Roland Barthes habla sobre la diferencia radical existente entre “reproducir el mundo” y “designarlo”. No se espera que el lenguaje del artista represente la realidad sino que la signifique. Lo que veo en la exposición está íntimamente conectado a ese material periodístico que refiero pero visto desde otra perspectiva, al ser una exploración imaginaria de esos hechos, un remanente poético de esas crónicas tantas veces leídas o vistas en los medios, que anestesian todo poder de conmoción o reducen la violencia a los datos estadísticos, a la repetición o al cliché. Lo de Teresa Margolles es más subjetivo: ahí hay un lenguaje simbólico que escapa a la representación real, aun cuando conserva algo del contexto del que fue arrancado. Y ya que estoy siendo críptica, me permito enumerar. Si el relato masculino ve la guerra desde la triste épica de la batalla, en la mirada femenina hay una vuelta a los cuerpos muertos, a la tierra. Si en las crónicas hegemónicas hay un vaciamiento del horror por naturalización, en el trabajo de Margolles se cuenta desde el punto de vista menos esperado. Mantas con sangre para recordar los asesinatos. Mantas como objetos domésticos sufrientes. Telas atravesadas por hilos restauradores de vida. Y en el interregno, el silencio del espacio antes de ser perturbado por un acontecimiento brutal. “We Have a Common Thread” es el nombre de la exhibición.
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Quién es una persona en esta época (aquella que tiene control sobre su propio cuerpo) y quién a pesar de tener una constitución física no lo es (aquellos que devienen cifras en las estadísticas de pobreza, exclusión, destitución, desaparición, enfermedad, por poner algunos ejemplos); quiénes pueden vivir versus quienes están expuestos a una suerte de desaparición en el mapa, como lo piensa Foucault: el trabajo de Margolles se centra en esta disimetría, pues su obra se detiene en un paisaje conformado por las vidas reducidas a su mínima expresión, aquellas que pueden ser consumidas, destituidas, explotadas o despojadas de su componente humano.
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Margolles es escultora y no se ciñe a una sola disciplina: sus piezas van de la escultura móvil a los archivos, de la instalación a la intervención de los espacios en la vida cotidiana. Ha trabajado desde México y convertido sus procedimientos creativos en mecanismos de crítica con código postal, pues no sólo habla de los conflictos de su entorno, sino que ha creado en el corazón de él. A su modo, es una artista que practica un activismo estético, no por sus temas sino porque lo político en su trabajo es donde el conflicto sucede: hace perceptible lo invisible, saca a la superficie lo que está oculto en esas historias de existencias precarias, vidas a quienes les construyen un lugar simbólico en un mundo específico. Diría también que ese componente ético en su obra trasciende cualquier deseo de individualidad triunfante, porque su obra se inscribe en la forma liminal de la producción colaborativa.
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Teresa Margolles nació en Culiacán, Sinaloa. La artista, que se ha valido de la fotografía, el video, la escultura y el performance a lo largo de su carrera, ha pasado las últimas décadas explorando el carácter sociopolítico de la muerte en México. “We Have a Common Thread” es un proyecto en el que revisita el tema pero en geografías y situaciones distintas. El proyecto podría catalogarse como comunitario porque la práctica autoral no fue la acción de un solo ejecutante y en él Margolles se convirtió más bien en una curadora: rescató trozos de tela manchados por la sangre de personas que murieron en condiciones de violencia social, y los entregó a la comunidad a donde pertenecían dichas personas, con el fin de que los familiares bordaran o crearan patrones de dibujo en torno a ese último registro material. Su fin era desatar una conversación acerca del acto, como si conversar fuera un modo de hacer duelo por la pérdida.
Las muertes por violencia habían sido reales y ocurrido en distintas comunidades al interior de Nicaragua, Guatemala, Brasil, México y Estados Unidos. Algunas de estas conversaciones fueron filmadas y exhibidas en una serie de videos que explican el contexto de cada pieza. Los videos son un catálogo y así sabemos de: La estigmatización padecida por las mujeres de la comunidad Rarámuri, mujeres obligadas a cambiar su forma de vestir y a abandonar su lengua nativa, recuerdan el asesinato de una mujer en Ciudad Juárez, México. Del asesinato de una mujer en Recife y el hecho de que cualquiera puede morir en total anonimato, debido a la burocracia de un gobierno que impide la ayuda a los ciudadanos. Del caso de un nativo en Panamá asesinado en enigmáticas condiciones. De un grupo de jóvenes que continúa sufriendo las secuelas del sandinismo y la militarización en Nicaragua. Del caso de Eric Garner baleado en Staten Island, un caso de agresión policíaca contra los afroamericanos en la ciudad de Nueva York.
No hay una correspondencia exacta entre los textiles exhibidos, el lenguaje contenido en ellos y las historias que oímos en los videos. La exhibición se despliega más bien en tres planos. Por un lado, está la historia de esas existencias que han sido vulneradas, tan solo porque un sistema de justicia ha decidido que tales vidas no importan. Por otro, los videos intentan mostrar el proceso de aprendizaje y duelo colectivo detrás de la hechura de cada textil como una forma de catarsis: lágrimas, secreción de fatiga por dolor y hastío. Finalmente, el textil en sí mismo, un “racimo de sentidos”, donde el lenguaje atemporal de los colores y las formas de los dibujos, son una reconstrucción del pasado que no pasa por el entendimiento del hecho sino que es evocado en toda su abstracción, a la vez que se convierte en un lugar simbólico de encuentro entre los idos y los sobrevivientes. A su modo, los sobrevivientes son los narradores de sus propias historias y entonces el duelo ocurre en comunidad: “una escritura compartida que no minimiza las causas”.
Es muy fuerte la presencia de cada textil al interior de la sala. Un soporte rectangular ilumina cada manta, parecen mesas como las que los cartógrafos usan para revisar sus mapas. De hecho las mantas parecen mapas. Cada manta es singular: algunas son más sencillas; otras están saturadas de imágenes; una es semejante a la cartografía de un antiguo territorio; la última es un collage que evoca los grafitis de las calles neoyorkinas (de hecho es la que corresponde a la historia de Eric Garner). Al verlas una percibe que sobre esa superficie estática y sin tiempo, el hilo tejió y destejió recorridos posibles, desdibujó rutas y paisajes con árboles, cielos, pájaros y flores, ahí donde aún persiste el turbador rastro de las manchas de sangre. Hay algo de turbador pero también de palimpsesto en las cinco telas: sobre una huella de muerte está construida la reflexión sobre el sentido de la vida, lo que libera al sujeto muerto de convertirse en una forma espectral. ¿O para qué usaron los trozos de telas manchadas como material, si no para evitar que ese registro de la muerte desapareciera? Formas de contrarrestar ausencias.
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En casi toda la obra de Margolles, las imágenes tientan al ojo y ofuscan la mente. No estamos ante las escenas hiperrealistas de la TV o de las fotografías de los periódicos, ni ante una estetización del horror ni ante un acto que busque redimir a estas historias de su naturaleza trágica.
La pregunta sobre cómo representar la violencia sin exaltarla o sin permitir que las víctimas sean nuevamente víctimas, sigue haciéndose desde que Adorno sostuviera que tornar el horror en belleza, lejos de ser civilizado, era de hecho bárbaro. Que era complejo imaginar al arte entrando en una suerte de connivencia con la destrucción, porque se corría el riesgo de hacerla aceptable, de obliterarla. En un momento posterior, la aportación de Jacques Rancière sobre las relaciones entre lo político y lo estético apuntó a otra idea: lo político en el arte no debía ser el tema sino la posibilidad de que el lenguaje artístico pudiera generar nuevos modos de ver. Por eso lo político en el arte de Margolles no es el tema que elige, sino sus modos de interpretarlo. Sus procedimientos artísticos toman a la muerte como la ruptura de la forma. En su discurso artístico hay una necesidad por deconstruir las sensibilidades establecidas, por crear terceros paisajes donde se funden y confunden lo real y lo simbólico, lo racional y lo desconcertante, donde la vida se entiende por muerte y viceversa, donde lo conocido se hace desconocido hasta el grado del extrañamiento. En una poco común repartición de lo sensible, Margolles ha dado voz a lo que ella misma define “la vida del cadáver”: no por el muerto sino por lo vivo que hay en la materia muerta”.
No ha faltado quien se pregunte si eso que está viendo es broma o pura provocación. Si es enfática o quizá obvia, si hay vaguedad ideológica en su proyecto, o una necesidad de legitimación discursiva, si hay una connotación tan implícita que su trabajo determina una interpretación. Por encima de todas estas reticencias, por Margolles genera preguntas incómodas en esta búsqueda por visibilizar la violencia social a través del lenguaje artístico. Ella dibuja lentamente la sensación del trauma como una idea, para después decantar, a través de la metáfora, una imagen que contenga esa memoria destruida, o un objeto que descubra la tensión o la emoción que media entre esos dos mundos: el de los muertos y ese otro por donde vagan los sobrevivientes y los testigos.
No sabemos de quiénes son, y sin embargo, al recuperar Margolles la singularidad de la abstracción, logra transformar un hecho en una forma física de pensamiento. Esa agonía de la violencia abstracta es la que Margolles quiere salvar. Y ahí están los relatos sin trama. Telas profanadas por la sangre de personas que refutan el “si no hay cuerpo, no hay crimen” de las partes policiales, cuando en los asesinatos esos vestigios materiales desaparecen. Mantas que se han cargado de tiempo hasta el punto de querer estallar: hay una vida en ellas pugnando por hacerse visible, por regresar a un tipo de lenguaje que no cuenta ninguna historia pero que la conjetura, porque una vez que las imágenes entran, no dejan de transformarse y de crear significados en la cabeza.
En las imágenes de Margolles esta afección expuesta no desde la literalidad sino desde el lado más íntimo o privado de una historia, donde ese pathos se convierte en una forma perturbadora del acto de recordar.