Foto: Daniela Duque Rincón
Jamás se me ha muerto una persona querida. Tengo abuelos, que es en lo primero que uno piensa cuando habla de gente cercana que se le va a morir, pero o me son indiferentes o activamente siento desagrado por ellos. No estoy muy lejano ni por encima de querer que se mueran. La muerte es algo extraño en mi vida, porque jamás la ha alcanzado demasiado. Se me murió un compañero en el colegio, pero no éramos amigos. Se me han muerto tíos e incluso un primo pocos años mayor que yo, pero tampoco lo sentí mucho. No es por ser edgy o algo, de hecho me da un poco de vergüenza que sea así.
Al hablar de muertos pienso antes que todos ellos en un compañero de trabajo de mi madre y en el esposo de mi profesora de piano, pero no porque fueran especialmente cercanos, sino por lo que contienen sus muertes. El colega aquel, para solo hablar de uno, estuvo años intentando tener un hijo con su pareja; hasta decía que era su manera de ganarle a la vida, porque podría ser lo que su padre no fue para él. Logró por fin tener una hija y poco después le dio el cáncer. Dos tipos geniales, los dos; aunque no los conocí tanto como para sentir sus muertes más allá de eso.
Cuando hablo de mi familia me refiero exclusivamente a mi madre y mi hermana, aún si vivo con más gente. Temo el día que se me muera una de ellas, porque sé que todo el sufrimiento que me he ahorrado hasta ahora se me va a cobrar de golpe.
Solo he tenido una oportunidad de ensayar para aquello: cuando mataron a mi perro. Lo tuve solo cuatro años, pero me llegó en buen momento. Antes de él jamás tuve mascota, alguno de los abuelos con los que viví tuvo un perro, ese también se murió y no lo sentí.
El día que mataron a mi perro yo regresaba de la academia donde me preparaba para entrar a la universidad, entré a la casa, me crucé a mi abuela (mi abuelo ya se había muerto) y me fui para mi cuarto. Cuarenta minutos después, cuando bajé a hacerme el almuerzo, mi abuela me dijo que el perro estaba con mi hermana en el veterinario; yo había asumido que lo había sacado a pasear. Cuando llegué a buscarlos, mi perro ya no estaba vivo, le habían dado veneno cuando estaba en el patio. Parte de todas las razones por las que no quiero a mi abuela es, primero, que ella lo dejaba salir pese a que todos en mi familia le pedíamos que no lo hiciera. Solo le daba demasiada flojera cerrar la puerta cuando salía de la casa. Mi perro ladraba mucho y eso molestaba a los vecinos; por eso y así lo mataron. Segundo, también está la posibilidad de que el veneno se lo haya dado ella directamente; ya he dejado de mencionarlo para no pelearme con mi madre, que siento que también lo sospecha.
Le pedí a la doctora que le sacara uno de los colmillos, para quedármelo de recuerdo; en el momento me pareció bonito hacerlo. Tal vez le faltó fuerza, o sacarle los dientes a los perros es más difícil de lo que parece, o requiere más voluntad; el asunto es que no funcionó. Le rompió la punta al diente, me entregó el pedazo y ahí nos rendimos. Enterré al perro en el jardín de la casa.
Debí haberle insistido. Que le rompiera otros dientes siquiera. Es de las cosas que es imposible que se le pasen por la cabeza a uno en el momento, pero diecisiete años después aquí estoy dándole vueltas cada vez que salgo al REZiN. También, mientras me va quedando menos del diente, me va dando la paranoia de que la máquina está usando cada vez más de él, puede que porque el material que le pongo es de tan mala calidad. En fin, coloco el diente en la bandeja y le pido expresamente al REZiN que tome la muestra de la base, no de la punta, que estoy intentando conservar la apariencia del diente lo más posible. A veces hace caso, otras no. De ahí el diente pasa para adentro y se pierde unos minutos, lo que dura la toma. Como las tarjetas en el cajero automático, me lo devuelven antes que aquello por lo que he venido para que no me lo olvide.
Lo que hago usualmente es llevarme a mi perro al parque. Para eso uso el REZiN que está por el Pentagonito, no el que tengo cerca; no le cuento a nadie en mi casa. Cuando mi perro estaba, jamás lo traía tan lejos. Pago siempre por dos horas, porque de ahí el precio se dispara exponencial, cinco horas sería la mitad de mi sueldo. Para gente se suele pedir el que dura seis días, felizmente no tengo a quién traer por tanto tiempo. Ya para estas alturas eso de los millonarios que hacen clonar a sus mascotas no es algo excéntrico, de hecho se dice que es hasta lo más ético. Pero para los que no tenemos tanta plata ir de a pocos es lo que nos queda. Ni se siente el silicón, tal vez porque ahora en lugar de ser como globos están haciéndoles hasta los huesos y los músculos; todo recreado en el mismo material pero en verdad ya ni hay diferencia con lo real. También de eso ha servido que estén tomando muestras. Le he dicho a mi hermana que, si me muero antes que mi mamá, me haga sacar al menos un dedo y lo ponga en conserva, porque sé que va a terminar queriéndome mandar al REZiN. Si mi mamá fallece antes que yo, que no me toquen un pelo y que me cremen de frente.
El resto del cuerpo de mi perrito, tantos años bajo el jardín, ya no sirve para mandarlo a la máquina, ni me he molestado en buscarlo.
Estamos ahí las dos horas, cuatrocientos soles me sale; y por tener que andar de a poquitos ya creo que se ha ido la mitad del diente. Paseamos, me compro un helado y le invito, porque igual no importa, no le va a hacer mal; no habrá tiempo para eso. Se pone a correr en círculos, eso fue siempre todo lo que hacía, incluso cuando se nos escapaba a la calle. Es lo mismo que en 2010, pero el perro no se da cuenta de que yo ya estoy más viejo, más gordo. Él es el mismo perro que se murió joven; yo estoy sufriendo porque la frente ya se me empezó a arrugar y no importa qué me ponga, ni puedo detenerlo ni puedo repararlo.
Son cinco minutos lo que demora el degrado cuando el tiempo se acaba. No sé cómo es con la gente, pero mi perro se empieza a adormilar, y ya finalmente se acurruca y empieza a irse. Los cinco minutos están en verdad incluidos dentro de las dos horas, pero no me gusta pensar mucho en lo financiero de eso. Supongo que si compras más tiempo se siente menos esa parte.
Usualmente espero a que termine, me siento a su costado y lo acaricio excepto cuando la piel empieza a desaparecer primero o si comienza a irse desde adentro y ya pasarle la mano hace que su estructura colapse. Espero también, usualmente, que se consuma por completo y si queda silicon en el pasto voy por una bolsa para recogerlo; no vaya a ser que un perro de verdad se lo coma. Si está en los genes, le han editado el sentido de desesperación ante la propia muerte, se va con una paz que es de envidiar.
Por lo general para mí el día termina ahí, aún si he salido temprano al REZiN. No me dan ganas de hacer mucho luego de eso. Es así pese a que después de tantas veces ya no es particularmente triste cada despedida. Todavía me queda un poco de diente, habrá más oportunidades. Espero que todo esto me esté temperando un poco para después pero, con todo y la calma, no me queda la energía para hacer algo después que no sea ver películas o ponerme a jugar en la computadora ya hasta la hora que me da sueño.
Mi madre ha pedido que jamás la llevemos al REZiN, por una cosa de cristianos. Mi hermana es menor y seguramente me sobreviva. El único que va más o menos seguido a la máquina en mi familia soy yo.
Aaron Nuñez del Prado (1993) está demasiado ocupado por su trabajo 9 a 6 de detective como para escribir.