Víctor M. Campos
Ilustración por Jaque Jours
Al principio fue la comezón.
El brazo derecho le empezó a picar y se rascó hasta que se le puso rojo. Una constelación de siete u ocho granitos paliduchos que mejor dejó en paz antes de que se le hiciera tarde. Se puso saliva, de nuevo se abotonó el puño de la camisa y siguió su camino rumbo a la chamba. Se olvidó de la cuestión pero a la mañana siguiente la comezón volvió. ¿Por qué le pasaban cosas como esas?
Hasta hace poco él seguía sintiéndose bien e, incluso, saludable. Ahora con cualquier cosa su cuerpo reclamaba. Más de cinco tragos en la fiesta y, al día siguiente, se empezaba a morir de la cruda; unos cuántos escalones de más y enseguida se sofocaba; una buena cena y luego había que dormir medio sentado por el reflujo. ¿Desde cuándo las cosas se habían vuelto así? No lo sabía. ¿Se estaría volviendo menopáusico como decía el Gil entre risas? No. Eso no. Eso llegaba a los sesenta o setenta. Más tarde se lo preguntaría a San Google. Hoy apenas se exponía al sol y le salían esos granitos. Su piel morena resultaba ser más propensa a los efectos de los rayos UV y eso le pareció una jalada. No sólo había tenido que llevar a cuestas su morenez toda la vida, ahora resultaba que ser moreno no le garantizaba tener mayor resistencia al sol. Ah, pero que no se tratara de negarle un ascenso porque ahí sí que el color de su piel rifaba como ninguno. ¡Qué jalada!
Los fines de semana sacaba a su perro y daban paseos largos siguiendo la vía del tren. Juntos se iban más allá de los confines de la ciudad y volvían antes que la noche cayera, cansados y asoleados, anhelando llegar a la casa para comer pizza y beber cerveza frente a la televisión. Él aprovechaba esos paseos para tomar fotos y subir alguna de vez en cuando a su Instagram.
Al Gil lo conoció en el trabajo. Llegaron el mismo día para cubrir aquellas vacantes en el piso de ventas. Pronto Gil tomó la delantera. Un chico espigado y sonriente como él, blanquito lechoso y más joven, resultó ser el primero en ascender. Sus números eran los mismos, pero el Gil había demostrado tener don de gente. Eso dijo el jefe frente a todo el piso de ventas cuando justificó su ascenso.
¿A partir de los cuarenta? San Google debía estar mal. Según él, faltaba mucho para empezar con esas cosas. Como sin querer se lo preguntó a la señora de la enfermería. Un día que compartieron mesa a la hora de la comida, y ella se lo confirmó. ¿Qué? ¿Tienes algún problema? No, qué va. Lo que pasa es que, acá entre nos, a Gil, el supervisor, le han empezado a pasar cosas. Qué cosas, quiso saber la otra. Eh, cosas, señora Betty; cosas de hombres, dijo y le guiñó un ojo. Se rieron. Él, de dientes para afuera.
¿Sería que por eso desde muy chico empezó a tener erecciones? ¿Desde muy chico porque pronto, cuando menos se lo esperara, todo se acabaría? Qué pena que él haya desperdiciado sus mejores años viendo películas viejas y leyendo manuales de fotografía. Unas cuantas experiencias más bien decepcionantes eran todo su historial, uno que solía inflar cuando Gil le preguntaba con cuántas había estado. No, no sé. ¿Diez? ¿Veinte? No sé. Hace mucho que perdí la cuenta. Gil se reía. Con él o de él. Eso nunca lo tuvo claro.
A la mañana siguiente eran los mismos siete u ocho granitos, pero se le pusieron más oscuros y lisos, como una quemadura. Apenas él la tocó con la punta del dedo y le ardió de a deveras. Por la tarde salió del trabajo y fue al súper a comprar crema corporal y bloqueador. Su piel empezaba a estar reseca y ceniza. ¿Cuándo le había pasado eso a él que toda la vida tuvo exceso de grasa? Ahora resulta que mi piel está reseca. ¡Qué jalada es esa!
Recorrió los pasillos buscando una crema ligera y, si se podía, aclarante. Luego de leer muchas etiquetas se decidió por la más barata. El bloqueador lo dejaría para después porque a mitad de quincena no había forma de pagar esos precios. Volvió a casa más tarde de lo acostumbrado y encontró una caca en el tapete de la sala. ¡Pinche perro!
La quemadura dobló su tamaño. Él no hizo mucho caso porque a final de cuentas no le daba comezón y ya no ardía. Tal vez la crema había funcionado y cuando menos se diera cuenta esa mancha sería cosa del pasado. Se abotonó la camisa, se lavó los dientes, alguna advertencia le lanzó al perro y salió para el trabajo.
El fin de semana no hubo paseo. El Gil insistió y juntos fueron a una fiesta con los del trabajo. No quiso beber más de tres vasos de ginebra. El agua quina, además, estaba especialmente amarga esa noche. Más bien se quedó sentado en un rincón viendo cómo bailaban los demás. Doña Betty y Gil se sincronizaban muy bien en la pista. Sus movimientos tenían gracia y los giros eran casi espectaculares. Reían y de cuando en cuando se decían cosas al oído. Cuando doña Betty quedaba de espaldas a él, Gil lo miraba desde la pista de baile y le sonreía. Qué bonita sonrisa, pensó él. No era de sorprender que doña Betty, y todas, suspiraran por el nuevo supervisor. Él también suspiró. Luego, hizo a un lado el vaso de ginebra y se fue de la fiesta sin que nadie notara su ausencia.
El brazo derecho ya estaba todo de ese color marrón, pero no importaba. Si no picaba y no daba comezón, no había de qué preocuparse. Además, con la camisa de manga larga nadie se daría cuenta. Aun con manga corta, puede que nadie se diera cuenta de que algo en él estaba cambiando.
Antes de salir al trabajo se tomó una taza de descafeinado y vio las fotos que Gil había subido a su Instagram: en ninguna estaba él. Gil y doña Betty en la pista de baile, Gil y la de Recursos Humanos, Gil y la de las copias; Gil y su gran sonrisa. Él se rascó el brazo izquierdo por encima de la camisa, se acabó el descafeinado y salió. Al volver por la tarde se dio cuenta de que no traía las llaves. ¿Dónde las habría dejado? ¡Maldita sea! Lo que había apartado para el bloqueador lo tuvo que gastar en el cerrajero. Sus llaves, junto a la taza vacía, dormitaban sobre la mesa del comedor. ¡Pinches llaves!
Cuando sus dos brazos y un pie agarraron esa nueva coloración, él, indiferente, lo atribuyó a la andropausia. San Google decía que vendrían cambios de todo tipo así que él no hizo mayor caso a la mancha que avanzaba por su piel. Además, ¿hace cuánto que nadie lo veía desnudo? Es más: ¿hace cuanto que él no veía desnudo a nadie más? ¡Qué más da! Sin saber por qué, Gil vino a su cabeza: tan joven y espigado, tan blanquito que era, no tenía esos problemas. Y no parecía que los fuera a tener nunca. Sintió el flojo palpitar de una erección así que se apresuró a abrir la llave del agua fría y a bañarse a toda prisa. Por estar pensando tonterías ya se le había hecho tarde.
Al volver de la chamba encontró a su perro muerto sobre el tapete. Junto a él yacían las tres botellas de crema que había comprado de oferta. Demonios. ¡No! Le dieron ganas de llorar, pero no se lo permitió. Metió a su perro y las botellas mordisqueadas en una bolsa grande de basura y se deshizo de todo. Quiso llamar a Gil, pero de qué serviría eso. Mejor se aflojó la corbata y salió en busca de un bar. En la barra bebió y bebió hasta que terminó enfrascado en una pelea. Vagamente recuerda al hombre de al lado con el que empezó a platicar. No sabe si fue él quien le agarró la mano al otro o el otro quien se le agarró a él, pero las cosas acabaron mal. Le dolía todo y descubrió la mancha brotando en su rostro moreno. La mancha o quizá sólo era un moretón. ¡Qué más da! Decidió faltar al trabajo. Su primera vez en mucho tiempo. Tal vez ni lo notaran. Fue por pizza y por sueros para la cruda. Se encerró a ver películas viejas todo el día. Afuera llovía y él se sintió mejor ahí dentro, lejos de todo, como si no existiera para los demás.
Nadie le habló en todo el día ni los días siguientes. La mancha avanzó hasta conquistar toda su piel. Luego, del marrón pasó al negro y terminó por comérselo entero. La última vez que se vio al espejo no reaccionó frente a tal transformación. Lo que hizo fue suspirar. Sin saber bien por qué, pensó en Gil. Luego, al apagar la luz, se disolvió en la oscuridad.
Víctor M. Campos (Ciudad de México · 1976) se formó en el Taller Levreriano de Escritura Creativa, dirigido por Carmen Simón. Es licenciado en Docencia del Arte. Forma parte del Colectivo Punto Ciego que desarrolla proyectos de intervención e investigación desde el espectro de la discapacidad visual. Además, es cuentista publicado por el Fondo Editorial de Querétaro y por distintas revistas y plataformas de Argentina, Perú, Chile, Ecuador, Bolivia, Colombia, México, Estados Unidos y España.