Patricia de Souza
La memoria y el lenguaje: el cuerpo es la memoria viva de lo vivido, es la marca, a veces dolorosa, de una situación en el mundo.
Tener que escribir no es algo sencillo, no. Escribir es asumir la responsabilidad de hacerlo como si la escritura (las marcas), que están inscritas en alguna parte secreta de nuestra memoria, golpeasen para salir de un cuerpo que muchas veces se ignora, sin reconocerse en el habla popular ni en los discursos dominantes. Estas marcas, bastardas, están agarrotadas en algunas partes concretas, en los puños, las rodillas, el cuerpo de la mujer se ha convertido en el centro de una guerra política sin precedentes para contralarlo. El lenguaje, sin duda, se ve afectado. Atravesamos un tiempo en que muchas cosas han cambiado para el común de las personas, la noción de espacio y tiempo es una de ellas, debido a la velocidad de la comunicación y la impresión de vivir en un mundo plano, unida a la idea dominante de que el ser humano debía imponerse a la naturaleza separándose de ella. Ahora la naturaleza reclama su derecho a ser reconocida como una entidad viva, y deja que otras voces, de culturas no occidentales, remuevan el paradigma moderno instalándola en el centro de la vida moderna. Toda cultura tiene una visión del mundo, es cosmología pura que lucha por sobrevivir. Es el caso de las culturas precolombinas indígenas de nuestros países, por tanto tiempo vistas como ornamentales y salvajes. Es ahí de donde salimos nosotras, de esa cultura mestiza, ignorada y subordinada a las sociedades occidentales. Sin embargo, el espacio geográfico es hoy mucho más subjetivo y tirano. Las redes sociales lo han ampliado ad infinitum y el mundo parece más pequeño.
No estamos tomando en cuenta este aspecto : la disposición del texto (y de su duración al ser leído o la atención que se le pueda dedicar), es también una nueva medida de tiempo con la que cada persona acepta recorrerse incluso limitada, obligada a afirmarse en sus percepciones y centrarse más sobre sí misma. Quien pueda rodearse de todos los dispositivos necesarios para estar presente en las redes virtuales, entenderá que su presencia se ha multiplicado aunque su cuerpo esté completamente ausente. No hay entonces respuesta, el sujeto que formula es casi absoluto, y tal vez eso explique mejor algunos nuevos fascismos. El idioma encarna siempre el espíritu de su época. Ese sujeto, por otro lado, sigue siendo masculino.
Si Stéphane Mallarmé pensó que la escritura llegaba a sus límites (el espacio en blanco como el abismo del texto), creo que ahora deberíamos plantearnos el problema de cómo es posible representarse un cuerpo completo y si la memoria, como la entendíamos hasta el siglo XIX, sigue funcionando de la misma manera. Recordar no es tratar siempre de recrear sino juntar dispositivos, imágenes y textos que nos vienen también de fuera. Puede que nuestro esfuerzo sea cada vez más laxo y nuestra conciencia más ociosa.
La escritura, que casi siempre se ha mantenido en contacto con el inconsciente, con el mundo de los sueños, está mucho más invadida por el mundo concreto, sobre todo por las imágenes. Intuyo que, en este momento, sea casi imposible soñar (el antropólogo Marc Augé me comentó un día que en sociedades post-industriales la gente casi no sueña, es raro que alguien recuerde sus sueños), es como si ese espacio, que Freud llamó inconsciente, se hubiera convertido en un barullo inmediato (un coro) que cada persona debe escuchar con el riesgo de enloquecer o silenciar su propia música. Estamos habladoAs por otroAs más que por nuestro lenguaje. Y nos estamos quedando sin texto, es decir, sin nada que decir en esta Torre de Babel.
Esto me recuerda un poco a lo que Georges Didi Huberman entiende por «imposibilidad de la representación» (refieriéndose al Holocausto): ¿estaríamos llegando a una etapa en la que no podemos representarnos nada porque es demasiado inmenso y nuestro lenguaje es limitado ? ¿Es acaso el negro de esa inmensidad o la blancura de la imagen irrepresentable lo que hace que podamos convertirnos todos y todas en nihilistas? La presencia exterior es muchas veces violenta e intensa como para poder dejar que ese espacio interior, lleno de simbologías y de acomodamientos veloces con la realidad, pueda emerger sin verse afectado. Es una técnica (techné) la que funciona (saber mantener un Yo no fragmentado), y luego, la perfomance, la representación social a la que se nos empuja siempre (como lo explicó Judith Butler), exigiendo un discurso, una manera de entender el mundo. Las mujeres somos las más colonizadas, las que no producimos «signos de identidad», las subdesarrolladas, las pobres, las desclasadas, hererosexuales, gays, trans, negras o mestizas. La identidad depende del valor que se le otorga a un discurso, del «cómo» será interpretado por quien domina, ya sea por su forma o por el espacio que ocupe en la sociedad. Hace unos días, le decía a un amigo que para escribir es necesario dejar que el espacio íntimo emerja, salir de la comunicación (del uso de la palabra utilitaria) para internarse en el mundo de la gratuidad del texto, de lo simbólico y dejar la puerta abierta para que los significantes representen otras cosas.
No hemos vivido nunca una época tan estandarizada y más alienada que la nuestra. Todo tiende a consolidar esa dominación y a garantizar que las más pobres, y los hombres y mujeres que se presten a esta tarea, consolidarán esa explotación destinada a secuestrar el intento por poseer un lenguaje. Entretando, las mujeres como grupo humano visible, como historia narrada, habrá desaparecido. La lucha es contra esa marea formateada, aseptizada, que entrena y somete a la que no posee el dominio del discurso.
El trabajo como escritora es uno de ellos, es una botella al mar que casi nadie va a recoger porque el mar es vasto. Es la «Carta robada» del cuento de Poe. Recordar, y tratar de recordar bien, es toda una tarea, como decía Paul Ricoeur. No sé cómo se puede hacer ese trabajo sin tomar en cuenta los vacíos de sentido que todo lenguaje posee, sus diferentes mutaciones, incluso, las patologías que menciono y que hacen que el cuerpo sea el centro de esa incapacidad de escribirse, ins-cribirse. Hasta la fecha la influencia «positivista» del lenguaje impide hacerse preguntas sobre su capacidad de reflejar la realidad “tal y como es”. La biologización de la sociedad dividida de manera binaria, masculino/femenino, blanco/negro, ha agotado un esquema que ahora se ve obligado a nombrar otras representaciones, incluso el hecho de si es posible la continuidad de una sociedad dividida solo en dos géneros construidos culturalmente.
Es necesaria una deconstrucción, y no creo que sea posible si no partimos de lo ya adquirido. Sin embargo, ¿podemos confiar en nuestras ideas sabiendo que son parte de una dominación simbólica, de una colonización? Nuestra confianza en el idioma materno nos viene desde la religión (como creencia en el verbo) y de una educación que está más empapada de una ideología que aplica las mismas reglas mercantiles a la literatura. El hecho de hablar de «industria cultural» es revelador. ¿Qué hacemos las escritoras frente a esto? Tal vez seamos las únicas personas en condiciones de desenmarañar esa larga cadena de servidumbres que crea nuestro lenguaje (por ser más esclavas), sus alienaciones y su lado más totalitario. Por ejemplo, es difícil imaginar la despersonalización que produce hablar un “cierto idioma”, hablar el lenguaje de quien domina, reproducir la misma tabla de valores utilizando el mismo orden simbólico. En sociedades dominadas y disfuncionales, el idioma divide, clasifica manteniendo las mismas categorías sociales, los mismos estereotipos que de alguna manera esclavizan a los hablantes.
Muchas veces me he quedado perpleja al comprobar las pocas palabras que conocemos, la pobreza en el lenguaje, los límites en la representación. Es otra economía la del lenguaje, más perversa y más sutil. Todos estos “usos del idioma” están cada vez más lejos de las necesidades y los sentimientos de aquelloAs que los hablan, son producto de la propaganda y del mercado, son slogans. Esta impresión se internaliza en el instante en que decidimos expresarnos por escrito, muchas veces es un freno para decidirse a escribir. ¿Puedo escribir como hablo? La literatura vernacular reproduce el habla, la convierte en imagen de sí misma, casi la petrifica. En este aspecto no tengo las cosas claras, no me atrevería a decir qué es literario y qué no, pero sí a decir que la literatura se separa siempre de la realidad y no devuelve nunca lo que toma sino que lo transforma y, muchas veces, lo deforma.
No recuerdo la cantidad de veces que me he oído hablando con expresiones que me despersonalizan, que no son de mi ámbito afectivo y que me han instalado claramente en el desarraigo. Para escribir, tengo que inscribir la vida. De alguna manera me asalta la misma ansiedad que a Simone de Beauvoir o Elfriede Jelinek, quienes comprenden que el idioma no puede seguir reresentadon la realidad y es en sí mismo un problema. Tengo que ir registrando lo que voy viendo, pero esa tarea es más cruel cuando se desconfía del código en el cual se escribe. Al hablar, nuestras preocupaciones son distintas de las que nos invanden cuando decidimos escribir. Es ahí cuando empieza la escritura. La escritura es también el primer síntoma de la separación del grupo, de la separación de la madre y la ruptura con la autoridad paterna. Si el lenguaje no refleja la realidad, se convierte en un problema, se hace sujeto (El Noveau roman es una muestra). El problema más grave en nuestro tiempo es la representación, el “cómo” nos vamos a representar las cosas, la lucha contra las colonizaciones de conciencia para salir de los “sociolectos” (formas de hablar aprendidas) y pasar al “idiolecto”, la forma de hablar particular. El estilo no es solo una cuestión de forma, es una posición política.
Hablar el idioma de la dominación, de la mayoría, no significa hablar en el idioma de la mayoría, sino “de una forma de hablar de esa mayoría” que se impone en el mercado con su marca de prestigio y todo la voracidad de nuestra sociedad de consumo. La escritura es la lengua de las minorías, de la neurosis de la identidad como mujer, como sujeto, de su casi inexistencia.