Son las dos de la mañana. En el comedor del restaurante, los manteles blancos, impolutos, cubren la infinidad de mesas sin servir. El personal terminó su jornada. No hay rastro de la multitud que a lo largo del día abarrotó el lugar. Nada queda de ese ruido.
Es tarde, pero ni MÓNICA ni DAVID están cansados. Él bebe una copa recién servida, es probable que no sea la primera. La verja está echada. Tienen la noche por delante. A su disposición, todos los asientos del restaurante. Todas las botellas tras la barra. También el aparato de música.
MÓNICA.– Necesito vender este sitio. Me supera completamente.
DAVID.– Pensaba que iba muy bien.
MÓNICA.– Y va bien. Porque estoy encima siempre. Me imaginaba escribiendo en mi casa, recibiendo dinero en la cuenta sin ocuparme de nada… pero me llaman todo el rato.
DAVID.– ¿Por qué no pruebas con otro encargado?
MÓNICA.– Ya he probado con tres. El problema es que tienen demasiadas ideas: «cambiemos la carta», «hagamos conciertos», «innovemos un poco»… Todos muy emprendedores. Pero se innova en la casa de uno, joder. No en la de los demás.
DAVID.– ¿Eso les dices?
MÓNICA.– Tengo que estar todo el día pendiente para que no me trastoquen nada. ¿Tú sabes lo que es eso? Tengo que venderlo. Yo lo que quiero es escribir.
DAVID.– ¿Y no es cuestión de seguir buscando? ¿Un encargado que sea más obediente, que cumpla órdenes y te deje en paz?
MÓNICA.– Ya he buscado bastante.
DAVID.– Deja marcadas unas directrices…
MÓNICA.– Un restaurante es una cosa viva, David. No es cuestión de firmar un testamento y pedir que se cumpla a rajatabla. Hay que tomar decisiones.
DAVID.– Sin embargo, les impides tomarlas.
MÓNICA.– Porque no piensan a favor del negocio.
DAVID.– ¿Crees que te lo quieren hundir?
MÓNICA.– Tú no lo entiendes. La gente no quiere mantenerlo, no se ponen a su servicio, quieren expresarse a través de él. «Yo es que no serviría este vino»; «Yo conozco un proveedor mejor». Yo, yo, yo. ¡Qué maldita enfermedad! Como si yo viese mi alma reflejada en cada una de esas lamparitas. Este lugar siempre fue así. Lo heredé así, y así está bien. Si yo fuese tan creativa como ellos, me lo habría cargado ya.
DAVID.– ¿Qué habrías cambiado tú?
MÓNICA.– ¿Me estás escuchando?
DAVID.– A lo mejor eres tú quien quiere innovar… Expresarte tú en vez de ellos.
MÓNICA.– Para eso tengo la escritura. (Pausa.) ¿Nos vamos?
DAVID sale a apagar la música.
DAVID.– ¿Piensas en serio en vender?
MÓNICA.– ¿Podemos hablarlo otro día?
DAVID.– Es un negocio que funciona solo, del que podrías vivir de por vida… /
Y es compatible con la escritura. Yo le dedico a mis clases bastantes horas al mes.
MÓNICA.– Bueno, tú tienes esa capacidad.
DAVID.– Después llego a casa y me pongo a escribir como un loco, una cosa no hace daño a la otra.
MÓNICA.– No es comparable.
DAVID.– ¿Por qué no?
MÓNICA.– Un restaurante no tiene horario. Me llaman a cualquier hora.
DAVID.– Puedes apagar el móvil. Que aprendan a gestionarlo solos.
MÓNICA.– ¿Por qué quieres que me quede aquí?
DAVID.– Estar no estás, desde hace mucho. Solo te llaman de vez en cuando.
MÓNICA.– ¿Por qué quieres que lo mantenga? Dímelo.
DAVID.– Pensé que este restaurante sería tu pensión de jubilación.
MÓNICA.– Parece más bien que fuese la tuya. Por tu insistencia, digo. (Pausa.) ¿Piensas que no he hecho mis cálculos?
DAVID.– ¿Cuánto has cobrado este año en derechos?
MÓNICA.– Tienes tendencia a llevarme las cuentas, David.
DAVID.– Hasta ahora has vendido libros, pero…
MÓNICA.– ¿Qué significa “hasta ahora”?
DAVID.– Sabes que eso puede cambiar.
MÓNICA.– Te agradezco el optimismo.
DAVID.– Lo sabes tan bien como yo.
MÓNICA.– Pues que haya suerte, porque está negociado ya.
Pausa.
DAVID.– Bueno, algo de tiempo libre te deja la novela.
MÓNICA.– Ahora podré escribir de verdad.
DAVID.– ¿Pones en venta tu restaurante y no me lo dices?
MÓNICA.– ¿Podemos irnos, por favor?
DAVID.– ¿Qué es lo que no me cuentas? (Pausa.) Habla de una vez.
MÓNICA.– David, estoy cansada.
DAVID.– Mónica, Mónica.
Pausa.
MÓNICA.– Sí.
DAVID.– Sí ¿Qué?
MÓNICA.– La leí.
DAVID.– ¿Qué?
MÓNICA.– He leído tu novela.
Pausa.
DAVID.– ¿Y por qué no…?
MÓNICA.– Te lo estoy diciendo. Te lo digo ahora.
Pausa.
DAVID.– ¿Cuándo?
MÓNICA.– El día en que me la regalaste.
DAVID.– Y has estado todo este tiempo…
MÓNICA.– Me conmovió.
DAVID.– ¿Tanto que te dejó muda?
Pausa.
MÓNICA.– Me la llevé a la cama esa noche. La devoré. Tuve que parar en algunos momentos. Para coger aire. Pensaba «mejor continúo mañana», pero no podía dejarla…
DAVID.– ¿De qué estás hablando?
MÓNICA.– Me atrapó hasta la última página. No me sorprende que se venda tan bien.
DAVID.– Te ha parecido terrible.
MÓNICA.– Tú no escribes nada terrible. No podrías, aunque te empeñaras.
DAVID.– ¿Entonces? (Pausa.) ¿Vas a decirme qué te ha ofendido o esperamos otros tres meses?
MÓNICA.– ¿Ofenderme, por qué?
DAVID.– No sé, tú sabrás.
MÓNICA.– Es una novela de amor, tú mismo lo has dicho. Un homenaje que nos has hecho. Así lo entendí. ¿Sabes esos altares con… trocitos de santos, con dientes y falanges secas?
DAVID.– ¿Qué…?
MÓNICA.– No son altares, ¿cómo se llaman…?
DAVID.– Relicarios, se llaman.
MÓNICA.– Pues tú has hecho el relicario de nuestra relación. ¿No es así? Para que otros lo vayan a ver. Solo que… en vez de… dientes y rizos…
DAVID.– ¿Qué cojones estás diciendo?
MÓNICA.– … exhibes detalles del día a día. Es una especie de relicario pop.
Pausa.
DAVID.– ¿Has dicho Relicario pop?
MÓNICA.– Sí, he dicho relicario pop. El esmalte estropeado de mis uñas cuando me conociste aquí. Los manuales de escritura subrayados sobre mi mesita de noche… Son detalles que a mí se me olvidan.
DAVID.– ¿Te parece demasiado íntimo?
MÓNICA.– ¿Cómo haces… para acordarte de todo como…
DAVID.– ¿Te ha incomodado mi buena memoria?
MÓNICA.– …como un fanático…? ¿Apuntas todo en una libreta o…?
DAVID.– Los escritores vivimos de los detalles.
MÓNICA.– Vosotros, los escritores.
DAVID (Incluyéndola a ella).– Nosotros, los escritores.
MÓNICA.– Ese plural es de cortesía.
DAVID (Incidiendo en la inclusión de ella).– Nosotros, los escritores.
MÓNICA.– Ya te he oído, ya. (Pausa) Yo no tengo alma de notario. Me olvido de todo. Así que si quiero acordarme… del color de mi vestido aquel día o aquel otro… Si bebiste ginebra o ron. Si te besé más o menos efusivamente al recibirte en mi casa… solo tengo que consultarlo aquí. Te falta un índice por fechas.
DAVID.– Siento que te hayas sentido expuesta.
MÓNICA.– No es eso, David…
DAVID.– Te sientes expuesta. Eso es lo que estás diciendo.
MÓNICA.– Te digo que no.
DAVID.– ¿Entonces qué pasa, por Dios?
Pausa.
MÓNICA.– Me ha decepcionado.
DAVID.– ¿Literariamente?
MÓNICA.– ¿Hay que llevarlo a ese terreno?
DAVID.– Aún no me has dicho qué te ha parecido.
MÓNICA.– ¿En qué sentido?
DAVID.– Si te ha gustado.
MÓNICA.– Sigo sin entender la pregunta.
DAVID.– Es una novela, Mónica. ¿Te ha gustado o no? No voy a cortarme las venas, a estas alturas.
MÓNICA.– Le pongo un 10 a tu novela.
DAVID.– Estoy hablando muy en serio. Me interesa tu opinión.
MÓNICA.– Profundidad 10, ritmo 10, sobresaliente en todo.
DAVID.– ¿Llevas tres putos meses callada para ahora reírte de mí?
MÓNICA.– Disculpa.
Pausa.
DAVID.– Esa novela que estás escribiendo… te… te está afectando, te…
DAVID se acerca a su abrigo.
MÓNICA.– ¿Qué haces? David… ¿A dónde vas?
David hurga en los bolsillos del abrigo.
DAVID.– ¡Mi tabaco!
MÓNICA.– Cómo que tu tabaco. Te lo han prohibido.
DAVID.– Tú quieres que me de otro infarto. ¡Que me caiga al suelo, delante de ti!
Encuentra el tabaco. Enciende un cigarrillo.
MÓNICA.– ¿Cuándo has vuelto a fumar?
DAVID.– Fumar ayuda a sobrellevarte, lo pone aquí. (Señalando la cajetilla.)
MÓNICA.– Se te ha ido la cabeza.
DAVID.– Estate tranquila, que fumo muy poco. Mira, de hecho, solo lo hago en tu despacho. ¿Puedo decir que va a ser tu despacho o soy un auténtico gilipollas?
MÓNICA.– Será mi despacho, cuando termine…
DAVID.– Tu novela, sí. ¿Que serán qué? ¿Los siete tomos de Proust? Te lo voy a dejar ahumado de tanto esperarte.
David echa la ceniza en su copa vacía. Ella busca un cenicero.
MÓNICA.– Espera…
DAVID.– Te lavo yo la copa. Me cojo el Fairy y la lavo yo.
Mónica le acerca un cenicero. Lo cambia por la copa vacía.
MÓNICA.– ¿Por qué te pones así?
DAVID.– Es…
MÓNICA.– Di…
DAVID.– Difícil, es difícil creer que…
MÓNICA.– Estoy intentando explicarte.
DAVID.– Que te perturbe tanto, ¿qué… qué hay de malo en lo que he escrito? No… No entiendo. (Pausa.) ¿En la presentación ya la habías leído?
MÓNICA.– Otro día seguimos.
DAVID.– Yo no me voy hasta que no me lo expliques.
Pausa.
MÓNICA.– Pensé que se me pasaría.
DAVID.– ¿Qué se te pasaría el qué?
MÓNICA.– ¿Vas a escucharme o no?
DAVID.– ¡Llevas tres meses callada! ¿Qué… quién coño soy para ti? ¿No se puede hablar conmigo?
MÓNICA.– Al parecer, no.
Pausa.
DAVID.– No niego que estemos nosotros. Eso lo sabías. Desde el principio.
MÓNICA.– Me lo dijiste, sí.
DAVID.– Antes de todo, de… de la publicación, de todo. Y si me he atrevido a escribirla, es porque estaba, estoy… tan… entusiasmado contigo… Entusiasmado, por Dios, mira qué cosas me haces decir.
MÓNICA.– ¿Que nos dejabas a salvo? ¿Tu entusiasmo iba a dejarnos a salvo?
DAVID.– Sí. Es más. Me preocupó… mucho, me quitó el sueño, la radical falta de conflicto que hay en ese libro. Solo al principio, sin ti, con ese hombre atormentado, hay un poco de… algo… Pero es llegar tú, en la página ¿qué?, ¿veinte?
MÓNICA.– Es igual.
DAVID.– La veinticinco, la… (Busca en la novela.)
MÓNICA.– ¿Qué más da? ¡Qué pesado eres!
DAVID (Encuentra).– ¡En la 27 llegas! Fíjate si queda novela, ¿eh? Pues desde aquí ya todo va bien. Todo lírica, arrebato, vuelo. Mi nivel de ironía por los suelos. Cero sarcasmo. Es casi un ejercicio de devoción. Santa Teresa, parezco, en su encuentro con Dios. Pero tú no lo ves, eso…
MÓNICA.– Es un retrato bienintencionado.
DAVID.– ¿Bienintencionado?
MÓNICA.– Cargado de amor. Eso lo tengo claro.
DAVID.– Y, por encima de todo, protegido por la ficción. Porque por muchos detalles que haya, eh, del día a día, detalles pop… es ficción pura, Mónica. Ni yo soy ese hombre ni tú eres esa mujer. Así que no me lo pintes como un diario de nuestra relación.
MÓNICA.– Quizá es la ficción lo que me ha molestado.
Pausa.
DAVID.– Mira, si no te importa, voy a… (Se dirige a la barra.)
MÓNICA.– ¿Quieres hablar de esto borracho?
DAVID.– ¿Se puede hacer de otro modo? (Se sirve otra copa.)
MÓNICA.– Sé que te tienes por alguien complejo…
DAVID.– Complejísimo, soy.
MÓNICA.– Incluso críptico, hasta cierto punto, pero… ¿de verdad creías que no lo iba a entender?
DAVID.– ¿Qué es lo que hay que entender? Ilumíname, por favor.
MÓNICA.– Digamos que la metáfora no es muy sutil.
DAVID (Brinda).– Por la metáfora.
MÓNICA.– La relación que planteas, David. Cómo nos dibujas a ti y a mí… en la ficción.
DAVID.– Un tipo acabado y gris… salvado por una mujer. Es así como nos dibujo. Puedes decir que el asunto es manido. Lo es. Ingenuo, si quieres. Pero de ahí a que te sea insoportable…
MÓNICA.– Tú un profesor y yo tu alumna.
Pausa.
DAVID.– No me lo puedo creer.
MÓNICA.– Tu alumna bella y esmerada.
Pausa.
DAVID.– Entiendo que este es el nivel. Dos cabezas como las nuestras discutiendo a este nivel.
MÓNICA.– Tienes derecho a escribir lo que quieras./ Después los demás leemos. Y comprendemos. La cosa va así.
DAVID.– Por favor, Mónica, eh. Tú no.
MÓNICA.– ¿Profesor y alumna, David?
Pausa.
DAVID.– Lógicamente, si… Si te has quedado con la portada cutre, de libro del Carrefour, es evidente que estés confundida.
MÓNICA.– ¿Esperabas que no me doliera?
DAVID.– Ya está, ya.
MÓNICA.– ¿Ya qué?
DAVID.– Ya… ¿Tú piensas que nos veo así? ¿Como… el maestro y la discípula? Está muy bien enterarme ahora, después de años…
MÓNICA.– Soy yo quien se entera ahora.
DAVID.– Entonces supongo que soy un imbécil. Porque hay que ser un imbécil para humillarnos así, pública e intencionadamente, digo, según tu versión. Y además obsequiarte con ello. Dos veces. ¿Con qué fin?
MÓNICA.– Eso no lo sé.
Pausa.
DAVID.– Voy a decir algo… que sé que no vas a entender.
MÓNICA.– Para eso estás tú, ¿no? Para explicármelo.
Pausa.
DAVID.– Creo que estás un pelín susceptible con el tema hombre y mujer.
MÓNICA.– No, no, no…
DAVID.– Sí. sí. Estás muy insistente y muy motivada con el tema hombre y mujer.
MÓNICA.– No vayas por ahí.
DAVID.– Y ya sé que me vas a crujir…
MÓNICA.– Sí, te voy a crujir.
DAVID.– …pero lo voy a decir igualmente, ¿sabes por qué? Porque estoy hasta los cojones de que no se pueda decir nada, ni escribir nada, sin que te pasen el… (reproduce el gesto mientras busca la palabra) ¿cómo se dice?
MÓNICA.– No sé de qué estás hablando, David.
DAVID.– El detector del machismo, que pita siempre.
MÓNICA.– No se trata de eso…
DAVID.– Sí, sí se trata de eso.
DAVID.– Por mucho cuidado que tengas, siempre hay algo, algo… No pongas esa cara
MÓNICA.– ¿Qué cara quieres que ponga?
DAVID.– No pongas esa cara… porque es así. Sí, es así. Un hombre no puede hablar sobre un maestro y una alumna, -en una novela, eh, ojo, que estamos hablando de una novela-, sin convertirse automáticamente en un machista despreciable. Es más…
MÓNICA.– David…
DAVID.– Ninguna escritora que se precie debería escribir tampoco sobre una alumna y un maestro sin que la llamen machista a ella también.
MÓNICA.– Estás haciendo el ridículo.
DAVID.– En el mundo en que vivimos ya no existen los maestros ni existen las alumnas, no te jode. Todo son escuelas nórdicas en las que todos aprendemos de todos, anda iros a la mierda.
MÓNICA.– ¡¡Con todo lo que está pasando, por Dios, ¿y te permites hablar así?!! (Pausa.)
No vas a convertir esto en un debate sobre feminismo. Nivel lamentable, por cierto.
DAVID.– No estoy hablando de feminismo.
MÓNICA.– Ah, ¿no? ¿Y de qué coño estás hablando?
DAVID.– Estoy hablando de la ficción. Una cosa es que yo escriba sobre dos amantes. Dos amantes que, secundariamente…
MÓNICA.– ¿Secundariamente?
DAVID.– …secundariamente, son un profesor y una alumna… Y otra cosa muy distinta es que yo -yo- crea…
MÓNICA.– Queda muy claro lo que tú crees.