cosas imprescindibles como encontrar muertos y restarlos, cómo se me va a notar la pena con tantos ojos, porque todo el mundo lo sabe: uno duele por los ojos y yo tengo cientos, millones de ojos, porque aunque la Iquela no quiso compartir la córnea, a mí no me importó y me metí solito al baño, tranqué la puerta con llave, saqué la córnea y la apoyé blandita sobre la punta de mi lengua, eso fue lo que hice, porque quería ver lo que tenía adentro, porque yo no sentía nada, no, y lo que uno siente se guarda adentro, por eso saqué mi lengua con la córnea y me miré un rato en el espejo, y desde la punta de mi lengua vi la mitad de mi cara y la mitad de todo lo que yo había visto alguna vez: eran mis quiltros huachos y cada una de mis flores decapitadas, los pétalos, los sépalos y los estambres en el suelo, eran las gallinas resucitando y cientos de huesos en hoyos negros, eran las loicas, las nalcas y las restas sin terminar, era mi abuela Elsa y Don Francisco y mi mamá muriéndose de nuevo, y también mi papá pero no entero, no, eran sus partes, partes, partes, y a mí las partes no me gustan, por eso al final me la tragué, así nomás, sin agua, y la córnea bajó por mi garganta y era salada y veía paisajes en el camino: veía las paredes blandas de mí mismo, se columpiaba triste en mis curvas viscosas, navegaba por mis aguas rosadas, y veía caca y coágulos y músculos desgarrados, y veía también las ideas perdidas, ideas de la noche acurrucadas para esconderse del día, y después vino el negro y diluirse, porque la córnea se pulverizó y se transformó en millones de partículas flotando por mi sangre, y cada partícula se acurrucó en mis poros y así me germinaron ojos en la piel, por eso yo los veo, porque tengo otro punto de vista, en cada poro un minúsculo ojo nacido de esa córnea, y con todos ellos veo muertos si los hay, y aquí en este pueblo no hay ninguno, no, aquí en Mendoza lo único que hay es aire, tanto que me ahogo y me
atraganto, tanto que lo que quiero es fumar, fumarme un pucho y que el humo me esconda, exhalar y desaparecer enterito, aspirar y así no sentir el oxígeno, porque sin cenizas hay demasiado, sí, demasiado aire.