<<¿Cuántos proyectos creativos se ponen en marcha no a pesar de, sino gracias al estado maníaco de alguien?>>
Darian Leader
Un día le dije a un amigo: “Nietzsche es increíble” y contestó: “Así es, lástima que se haya vuelto loco al final de su vida”. La respuesta me desconcertó, porque para mí, la locura de una persona no demerita su trabajo; incluso creo que algunas personas no son brillantes a pesar de sus debilidades u obstáculos, sino precisamente gracias a ellos. Ciertas ideas disruptivas suelen venir de personas que no son consideradas “normales”, que no son como la mayoría. En el caso de los enfermos mentales, la diferencia en sus estructuras de pensamiento les puede permitir ver la vida desde ángulos que los llamados sanos a veces no perciben.
En mi caso, siendo una mujer con síntomas de trastorno bipolar desde muy pequeña, estoy convencida de que es indispensable nunca dejar de lado el saber de los enfermos mentales acerca de su propia enfermedad, dando siempre importancia a la experiencia subjetiva. En este texto, he utilizado de forma intercambiable las palabras loco y enfermo mental ―siguiendo a Butler en su ensayo sobre vulnerabilidad lingüística―, para reapropiarme una palabra que históricamente ha sido utilizada para excluirnos, para marcar nuestros cuerpos y, por ende, nuestras vidas como abyectas. Pero de la que me siento cada vez más orgullosa, porque me pone en la misma bolsa que Virginia Woolf y Sylvia Plath, aunque no pretendo tener su talento.
Con respecto a la capacidad de los enfermos mentales para ver la vida desde ángulos distintos, Lacan documenta el caso de una paciente llamada Marguerite, quien escribía, y cuya calidad escritural se fue mermando a medida que mejoraba su estado de salud mental.
Desde mi punto de vista, ello sugiere que, en este caso, talento y enfermedad estaban relacionados. Otro ejemplo es el que ofrece el neurólogo Dajue Wang, quien tenía la teoría de que una esquirla metálica, resto de una bomba, se albergaba en el cerebro de Shostakóvich produciéndole alucinaciones musicales que él aprovechaba para componer. En las primeras páginas del ensayo de Derian Leader, Estrictamente bipolar, se lee el caso de un hombre cuyo discurso, aparentemente errático, pasaba de un tema a otro sin ningún sentido. Pero, lo que en verdad ocurría, era que el hombre hacía juegos de palabras cuando estas eran similares en pronunciación o sonido, como pain y pane o eye y lie. No puedo evitar relacionar esta anécdota con la poesía y la capacidad de jugar con el lenguaje de esa manera.
Por otro lado, y en contraste con los datos del párrafo anterior, sostengo que es importante evitar romantizar la enfermedad mental, así como la figura del artista loco y del científico loco. Susan Sontag menciona que Cioran soñaba con contraer sífilis para tener algunos años de prolífica escritura y después morir. Susan Sontag agrega que, “No es la tuberculosis sino la locura la que carga hoy el mito secular de autotrascendencia. El punto de vista romántico es que la enfermedad exacerba la conciencia.” Por otro lado, se habla de un sobrediagnóstico en las enfermedades mentales. Derian Leader documenta que 25% de los norteamericanos están diagnosticados con trastorno bipolar y que se ha vuelto una especie de moda, pues se hace hincapié en lo productivas que son las manías propias de la enfermedad. Byung-Chul Han apunta que ciertas enfermedades mentales, como el TDAH, el TLP y el SDO son propias de lo que él llama “la sociedad del rendimiento.” Tal como Foucault teorizó acerca de la sociedad disciplinaria, cuya principal cualidad era la prohibición y, por lo tanto, se regía por el “no”, Chul Han plantea la sociedad del rendimiento, donde el ser humano tiene todas las posibilidades abiertas y, diríamos, se rige por el “sí”. Sin embargo, la sociedad del rendimiento no es más libre que la disciplinaria, pues el ser humano se autoexplota para conseguir los bienes de consumo que lo harán cumplir con los parámetros occidentales de éxito.
Con relación a la idea del rendimiento social, en su introducción al ensayo Estar enfermo, notas desde las habitaciones de enfermos de Virginia Woolf, Hermione Lee anuncia que se trata de un texto sin autocompasión, que Woolf exprimió sus padecimientos físicos y mentales, haciéndolos productivos, “los puso a trabajar.” Se trata de una enferma que se gana el pan. Ello me hace pensar que la sociedad actual está dispuesta a tolerar a los enfermos mentales mientras sean productivos. ¿Pero qué ocurre cuando el enfermo se niega a ser parte del sistema productivo?
Para explorar esta pregunta y las posibles respuestas, tomaré un caso que Foucault menciona en El poder psiquiátrico: el del señor Dupré, paciente del psiquiatra Esquirol. Dupré se creía Napoleón y se negaba a trabajar, así que Esquirol puso en práctica una elaborada cura para obligarlo a “reconocer el valor del dinero”; luego de castigos y privaciones, logra que el paciente acepte trabajar a cambio de dinero, lo cual, según Esquirol, es su primer acto a la vez “voluntario” y “razonable”. Para mí, esta supuesta cura pone en evidencia que lo más importante para la sociedad y para el psiquiatra no era curar al paciente, sino volverlo productivo.
En este caso se evidencia lo que para Foucault es uno de los pilares fundamentales del poder psiquiátrico, la sensación de carencia que se fomenta entre los enfermos. Ejemplo de ello es el aislamiento que crea la necesidad de libertad. Más que una institución de salud, Foucault sugiere que el hospital psiquiátrico se erige como un centro de adoctrinamiento que administra carencias y crea necesidades. A mi modo de ver, lo anterior se ajusta a ciertos aspectos de la sociedad occidental, que muchas veces se sustenta mediante la creación artificial de necesidades en las personas, pues a la mayoría de nosotros, desde niños, se nos entrena a desear productos que prometen convertirnos en adultos sanos, pero que en el fondo suelen llevar a la autoexplotación. Desgraciadamente, quienes desean vivir en una lógica distinta a la del consumo sistemático, muchas veces se les condena a vivir en carencia.
Entonces, la enfermedad mental no es necesariamente indeseable mientras la persona siga sirviendo al aparato productivo. Sin embargo, cuando el paciente tiene conductas inútiles o que no aportan al sistema de consumo, se le estigmatiza. Si bien, se toleran las tendencias artísticas, esto solo se lo pueden permitir personas medianamente acomodadas. Si los enfermos logran vender su arte serán reconocidos como luchadores o vencedores de la enfermedad, pero, la mayor parte de los enfermos mentales que no cuentan con redes u opciones de sustento, son internados o viven en la calle, sin llegar a convertirse en artistas reconocidos.
El repudio hacia los enfermos mentales está profundamente interiorizado en diversos grupos sociales. Kay Redfield Jamison, psicóloga clínica y diagnosticada con trastorno bipolar, planteó una situación hipotética durante una conferencia médica: cada participante debía imaginar que estaba esperando un hijo, y gracias a los avances tecnológicos, detectaban que el futuro niño padecería trastorno maniaco-depresivo. La mayoría de los presentes expresó que preferiría abortar el feto, evidenciando así un fuerte prejuicio entre los presentes, ―no solo entre los estudiantes, sino también entre el personal médico―, de que la enfermedad mental es un problema terrible ante el cual es preferible no existir. No es gratuito que Foucault llame al loco, “el residuo de los residuos”, el que sobra de todas las disciplinas, pues, al expulsado de la sociedad se le destierra, al transgresor del orden se le encarcela, al inútil se le obliga a ingresar a la fábrica, pero el loco no tiene lugar, ni entre los disciplinados, ni entre los indisciplinados, se le convierte en indeseable. Pero, ¿cómo llegamos hasta aquí?, ¿de dónde viene el estigma de la locura y la enfermedad mental?
Desde La República de Platón, existe una identificación de locura y maldad. Platón expresa que los enfermos crónicos son indeseables, también que los locos son tan perniciosos que no se les debe siquiera imitar en el teatro. Estas aseveraciones abonan al tratamiento que se dio a los enfermos a lo largo de los siglos de encierro y destierro. Vistos como poseídos por el demonio o como incapaces de razonar adecuadamente. Finalmente, en el siglo XIX, la pseudociencia de la frenología y las teorías eugenésicas impulsaron leyes que relacionaban a la enfermedad mental con la delincuencia. Al respecto, Foucault retoma el caso de una mujer con retraso mental (calificada como idiota en el momento del suceso), que fue abusada sexualmente en 1895. Foucault retoma este asunto judicial como un ejemplo de la tendencia que existía a relacionar la locura con el retraso mental y la propensión a ser víctimas de delitos.
“Se citan de manera regular una serie de casos probatorios de que los idiotas son peligrosos: lo son porque se masturban en público, cometen delitos sexuales, son incendiarios. Y una persona seria como Bourneville cuenta en 1895 esta historia para demostrar que los idiotas son peligrosos: se trata de alguien que, en el departamento de Eure, violó a una muchacha que era idiota y se dedicaba a la prostitución; de tal modo que la idiota es la prueba palpable del peligro representado por los de su condición en el momento mismo de transformarse en víctima”.
El caso anterior referido por Foucault es uno de los absurdos argumentos que se han usado a lo largo del tiempo, para considerar a los enfermos mentales como enemigos de la sociedad.
En la actualidad, aspectos de la criminología continúa perpetuando estos prejuicios, aunque aparenten valerse de una serie de argumentos científicos. Ismael Loinaz ha estudiado los trastornos mentales como causa contribuyente de victimización, más que como elemento de propensión al crimen. Otros psiquiatras o psicólogos sugieren que detrás de cada caso de multihomicidio con tortura y violación, se esconde un enfermo mental. Para Foucault, esto no es casualidad. El autor plantea que es una tendencia desde el siglo XIX, y que lo pretendido por estos médicos no es solo demostrar que cada criminal peligroso es un enfermo mental, sino que, detrás de cada enfermo mental hay latente un criminal peligroso. Así, las familias entregarán a los enfermos mentales al psiquiatra, por miedo y por el bien de la sociedad. Esto promueve que los médicos se apropien del poder absoluto sobre la enfermedad mental y las personas no intenten otras alternativas de tratamiento. Esta manera de atender la enfermedad mental favorece y legaliza las prácticas de exclusión que ya se venían realizando contra los enfermos mentales. En 1838 se creó en Francia una “ley de interdicción” para proteger a la sociedad del peligro de los locos, estatuto que se utilizó para desposeer al enfermo mental de su vida y patrimonio, y encerrarlo en el manicomio.
Hoy en día, se cuestionan más los efectos del manicomio en los enfermos mentales, pero desde el siglo XIX existían dudas acerca de las bondades de esa institución y de la del médico; el ejemplo más famoso fue el descubrimiento de cómo Charcot, neurólogo francés del siglo XIX, inducía en sus pacientes los síntomas de la histeria.
La vida del enfermo mental no se ha dignificado. Al contrario, considero que la camisa de fuerza se ha interiorizado aún más, a través de los medicamentos. Los médicos comenzaron a probar el uso de opiáceos en los enfermos mentales durante el siglo XIX con la finalidad de “tranquilizarlos”. A pesar de que las drogas de efectos sedantes, como la marihuana, suelen ser vistos como reivindicados, contraculturales y relajantes en diversos grupos sociales, Foucault se refiere a ellos como instrumentos para el sometimiento. Desde mi punto de vista, el clonazepam ha sido utilizado por el médico y los familiares como un medio para dormir al paciente y, en algunos casos, me atrevería a decir, para quitárselo de encima.
Como persona que ha mejorado su vida gracias a la intervención psiquiátrica y al uso de fármacos, no busco despreciar el altruismo propio de la mayoría de los médicos, ni la eficacia de los medicamentos. Pero, considero necesario cuestionar el discurso en torno a la locura y la enfermedad mental, el cual muchas veces tiene como consecuencia la estigmatización y la exclusión de quienes padecen una condición mental. Para ello, recupero la idea de “antipsiquiatría”, planteada por Foucault, como aquello que cuestiona el poder del psiquiatra para decir la verdad sobre la enfermedad mental. Como señalé antes, se debe tomar en cuenta el saber producido por los enfermos mentales acerca de su propia enfermedad y dar importancia a la experiencia subjetiva. Darian Leader comenta el caso de un paciente al que dijeron que su comportamiento era inadecuado y “necesitaba tratamiento farmacológico para volver a ser normal”. Este tipo de tratamientos me parecen decimonónicos, cuando se aplican de forma obligatoria mediante medicamentos, buscando cumplir las expectativas de médicos, familia o sociedad.
Gadamer plantea que la medicina tiene como finalidad reestablecer el orden natural, es decir, la salud. A diferencia de la técnica que busca transformar y dominar a la naturaleza. Esta opinión me parece acertada, pero problemática para la enfermedad mental porque no existe claridad sobre el estado natural al que se busca volver. Si una mujer tiene gripe, queda claro que reestablecer el orden natural es volver a estar sin gripe. Para una mujer como yo, que ha tenido síntomas de trastorno bipolar desde los cuatro años, ¿cuál sería el orden natural al que debo volver? Hay cuestiones en las que el paciente y el médico estarán de acuerdo, nadie disfruta los ataques epilépticos y tampoco los dolores de la fibromialgia. Pero, ¿qué hay de las alucinaciones? En lo personal, en ocasiones he disfrutado de los estados de manía, y me he dejado llevar por los estados depresivos, que en mi caso van unidos a una extrema susceptibilidad ante los estímulos ambientales, como si todas mis sensaciones se multiplicaran. Oliver Sacks escribió: “El bienestar puede ser genuino aunque lo provoque una enfermedad.”
Probablemente aquí me detendrán los guardianes del orden y me hablaran de que permitir a los enfermos mentales andar sueltos por allí y sin medicar sería poner en peligro a la comunidad y a ellos mismos. Los invito a leer el artículo de Ismael Loinaz citado en la bibliografía, en el que plantea que un loco es más propenso a ser abusado que a convertirse en abusador. Por ejemplo, gran parte de las personas sin hogar son enfermos mentales. Además, desde mi experiencia como persona diagnosticada con bipolaridad, los enfermos mentales estamos siempre a prueba, la familia y la comunidad nos observan de cerca y al primer error parecen pretender quitarnos el control de nuestro patrimonio, relaciones o libertad: “por nuestro propio bien”. Todos los días vemos gente tomando malas decisiones o haciendo cosas estúpidas, pero a los locos se nos amenaza y castiga también con el internamiento y la pérdida de la autonomía.
Si alguien afirmara que cada quien es libre de hacer con su vida lo que quiera, probablemente estaríamos de acuerdo, entonces, no sería difícil aceptar, como Ernst Jünger, que depende de cada individuo lo que hace con su enfermedad. Pero esta segunda oración no es tan aceptada. Sería complicado que los locos se unan en un movimiento global para defender sus derechos, debido a los altibajos de la enfermedad mental. Además de familiares y profesionales de la salud, tengo la impresión de que a nadie más le interesa nuestra existencia, salvo si aparecemos en los periódicos de nota roja como psicópatas sanguinarios, o cuando se estrena alguna película absurda de un loco peligroso que organiza una revuelta social.
Para quien tiene que luchar por salir de la cama, parece imposible emprender una cruzada por defender sus derechos. El 45% de las mujeres con trastornos mentales graves sufren violencia por parte de su pareja. La cifra aumenta a 68% en el caso concreto de las mujeres con depresión mayor, trastorno bipolar o esquizofrenia. Este tipo de violencia va más allá del machismo. Desde niños, los enfermos mentales nos vamos llenando de culpa, culpa por ser raros e incomodar a los demás con nuestros comportamientos. Por eso, cuando tenemos un amigo no dejamos de agradecerlo; sentimos culpa hacia la familia por todos los sacrificios que tienen que hacer por nosotros, intentamos ser obedientes y cumplir sus expectativas aunque nos estemos muriendo por dentro. Precisamente la culpa está detrás de muchos intentos de suicidio, porque el enfermo mental desea dejar de ser una carga. Una enferma mental promedio, llega a la edad adulta con el peso de la exclusión social, con el estigma de la locura, con el mínimo de autoestima y cargada de culpa, tristeza e inseguridades. Una persona así no está preparada para tener una relación sana de pareja, será muy probable caer dentro del porcentaje de relaciones de abuso. Mi experiencia fue un número más en la estadística. Tuve mi primer novio a los 22 años y la relación duró tres meses. A los 26 años, inicié una segunda relación; estaba tan agradecida y tal vez desesperada, que acepté todo tipo de abusos con tal de no estar sola. Las distorsiones de la realidad propias de mi condición mental, aunado a la personalidad manipuladora de mi entonces pareja, propiciaban que yo me sintiera todo el tiempo culpable de ser una pésima compañera. Un año después de la ruptura, me solté a llorar sin razón aparente y comencé a rememorar los gritos, las humillaciones, los engaños, el robo de mis joyas, el haber tenido que encerrarme en el baño mientras él destruía los muebles de la casa, el hecho de que él me obligara a tomar clonazepam, su alcoholismo, mi intento de suicidio, además de sus amenazas y acechanzas una vez que la relación terminó. Estos eventos y situaciones transcurrían sin que yo pudiera hacer conciencia del maltrato y la violencia. Pero no todo fue obra de mi enfermedad; los amigos y familia de mi ex-pareja siguen respaldándolo y señalando que la culpa fue mía por ser una “loca”. Me identifico con el caso relatado por Bourneville, donde se explica que los enfermos mentales somos un peligro para la sociedad, “en el momento mismo de transformarnos en víctimas”. Este razonamiento arcaico, que data de 1895, nos puede parecer estúpido, pero en la actualidad siguen existiendo justificaciones similares para excluirnos.
Es una realidad que muchas veces es también necesario defenderse, no solo de la enfermedad, sino del rechazo social y de los abusos de la propia familia o pareja. Por eso, quedan pocas vías para expresarnos y ser libres. Creo que un enfermo mental que se aventura a vivir solo, a estudiar y trabajar en lo que le gusta, a emprender un viaje, está realizando actos valientes que para alguien que no padece este tipo de enfermedades, pueden parecer logros irrelevantes. Pero, aquél o aquella que se atreve a cuestionar la obligación de medicarse, aquella que cuestiona la autoridad del médico y de la sociedad para regir su vida, que disfruta de su depresión y su manía, aquella que se niega a moderar sus emociones para no incomodar, que renuncia a relaciones de abuso porque no cree que como enferma mental le hacen un favor al estar con ella, que exige un trato digno porque es un ser humano, que se niega a llevar la camisa de fuerza, esa es quien reivindica la locura como una forma de vida disidente.
Bibliografía
Butler, Judith, Lenguaje, poder e identidad, Síntesis, Madrid, 2004
Foucault, Michel, El poder psiquiátrico, FCE, Buenos Aires, 2007.
Gadamer, Hans-Georg, El estado oculto de la salud, Gedisa, 2017, Barcelona.
Han, Byung-Chul, La sociedad del cansancio, Herder, 2012, Barcelona.
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Loinaz, Ismael, et. al., “Trastornos mentales como factor de riesgo de victimización violenta” en Psicología conductual, vol. 19, No. 2, 2011, pp. 421-438.
Sacks, Oliver, El hombre que confundió a su mujer con un sombrero, Anagrama, México, 2009.
Sontag, Susan, La enfermedad y sus metáforas. El sida y sus metáforas, Taurus, E-book, 2008.
Woolf, Virginia, Estar enfermo, Alba, Barcelona, 2019.