Rodolfo Calzada Alfaro
Foto por macroe
Subes las escaleras. Abres la puerta de la casa. Observas que hay un camino trazado con la flor de veinte pétalos. Percibes un olor desconocido que desprende un anafre. Volteas a tu lado izquierdo y contemplas entre la oscuridad una mesa con fruta y veladoras apagadas. Del lado derecho hay un poco de pulque. Resulta ilógico para ti que todas esas cosas estén ahí. Piensas que la fruta, quizá mamá la haya colocado sobre esa mesa, porque la va a ocupar para elaborar un arreglo frutal de alguna boda. Lo que te parece extraño es que haya flores de color amarillo. A veces a mamá le encargan adornos con fruta para diferentes eventos sociales. Papá hace tiempo que no bebe y tú concluyes que quizá se le antojó un poco de pulque. Cabe hacer mención que a ti también te gusta mucho esa antigua bebida prehispánica, porque desde que eras pequeño tomabas pulque del vaso de papá. De las veladoras, no tienes dato.
Te diriges a la sala y te sientas sobre una silla que es de uso exclusivo del jefe de la casa. Es extraño el silencio. No se escucha un solo ruido en tu hogar. Es de madrugada. Papá siempre te espera cuando llegas tarde. Estás sentado esperando a que tu padre se levante de la cama para expresar que no está de acuerdo en que llegues a esa hora. Mientras esperas a papá, te cambias de la silla al sillón, pensando en evitar que el regaño sea de mayor intensidad. Te das cuenta que hay nuevos materiales de literatura en aquel librero viejo que tu hermano mayor colocó en la sala. Te pones de pie y tomas un libro: El mugre viaje. Consultas el prólogo y no hay un sólo párrafo que capte tu atención. Dejas el libro en su lugar y escoges con la mano derecha aquel libro que tu hermano mayor te recomendó que leyeras. Antes de abrir sus primeras páginas empiezas a recordar las imágenes de aquel terrible sueño que tuviste la noche anterior.
Por la mañana, en la Ciudad de México, sobre Av. Calzada del hueso (esa vía saturada y transitada exclusivamente por automovilistas, donde existen pocos espacios para el tránsito de los peatones), bajas de la acera. El semáforo está en rojo y el muñequito de color blanco da la señal de avance. Confías en el semáforo. No volteas y sin tenerlo previsto, se genera un accidente y en el incidente, un automovilista estrella su vehículo contra tu frágil, delgado y delicado cuerpo. Tu amigo Carlos observa el trágico episodio. Pide auxilio, convoca a los estudiantes con gritos poco templados y les exige que llamen a una ambulancia. Clama con desesperación la ayuda de un médico, ya innecesario porque el fuego de tus ojos, poco a poco se comienza a extinguir de manera definitiva y tus sentidos cada vez escuchan más lejos los gritos de tu compañero.
―Mi niño, cada día lo extraño más y con el paso de los meses camina más lejos. Cada año, en este mes de noviembre, lo espero. Y a pesar de todo, cada año lo extraño más.
Escuchas esa expresión de mamá con gran eco. Ella llora al momento de que enciende las veladoras. Enseguida instala un retrato tuyo en el altar.
Se desata un sonido cuando colocas la obra literaria en su respectivo lugar y volteas para ir al encuentro con mamá. Tu madre voltea hacia el librero al escuchar el sonido que se derivó del mueble. Miras a tu madre de frente.
―Hijo mío, ¿estás ahí?
Ella no te puede ver. Caminas hacia la mesa donde se encuentran las frutas y las veladoras. Entiendes que esas frutas no son para la elaboración de un arreglo frutal. Analizas la ofrenda detenidamente. Contemplas la tierra que hay en las raíces del cempaxúchitl. Te acercas y aspiras el olor que desprenden las flores. Observas cómo el aire es capaz de tener contacto con el papel que hay debajo de la fruta. Tratas de tocar el papel, pero no puedes hacerlo. El fuego que desprenden las velas te parece maravilloso. Y el olor a pulque mezclado con el olor a incienso y las flores amarillas es extraordinario.
Mamá está a un lado tuyo. Ella llora. Y con una mirada de dolor sin límite y con amargo lamento expresa:
―Aquella mañana cuando desayunamos, tenía el presentimiento de que algo iba a pasar, por eso te imploré que faltaras a la universidad. Siento que soy la culpable de tu muerte. Debí exigirte que te quedaras. Cuando recibí la noticia por parte de Carlos, sentí que moría. En fin. Aquí estoy. Creo que este año sí llegaste. Escuché tus pasos por el camino de cempaxúchitl que coloqué por primera vez en tu ofrenda. Está totalmente oscuro. Estaba durmiendo y me levanté a prender las veladoras para que puedas ver bien. Hace un momento oí cuando estabas acomodando los libros en el mueble que colocó tu hermano en la sala. Aquí está tu pulque y los alimentos que cada año para ti ofrendo. Sabes que ésta es tu casa y que todos los días me acuerdo de ti… Sin embargo, éste es el único día que aquí te espero… ¡Enhorabuena!, pásala bien en tu hogar hijo mío, hoy que es día de muertos.
Te preguntas cuántos años han transcurrido desde tu muerte. Quizá dos o más. En el altar observas tus fotografías como si fueran espejos que recuperan tu pasado. Mamá toma un retrato tuyo y lo besa sin disimular su melancolía a la vez que solloza. Comienza a invadirte una tristeza igual de grande que la que acompaña a tu madre. Tus manos no pueden tocarla, se quedan en el aire… como el humo que desprende el anafre. Ahora perteneces al mundo de los muertos. No puedes abrazarla, te acercas y murmuras a su oído:
―Mamá, mamá. No sufras, estoy aquí contigo… Hoy estamos juntos otra vez…
Rodolfo Calzada Alfaro (Ciudad de México · 1988) licenciado en Sociología por la Universidad Autónoma Metropolitana Unidad Xochimilco. Especialista en Educación Socioemocional por la Universidad Iberoamericana Ciudad de México. Ha colaborado en revistas literarias nacionales e internacionales con cuentos y poemas.