Hay un cuadro de Klee que se llama Angelus Novus. En él se representa a un ángel que parece como si estuviese a punto de alejarse de algo que le tiene pasmado. (…) Bien quisiera él detenerse, despertar a los muertos y recomponer lo despedazado. Pero desde el paraíso sopla un huracán que se ha enredado en sus alas y que es tan fuerte que el ángel ya no puede cerrarlas. Este huracán le empuja irreteniblemente hacia el futuro, al cual da la espalda, mientras que los montones de ruinas crecen ante él hasta el cielo. Ese huracán es lo que nosotros llamamos progreso.
Walter BENJAMIN. Tesis IX en Tesis sobre la filosofía de la historia
Hace un par de años, transcribí una entrevista de unas artistas bolivianas que habían hecho una instalación en el Centro de la Cultura Plurinacional de Santa Cruz de la Sierra. Esa institución está en el centro de la ciudad, donde antiguamente eran las oficinas del Banco Central de Bolivia. Por eso, en las entrañas del edificio hay una bóveda que pertenecía al banco. Es una habitación cúbica de alrededor de cinco por cinco por cinco metros.
El Centro había lanzado una convocatoria que buscaba generar una intervención en la bóveda. Ésta sería documentada para poder atender al proceso de creación artístico. María Riveros y Liliana Zapata presentaron “Flor de zapallo”.
Su propuesta consistió en intervenir el espacio creando condiciones artificiales para plantar y hacer crecer una semilla de zapallo. “Flor de zapallo” proponía utilizar sonidos y luz solar rescatada a través de un sistema de espejos que hiciera entrar la luz desde el exterior a ese espacio cerrado, para así aproximarse a las condiciones ambientales en las que tan fácilmente crecen las semillas.
Visité la instalación unos días antes de escuchar la entrevista. La bóveda tenía una gruesa capa de tierra negra en el piso y luces, espejos y parlantes colgados y apoyados en las paredes. Había un olor a humedad que se debatía entre pertenecer a la tierra que era regada regularmente o a las gruesas paredes de esa parte escondida del edificio.
En la grabación, hecha en las primeras semanas en que la obra fue presentada, conversaban tres voces: las de Liliana, María y uno de los gestores de proyectos del Centro. Se oían con eco intercaladas por segundos de espeso silencio; estaban dentro de la bóveda. El gestor les preguntó: “Algunas personas estaban ilusionadas con que creciera un zapallo en la bóveda, pero creo que para ustedes no es tan importante, ¿o sí lo es? ¿El artista tiene que saber hacer crecer las cosas? ¿O es suficiente con que contenga la idea?”.
Liliana respondió: “Cuando empezamos este proyecto con María íbamos viendo las posibilidades de meter el sol a la bóveda para que sea posible que llegue a florecer el zapallo. En todo ese proceso yo creo que para nosotros era ya real, lo veíamos, lo vivíamos, y ya dejó de importar que todo eso ocurra o funcione en la bóveda. Ya estaba funcionando, y decíamos ‘¿Y esto para quién es? ¿Es para la gente?’. Al final toda la obra es para la flor”.
Después de una pausa en la cual, imagino, todos están mirando al lugar en donde estaba la demacrada ramita que había surgido de la semilla hasta el momento, María, con una voz muy suave, como de una niña explicando cómo rompió algo sin saber que romper algo puede ser malo, dijo algo que me parece de una importancia feroz: “Esa palabra es muy triste ¿no? ‘Función’. ‘¿Funciona o no funciona?’. ¿Cómo se puede medir si algo funciona o no? Y aparte, ¿hemos venido a funcionar?”.
Pienso en eso todos los días.
*
Hace un par de semanas en el tercer piso del Downtown Community Center vi un montón de películas documentales, una tras otra a modo de prueba de resistencia de mi musculatura intelectual, emocional y óptica en el Festival Impugning Impunity, de la Fundación ALBA. El festival, que ya va en su séptimo año de realización en Nueva York, tiene como eje central el tema Derechos Humanos. El motto del evento es: Expose, Resist, Transform.
ALBA abre la convocatoria anualmente a cineastas de todo el mundo. Para esta versión recibió más de 100 propuestas de 35 países –España, Estados Unidos, Alemania, Australia, Turquía, Guatemala, Ecuador, Afganistán, Irán y Puerto Rico, por nombrar algunos–. Esta data de tono periodístico sobre la positiva respuesta a la convocatoria no tiene la intención de dar a entender el éxito o la importancia del festival, sino lo siguiente: al organizar y categorizar las películas escogidas, disponemos de elocuentes pistas sobre cuáles son las preocupaciones sociales suspendidas en el ambiente. En el conjunto de documentales, la mezcla química entre arte y periodismo resulta en la precipitación de ideas contemporáneas sobre justicia, bienestar y, en el horizonte, la felicidad del ser humano en nuestra era.
Las categorías tomaron estos nombres: Memoria histórica (dos largometrajes), Mujeres antifascistas (un largometraje), La última colonia de Estados Unidos (un corto y un largometraje), Derechos y ambiente indígenas (tres cortos y un largometraje), Pobreza sistémica (tres cortos y un largometraje), Migración, deportación y exilio (cinco cortos y un largometraje), La crisis de la guerra (un corto y un largometraje) y Memoria en el cuerpo (un corto y un largometraje).
A medida que pasaban las categorías y las horas del festival, iba alimentándome de información de sucesos históricos en proceso y otros en teoría finalizados –así se pone en los archivos, en los libros de historia; alguien lo ha dicho, por ejemplo: “La Guerra Civil española comenzó en 1936 y terminó en 1939”– mientras pensaba que nada ha acabado en realidad. Es una prepotencia dar por finalizado algo cuando el tiempo no deja de correr y los efectos de los hechos continúan manifestándose; una piedra lanzada a un quieto lago genera ondas. El pasado, el presente y el futuro son, en una forma, simultáneos porque la dinámica entre ellos no cesa.
En el programa Migración, deportación y exilio vemos a personas que tratan o han tratado de escapar de alguna fuerza que los está lastimando –una guerra física, un aplastamiento económico, una idea de bienestar imposible de materializar en el lugar en que el universo los hizo nacer– y que es mucho más grande que ellos, que su generación y que las que les antecedieron.
También hablan del impacto de esas fuerzas los documentales del programa Memoria histórica, dedicados a visibilizar las secuelas que dejó el franquismo en España: en Escoréu, 24 de diciembre de 1937 (67 min., España, 2017) vemos a un hombre localizar y exhumar los restos de su padre en la fosa clandestina en que lo enterraron al asesinarlo en esa época convulsa.
En Milicianas (50 min., España, 2018) y El silencio de 0tros (95 min., España 2018) somos testigos de la búsqueda por nombrar las cosas: en la primera, de identificar a cinco mujeres asesinadas en el primer año de la Guerra Civil cuando recién se organizaba la república para hacerle frente al fascismo; y en la segunda, de reconocer al franquismo como el crimen que fue. La Ley de Amnistía de 1977 –que decidió que el daño causado por ambos frentes había sido equiparable porque “tanto nacionalistas como republicanos” habían vulnerado derechos humanos– liberó de juicio a torturadores y asesinos que hoy viven como ciudadanos comunes en medio de sobrevivientes o hijos de las víctimas de su sanguinolencia. En El silencio de otros, vemos la lucha por enjuiciar desde Argentina a tales criminales a través del recurso jurídico de la Corte Internacional de Justicia, que permite sentenciar desde fuera del país.
En el programa Derechos y ambiente indígenas, vemos la resistencia de poblaciones que han sido desplazadas no solo físicamente de sus territorios sino, como consecuencia de la fuerza autoritaria del que llega, de sus cosmovisiones. En Guy Hircefild: a Guy with a camera (12 min., Israel, 2018) conocemos la historia de un israelí que, después de haber sido parte del ejército de su país, ahora resiste la ocupación de Israel en Palestina registrando en vídeo los hechos de abuso en las fronteras. En American Arithmetic (6 min., Estados Unidos, 2017), con la representación audiovisual de una poesía de Natalie Diaz, nos enteramos de estadísticas que se convierten en signos: la población nativa en EE.UU. desaparece con más rapidez de la que puede enfrentar.
En The Panguna Syndrome (52 min., Francia, 2017), el único largometraje en su género, se nos presenta la historia de una población nativa que ha visto las heridas abiertas por la promesa de la industrialización. Panguna es una mina de cobre que queda en la isla de Bougainville, en Papúa Nueva Guinea. Fue descubierta a mediados del siglo XX y comenzó a ser explotada en los años sesenta por una industria extractora australiana. Esto generó la inmigración de trabajadores de territorios próximos –como el otro lado de Papúa Nueva Guinea y otras islas de Oceanía– y se generó así un choque cultural que fue creciendo hasta producir conflictos. Hubo sobre todo roce entre los nativos –que se identifican como negros– y los llegados –a los que los locales se referían como pieles rojas–.
Los conflictos derivaron en una guerra civil que duró prácticamente diez años, de 1988 a 1998. La industria minera tuvo que dejar sus actividades, y los habitantes de Bougainville aún siguen recuperándose y resistiendo para que todo eso no vuelva a suceder. Hay posibilidades de que la mina vuelva a ser abierta para Australia, pero eso se decidirá en una consulta general a la población en algún momento del próximo año.
En la película escuchamos a una mujer explicar a un grupo de hombres y adolescentes qué significaría pactar con los australianos de nuevo: les explica que si no acatan su idea de propiedad y explotación de tierras los locales tendrán que pagar altas multas –de decenas de miles de dólares– e ir a la cárcel. La misma mujer, en otro momento, cuenta que la amenaza de la cárcel es incomprensible. Los Bougainvillenses no tienen cárceles; ellos creen en la compensación: cuando una persona ofende o perjudica a otra en la comunidad, es su deber compensarle a ella o a la familia. Con alimento, trabajo o lo que sea necesario. El compromiso de reposición de aquello que se ha dañado es suficiente.
En el mismo documental se nos presenta a un hombre recorriendo una zona árida –una extrañeza entre toda la vegetación y humedad que se muestra en el resto de la isla a partir del principio de la película– desde la que se ven los socavones que ha dejado la minería de décadas pasadas. El hombre dice: “La tierra es, sin nosotros; no nos necesita. Nosotros no podemos ser sin la tierra. La hemos lastimado”. Otro hombre, de pie entre arbustos aún cortos que serán los árboles que ha plantado en una zona deforestada, dice: “Tenemos que compensar a la tierra todo lo que le han hecho”.
En imágenes de archivo –hechas, sospecho, por la empresa minera– se muestran las grandes máquinas extractoras, los campamentos para las familias blancas que se instalaron en esa venturosa época, y una serie de símbolos de bienestar material. Más adelante, el documental da a entender que los nativos quieren restaurar y conservar su forma de vida anterior al advenimiento del progreso que pasó sobre ellos.
En el programa Pobreza sistémica, el corto Acting erratically (15 min., Estados Unidos, 2018) usa ejemplos de fenómenos físicos –estática, ondas, vacío– para ejemplificar estéticamente la relación que las mujeres establecen con el sistema que las violenta mentalmente, bombardeándolas con contradictorias expectativas que, de no ser cumplidas, resultan en descalificación de sus facultades. Como cuando la histeria todavía se usaba como diagnóstico de enfermedad en mujeres que no mantenían la calma.
El progreso necesita obediencia.
Al progreso le urge mover todo hacia un adelante pactado, indicando a todos en qué dirección mirar. “Ese es el futuro”, dice con el brazo extendido, tenso, rígido. Lo dice, además, dando por sentado que el presente es inherentemente peor que cualquier destino.
La fuerza del viento del progreso bajo las alas del Angelus Novus de Klee del que habla Benjamin en el epígrafe, mueve a los actores de esas guerras, esas invasiones, esas estructuras que pretenden hacer a otros funcionar de cierta forma. Esos “otros” que estaban plácidamente a gusto con sus dinámicas y sus íntimas ontologías, hasta que alguien vino a espabilarlos y empujarlos para que caminen.
*
María Riveros, hacia el final de la entrevista, continuó explorando su duda: “Esta mañana se hablaba del post humanismo de Sloterdijk y cuando lo leo yo siento una post poesía, que siento que no es condicionada al mundo. Como has dicho ‘a partir de esta semilla va a salir el zapallo’… Habría que volver a la nostalgia de la ignorancia: no saber tanto y poner esa semilla de zapallo y que salga un universo, que salga un elefante, un día rosado, que salgan cosas que no estén condicionadas”.
Después de la entrevista la grabación continúa y se oye a las artistas dando indicaciones técnicas sobre la instalación:
María: Si alguien puede regarla…
Liliana: Necesitamos que alguien la riegue una vez a la semana.
María: Y que alguien le hable [ríe].
Liliana: Están las cajas de las lámparas, las cajas de los parlantes. Estamos dejando eso: un amplificador, una USB, los parlantes, la lámpara…
Encargado del Centro: ¿Qué más tenemos que cuidar? ¿Qué estaría mal que pasase?
María y Liliana: Que se muera.
María: ¡Que nazca un zapallo!