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02 · 2025

La niña del pollo verde, Catalina Sojo

Amanda García Martín

Ilustración: Amanda García Martín

 

Olía a gasolina caramelizada. Cuando finalmente nos alcanzó, nubló nuestra vista como un abrazo frío y fantasmal. La humareda blanca siempre antecedía la quitada del sombrero. Llegó el momento. Estábamos sentados en el piso, con las manos en forma de pequeñas cuencas sobre nuestras piernas cruzadas, tal como nos habían enseñado. Nos miramos de reojo. En nuestras caras, una mezcla de ilusión y envidia prematura. Nunca repartían más de uno.

Su sombrero era de terciopelo negro y copa alta, igual al de los magos que veíamos en televisión. Pero del sombrero de este mago no saldría un conejo, sino un pollito. Usualmente un pollo pío pío color mantequilla, pero sabíamos que los magos buenos, los que hacían magia de verdad verdad, sacaban de sus sombreros pollos de todos los colores. Y, además, estaba claro que ganarse el pollo te garantizaba al menos una semana de fama en el colegio.

Hasta que empezaba el show de magia, las fiestas de primera comunión seguían el mismo guión, como si las planeara la misma persona. El salón era un enjambre blanco de lirios y claveles en jarrones de todos los tamaños, mesas con manteles plisados y sillas cubiertas como fantasmitas. A la entrada, recibíamos bolsitas traslúcidas con caramelos confitados blancos. Los probábamos con la ilusión de que estos fueran distintos. Pero, invariablemente, al primer mordisco, descubríamos la almendra oculta en su centro y los escupíamos en servilletas, también blancas.

La mesa principal se destacaba por el majestuoso pudín de tres pisos en el centro, cubierto de fondant blanco con un patrón acolchado que parecía una cobija de retazos. Estaba decorado con florecitas de pastillaje y, en la cima, coronado por una hostia y una cruz dorada. En el suelo, a su derecha, una caja desproporcionada, envuelta en celofán y decorada con racimos de uvas verdes en icopor, esperaba los regalos de los invitados. Un gran libro de firmas descansaba sobre un pedestal a la altura de los niños, sus páginas gruesas decoradas con angelitos de Precious Moments listas para llenarse de garabatos infantiles y bendiciones apresuradas de los adultos.

Las niñas llevábamos vestidos abombados en tonos pasteles, bordados en nido de abeja por nuestras abuelas, con zapatos blancos de charol que rechinaban en el piso de madera. Yo combinaba el vestido de turno con alguno de los sombreros que coleccionaba detrás de mi puerta y que mi mamá traía de El Corte Inglés en sus viajes de trabajo. Los niños iban con su única pinta formal: el uniforme de misa del colegio, un pantalón caqui, camisa de botones azul celeste y corbata de rayas azul oscura.

En una esquina, el animador y su micrófono intentaban hacerse oír encima del merengue de Wilfrido Vargas que retumbaba para los adultos.

—¡El primero en traerme una corbata roja se lleva un premio!

Entonces, el caos. Con cada nueva orden, los niños salíamos disparados a acosar a los adultos y escarbar entre sus bolsillos, carteras y hasta pies, en busca del tesoro indicado.

           Un tacón azul,
                      un documento de identidad,
                                 las llaves de un Mazda,
                                            una moneda de cincuenta pesos,
                                                       unas gafas de sol,
                                                                  un billete de mil,
                                                                             un recibo de supermercado,
                                                                                        un pañuelo de seda,
                                                                                                   un espejo de mano,
                                                                                                              un lápiz.

Cuando el animador no sabía qué más pedir, anunciaba la competencia de baile. Repartían faldas translúcidas en tonos de joya—rubí, esmeralda, zafiro y amatista—de las que colgaban pequeñas monedas doradas que chispeaban con cada movimiento. Bailábamos Ojos así, nuestras caderas agitándose como olas fragmentadas, un mar de colores asincrónicos. Algunas mortificadas, como yo, nos refugiábamos en la fila de atrás, mientras que otras se peleaban la primera fila buscando la coronación de su reinado de carnaval.

Nunca me fijé en qué hacían los niños mientras nosotras bailábamos.

Pero, cuando por fin llegaba el momento del show de magia, todos nos peleábamos por la primera fila. El espectáculo se movía entre una fiebre de trapos de colores, naipes gigantes y cuchillos que desaparecían en el aire. Hasta que, de repente, el humo.

El mago se quitaba el sombrero y lo sostenía frente a él. Todos conteníamos el aliento mientras hundía la mano hasta el codo.

—Vamos a ver qué tenemos hoy—, decía, como si no lo supiera.

Finalmente, en una de esas celebraciones, el mago recorrió el público con la mirada hasta que se detuvo un instante en mi sombrero. Sonrió antes de señalarme:

—Tú, la del sombrero.

Mi corazón dio un brinco. Me acerqué lentamente mientras él revelaba un pollo. Lo vi antes que los demás.

El pollo era verde.

Un verde eléctrico, del color del resaltador dentro de mi cartuchera.

Me lo tendió y yo lo recibí con ambas manos, todavía en forma de cuenca. Sentí el cosquilleo de sus patas temblorosas caminando sobre mis palmas.

De repente, todo estalló.

Me rodearon en segundos. Todos querían tocarlo. Ver si el color se desvanecería al frotarlo. Pero yo cerré las manos para protegerlo y me abrí paso entre la multitud.

Yo era la niña del pollo verde.

Esa semana sí que fui famosa en el colegio. Si tus papás no se daban cuenta, podías llegar a clases con el pollo infiltrado. Solo tenías que perforar una caja de zapatos con un lápiz sin punta, meterlo dentro y guardarlo en el morral. El truco era caminar como si no llevaras una criatura palpitante y fosforescente entre tus útiles escolares.

Durante las clases, se quedaba quieto en mi regazo. El verde contrastaba con mi jumper azul cielo, como el campo en un día despejado. Si piaba, el curso entero, en una conspiración silenciosa, entraba en una tos colectiva para despistar a la profesora. En los cambios de clases, los niños se turnaban para sostenerlo. Esa semana conseguí meriendas ajenas y excusas para no hacer tareas. Cambié mi manzana y sándwich aplastado por chocoramos y galletas Festival. Me pasaron la tarea de fracciones y hasta me hicieron el mapa con todos los ríos y cordilleras de Colombia.

El recreo fue otra historia. Fui tan generosa que permití que mis amigas lo cuidaran, lo que me garantizó el primer lugar en uno de los cuatro espacios del four square, el juego que decidía la jerarquía del recreo. Cuatro jugadoras ocupábamos un espacio dentro de un cuadrado gigante pintado con tiza en el suelo y nos pasábamos un balón para eliminarnos entre sí, con el objetivo de llegar a mi puesto: el cuadro de la reina. Desde la cima, las veía distraerse, turnándose para sostener al pollo. Mientras tanto, yo lanzaba el balón con la seguridad de quien sabe que tiene su reinado asegurado.

Cuando sonaba la última campana anunciando el fin del día, el pollo volvía a ser solo mío.

Por las tardes, lo llevaba a casa de mi abuela. Me gustaba bañarlo en la fuente de piedra donde unos pájaros esculpidos flotaban sobre el agua. Seguía siendo verde cuando salía de su baño. Me fascinaba sostenerlo entre mis manos, sentir su diminuto corazón latir y ver esa pequeña vida temblorosa explorar las líneas de mi palma.

Era lo más cercano que tenía a la mortalidad.

Intenté enseñarle trucos. Le alineaba semillas en el piso para que me siguiera, pero se quedaba quieto, mirándome con sus pequeños ojos inexpresivos. Lo sostenía sobre mi cabeza, como si mi pelo fuera una pista de despegue. Quería que finalmente se lanzara al aire y descubriera que podía volar.

Nunca lo hizo.

Después de una semana de reinado, los pollos desaparecían. Siempre. Sin importar si eran los mágicos de colores o los simples amarillos.

Nadie sabía qué pasaba con ellos.

Una tarde, encontré que la caja donde dormía mi pollo estaba vacía. Lo busqué debajo de mi cama y entre mis zapatos, en cualquier rincón que pudiera alcanzar. Nada. En mi casa, nadie sabía qué había pasado con él. Presentía que no me decían la verdad, pero no insistí.

La única opción era esperar la próxima fiesta de primera comunión, con su próximo pollo. Han pasado muchos años, pero todavía me pregunto si alguno de ellos llegó a ser gallina.

Si mi pollito verde alguna vez creyó que podía volar. Si lo intentó.

Tal vez, viendo los pájaros de piedra en la fuente, comprendió que su destino también era estar pegado a la tierra.

Hace poco, una de mis sobrinas volvió de una fiesta de cumpleaños con un pollito pío pío amarillo. Sé qué pasó con este, aunque ella lo ignore.

Aprendí tarde que las gallinas realmente no pueden volar. Por su estructura corporal y peso, en comparación con el tamaño de sus alas, no logran mantenerse en el aire. Su vuelo es más bien un salto prolongado.

Y aun así, contra todo pensamiento racional, no puedo evitar imaginar una gallina citadina, con una cresta verde fosforescente, despegar.

Una gallina que pone huevos de todos los colores.

De donde nacerán pollos fluorescentes que no saldrán de ningún sombrero ni terminarán en las manos de una niña con una falda abombada y zapatos de charol.

Me pregunto si algún día miraré hacia el cielo y veré un arcoíris de gallinas mágicas que aprendieron a volar.

Texto editado por Marissa López.


Catalina Sojo

Catalina Sojo (Barranquilla, Colombia, 1992) es literata y, aunque evite hablar del tema, también es abogada titulada en Colombia y Nueva York. Sueña con poder llamarse escritora algún día, pero leer los clásicos a temprana edad le inculcó un respeto casi paralizante por la escritura. De niña, escribía historias con un bolígrafo de tinta invisible, coleccionando relatos que solo salían a la luz con una linterna ultravioleta. Empezó a escribir con tinta visible hace unos años, en su necesidad de encontrar un mundo más vulnerable. Comparte quizás demasiado de su vida en su newsletter La Vida Según Cata. Es amante de la nostalgia, las banalidades y el existencialismo. En otra vida, estuvo en una banda de rock. En esta vida, daría todo por haber conocido a James Baldwin. En todas las vidas, vive con su gato negro, Catsby.

Filed Under: Ficción, Narrativa Tagged With: Catalina Sojo, Colombia, Escritura Creativa en Español, ficcion, MFA, narrativa, New York University, Novela, NYU, Revista Temporales, Temporales

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