Pintura: Ekaterina Popova
Ismael, sé que oías aquellos ruidos que empezaban a salir de la habitación. Yo sé que tú y mamá oían cómo lloraba yo desde que llegué al hospital. Ninguno de los tres procesaba lo que estaba sucediendo. Pero por lo menos ustedes pensaban que se podría hacer algo y extrañaban los días en que yo iba al colegio con alegría, y extrañaban mi cara cuando llegaba al amanecer y así despertábamos limpios y nos saludábamos recordando falsos momentos imaginarios. En secreto, tú y ella googleaban métodos para sobrellevar la ceguera que ahora cargaba. Y nunca hablábamos de eso. Qué gracioso. Las puertas.
Quisiera recordar cómo miran los ojos. O mejor no.
Quisiera recordar la tibieza de observar cosas lejanas. O mejor no.
Quisiera recordar la democracia que tienen los ojos para observar. O mejor no.
Llego todos los días a la noche y preguntó cómo se cierra el día. Porque desde ahora sé que los amaneceres disimulan el tiempo y nos hacen pensar que cada día es igual al anterior. Así que preguntó mentalmente cómo se cierra el día. Y escucho que alguien llama a la puerta. Obviamente no me llaman con palabras, sino con golpes en la puerta. Y eso significa el día se acabó. Eso significa el día se acabó. Para ella eso significa el día se acabó. Y de vez en cuando los toques en la puerta quedan resonando en la habitación y es imposible moverse de la cama donde se acostó porque de ninguna manera puede encontrar el centro de nada. Y luego cualquier sonido desaparece.
Ismael, hermano, sé que oías esos días en que hacía un ruido tan raro que delataba que yo ya no era humana. Y cuando mamá venía a la habitación a limpiar las heridas con calma. Tú preferías no saber qué había pasado conmigo. Pero sabía yo que andabas nervioso. Porque tengo todos los movimientos diseccionados y estudiados. Todos los cuerpos los tengo embarrados de lágrimas y de sonidos.
—¿Estás seguro de que ella no está planeando ponerte una denuncia?
—No, estoy seguro de que ella no es ese tipo de persona. Es mi hermana.
—Pero tú le dejaste ciega.
—Fue un accidente.
—Pero igual le dejaste ciega. Oye ¿puedo verla?
—¿Para qué?
—Porque dicen que tuvieron que sacarle los ojos.
—Es verdad.
—Y que ahora tiene solo dos pasas arrugadas que han formado los párpados.
—Es verdad.
—Entonces déjame entrar a la casa. Di que vengo a dar las condolencias. Después de todo, siempre he sido un buen amigo de la familia.
Mis ojos. Sus ojos. Se estrellaron contra la vastedad infinita del airbag.
Porque su hermano había conseguido su licencia para conducir. Salieron en el carro de su amigo. Se alejaron de la zona del pueblo. Y empezaron a conducir por las vías del tren, hablando de toros pero en tono irónico. A uno de los vecinos le habían puesto los cachos. La niebla iba cayendo. Y cada vez era más espeso todo. Decidieron que ya era tiempo de dar vuelta y regresar. Pero justo encontraron el cartel que anuncia la entrada al Corazón, el volcán. Si pudiesen tocar el pasto seco del parque, quizá sería signo de buena fortuna. Tanto para él, que comenzaba a manejar. Como para ella, que había cumplido 18 años. Así que siguieron conduciendo con el coche hasta el fondo del páramo.
Ismael, sé que oías aquellos ruidos que empezaban a salir de mi habitación. Después de irse mamá tras limpiarme las heridas, yo gritaba y gritaba. Que antes había sido tan callada pero ahora carecía de vergüenza alguna. La primera vez, vino mamá. Con un vaso de plástico. Y te dijo qué pasa, qué pasa. Y me hizo beber agua con valeriana a la fuerza. La segunda vez pasó lo mismo. Pero luego pensaron que era mejor solo dejar que siga el proceso.
Apestaba bastante la verdad. Porque no podía darme un baño por esos días. Apestaba, como a oveja, o perro, o hierba seca, o adoquín, apestaba a cualquier cosa muerta.
Estos días solo bebo agua. El agua ha mejorado desde que estoy ciega.
También he empezado a escuchar cada vez más que las cosas vibran. La primera vez le pregunté a mamá. Pero me dijo que no. Le dije que si afuera de mi cuarto no había moscas. E ingenuamente le confesé que ahora todo me parecía muy fastidioso porque podía oírlo pero no verlo.
Cuando la venda caía de mi cara y empezaba ella a limpiar. Esperaba que entonces también notara que podía escuchar algún ruido que venía de alguna parte. Sin embargo, caía la venda y yo veía la ausencia de luz. Y ella no distinguía su ausencia de silencio.
puede arañar el día la hierba
puede arañar el día la hierba y encontrar puertas
puede arañar el día las paredes la comida seca del esófago
puede arañar el día el germen e imaginar un árbol
puede sentarse el día bajo el árbol y arañar el árbol y sentarse
puede descuartizar el día la rama y arrodillarse y agarrar la luz que brota
puede arañar la luz el día y entonces miro
las flores partirse en sexos malditos
—¿Escuchaste? —le pregunta asustada.
—¿Qué? ¿Qué pasó? —responde su madre.
—Parece que alguien anda pisando nuestro jardín.
—Pero si no tenemos jardín.
—¿Y qué es eso donde hemos enterrado a los animales muertos, donde hemos cosechado comida que luego nos hemos llevado a la boca y donde todo nace y muere a nuestra conveniencia?
—Cualquier cosa menos un jardín. Un cementerio. Un sembrío. Una ciudad.
—Tienes razón. Tienes razón. Nunca tuvimos un jardín
Estoy ciega. Con mi mamá y mi hermano Ismael. En una casa con sembrío en Aloasí. No me es posible ver las flores palpitantes del sembrío. No me es posible ver a esta hora las hojas temblando como péndulos inflados. No es posible ver ni siquiera el borde de las paredes. La casa nuestra, está construida con adobe, y tiene varias fisuras que necesitan revisión urgente. Las columnas de madera. El techo de zinc. Está mojado porque justo llueve al mismo tiempo en que los ojos y los labios empiezan a llorar.
A veces, mamá viene a dormir.
Pero solo ella se duerme. Y yo finjo que lo hago. Pero en verdad me quedo haciendo esos ruidos. Mientras su respiración se mece y acopla a la carne que le mima. Yo me pongo a imaginar con la boca todo lo que hay afuera. En algún momento he conseguido que ya no me escuchen. Y sigo imaginando con la boca cuerpos y manos infinitos, árboles que nadie puede robar y caminos que dan círculos.
Sigo imaginando con la boca el mundo que solo podría tener yo. Y cuando me empiezo a imaginar a mí misma, también el mundo me imagino. Los grillos empiezan a zumbar mi parte del mundo. Yo voy regurgitándoles su existencia frágil. Ellos van respondiéndome con mi misma fragilidad.
Y una parte de esto, te cae a ti, desgraciadamente, Ismael.
—¿Por qué no viene a verme mi hermano?
—Por favor no preguntes eso, mijita.
—¿Por qué no viene?
—Por favor no preguntes eso.
—Es que yo quiero que venga.
—Vive en tu corazón. Vive en tu memoria. Al igual que nuestro Diosito. Ahora está sentado a su lado. Y te tiene agarrada la mano. Honra su muerte viviendo.
Y vuelve a sonar el zumbido.
Los grillitos, pienso.
Solo que ahora estoy cansada. Y empiezo a sentir que mi boca no debería abrirse tanto. Y aparte hace frío. El frío es una luna enorme. Y yo no abriré la boca cuando hay dos lunas desnudas atorándose en medio de mi garganta como una manzana.
Cuando íbamos, con el carro de tu amigo, rumbo a tocar el césped de las faldas del Corazón. Alguien pasó de repente. Fue tan rápido que no tuve tiempo para distinguir quién era aquel que a esta hora también andaba rondando las calles. Y tampoco tuviste tiempo de reaccionar. Y giramos. Y fue por aquello que chocamos contra el poste. Y fue por aquello que chocaron contra el poste ¿O no?
Empiezo a caminar. Desde mi cuarto a la cocina, en busca de un vaso de agua. Ahora sé que también se puede oler la noche. Se puede distinguir cuando las piedras se ponen frías y pierden su sabor caliente. Se puede distinguir cuando los gatos andan completamente en celo y no hay gente o perros que vayan entrometiéndose en la carrera repentina hacia quien desean. Se pueden oler las puertas cerradas. Y se puede oler la luz cuando es eléctrica. Se puede oler el agua cuando no ha sido tocada por el sol. Y se puede oler el plástico cuando reposa vacío. Y nadie lo inventa. Y se sostiene a sí mismo. Y sobre todo, se puede sentir la melancolía unánime de las cosas por el agua.
Y regresando, de la cocina a mi cuarto, tras haber bebido agua, la sensación es diferente.
No. No. No. No. No. No. No. No. No. No. No. No. No. No. No. No. No. No. No. No. No. No. No. No. No. No. No. No. No. No.
Porque de repente he partido de este mundo y han venido miles de caballos retumbando la tierra y ese ha sido el llamado para que empezara a caminar por la noche fuera de la casa.
Mamá empezó a notar que por las noches voy a tomar agua. Y ha empezado a despertarse si oye que mi puerta se abre. Y me sigue hasta el lugar. Siente ella que yo no me doy cuenta. Pues realiza todo esto sin hacer mucha bulla. Así que le sigo el juego.
El éxodo es una verdad ajena, un accidente perpetuo y una claridad innegable.
Ismael, ahora oigo cómo llora mamá. Pues he escapado. Y ella ha avisado a todo el pueblo. Los hacendados han movilizado a sus peones para que se organicen en grupo y revisen cada lado de las calles. Y poco a poco van dejando ningún lugar sin investigar. Sin embargo, no es como que haya tanta amabilidad en este pueblo chico. Es el miedo. Tienen miedo de que alguien los acuse de que me han secuestrado. Y mamá ya no tiene nada que perder. Y ahora dicen que va a matar a alguien.
Y yo he conseguido ver. He tenido que bajar hasta el río, siguiendo la vibración del mundo y he abierto los ojos.
Y hay flores, Ismael.
Y hay rostros conocidos y amigos y comemos todo lo que podemos encontrar.
Tienen ojos las flores de este jardín. Y como si supieran hablar, callan.
Sebas V. (Quito, 2000). Es licenciado en Artes Liberales en la Universidad San Francisco de Quito. Ahora mismo es estudiante del MFA en Escritura Creativa en Español en NYU, donde trabaja en un libro de cuentos.